Carlos Alcibiades Arteaga Huaraz es, quizá, un nombre que no le diga nada. Es, apenas, el de uno de los treinta millones de peruanos que tiene sueños, expectativas, esperanzas, ilusiones. Y que tuvo la desdicha de creer que ellos, podían estar atados a lo que se ha dado en llamar «el sueño americano». El, tiene […]
Carlos Alcibiades Arteaga Huaraz es, quizá, un nombre que no le diga nada. Es, apenas, el de uno de los treinta millones de peruanos que tiene sueños, expectativas, esperanzas, ilusiones. Y que tuvo la desdicha de creer que ellos, podían estar atados a lo que se ha dado en llamar «el sueño americano».
El, tiene hoy 37 años y una familia en el puerto norteño de Chimbote. Aquí, en sus años mozos, luego de estudiar, se alistó en el ejército y fue soldado. «Sirvió a la patria» en la dura etapa de la violencia y aún conserva, como recuerdo, sus fotos con uniforme y fusil. Dice que estuvo cerca del hoy Presidente Ollanta Humala en estos complejos avatares de la vida militar.
Después, ya civil, se hizo motorista y trabajó abriéndose paso en condiciones muy adversas. Desposó una mujer y ahora tiene tres hijos a los que -según parece- no podrá ver en los próximos 11 años. Y es que ahora, por decisión de la justicia yanqui, está recluido en una cárcel de Carolina del Sur, en los Estados Unidos acusado de ser «agente de Al Qaeda» y «terrorista». Después, dirán también que «ligado al narcotráfico» cuando bien se sabe que nadie está más ligado al narcotráfico en el mundo que las autoridades gubernamentales de los Estados Unidos.
¿Cómo ha llegado este casi anónimo peruano a verse involucrado en esta extraña y sorprendente experiencia? Eso es algo que, según parece, él mismo no se explica, y que aquí sus familiares simplemente no comprenden.
En el año 2010, cuando el Perú vivía en una profunda crisis bajo la administración del Presidente García, Carlos Arteaga decidió aceptar una oferta de trabajo en los Estados Unidos y emigrar al país del norte. Como lo tenía convenido con los contratantes de su servicio, debía estar, primero, en Panamá, para desde allí concertar sus actividades en el gigante del norte.
A la capital del Istmo llegó el 1 de marzo de ese año, y al día siguiente mientras esperaba en un establecimiento público conocer a quienes lo habían contratado, fue intervenido por efectivos especiales del gobierno de los Estados Unidos. Desde aquel instante, se le perdió el rumbo.
Hoy se sabe que fue ilegalmente detenido y trasladado a un centro de reclusión clandestino en Panamá para luego ser llevado -también ilegalmente- a los Estados Unidos, donde quedó a disposición -nada menos- que del circuito judicial del Estado de La Florida, con sede en su capital: Miami.
Allí fue encerrado en «El Pozo», una celda de castigo en la que el reo carece de los más elementales derechos. Vive aislado en un cubículo en el que apenas puede estar él, no tiene acceso al sol, no sabe si es de día o de noche, sólo conoce la luz de un foco que no se apaga nunca, recibe alimentos sin percibir contacto humano y carece de los más elementales derechos. Así estuvo confinado durante 8 meses, al cabo de los cuales – por consejo de su abogado- decidió «admitir su culpa». Luego diría, adicionalmente, que sumando todos los malos tratos, a él lo torturaron brutalmente.
Bajo el argumento de que resulta mejor acogerse a «la confesión sincera» porque eso sería «un mérito» ante el Jurado, Carlos Arteaga accedió a firmar papeles, reconoció «la verdad de la acusación» y pidió «clemencia». Aparentemente, los jueces se la dieron, porque en lugar de condenarlo a Cadena Perpetua, lo sentenciaron a 11 años de cárcel, que hoy cumple en un presidio de otro Estado: Carolina del Sur.
Su caso, puede parecer extraño, pero no lo es. Cinco cubanos vivieron similar experiencia -y la viven aún- desde hace 14 años en las cárceles del Imperio. Se llaman Ramón Labañino, René González, Antonio Guerrero, Gerardo Hernández y Fernando González. Ellos fueron detenidos en territorio norteamericano en septiembre de 1998 y condenados a varias Cadenas Perpetuas, en el 2002 por el Circuito Judicial de La Florida porque no aceptaron acogerse «a la confesión sincera» ni «admitir sus culpas». En su caso, las pruebas de absoluta inocencia, resultan contundentes.
A lo mejor -y muy probablemente- Arteaga también es inocente. No podríamos afirmarlo categóricamente porque no conocemos todavía los entretelones del caso. Pero para estos efectos, vale lo mismo. Porque lo emblemático del tema -incluso más allá de la inocencia o culpabilidad del reo- es el manejo del Imperio y la acción de su «justicia».
Los «Cinco» -como los conoce hoy el mundo- fueron también sometidos a un proceso indebido en la misma Corte de La Florida. Estuvieron 17 meses recluidos en «El hueco», y recibieron propuestas parecidas a las que se le hicieron llegar a Arteaga. En el extremo, les dijeron que bastaría que ellos «admitieran su culpa» y la hicieran extensiva «al gobierno de su país», para que fueran tratados «con benevolencia» por el Circuito Federal, y luego instalados en USA en calidad de «refugiados cubanos». Ciertamente, rechazaron la propuesta por considerarla una afrenta. Y fueron dictadas en su contra sentencias extremadamente crueles.
El mundo se alzó contra ellas. En todas partes su expresaron condenas y rechazo al accionar de la «justicia» yanqui. Finalmente, al cabo de doce años, algunas de estas sentencias fueron modificadas y las cadenas perpetuas -en dos de estos casos- fueron eliminadas, persistiendo las dos que involucran a Gerardo Hernández Nordelo.
Parecidos casos son por cierto. Provienen del mismo país, y de las mismas autoridades judiciales. Y parecidos, además, porque implican cargos que llevan una muy alta dosis de subjetividad, habida cuenta que el gobierno de los Estados Unidos es la primera potencia terrorista del mundo y porque sus gobernantes fueron los que -en sus laboratorios de subversión- fabricaron a Osama Bin Laden y a los líderes de Al Qaeda.
No hay que olvidar nunca que los terroristas islámicos fueron, originalmente, engendros de la Agencia Central de Inteligencia de los Estados Unidos -la CIA- para enfrentar a la Unión Soviética en el periodo de «la guerra afgana» de los años ochenta del siglo pasado.
El vocero de la Cancillería peruana ha declarado oficialmente que el gobierno del Perú «nada puede hacer en este caso». Se equivoca de medio a medio. Claro que puede, y debe hacer.
Está obligado a investigar los hechos ocurridos para determinar el grado de culpabilidad del acusado -si la tuviera- o su inocencia; pero además, para precisar las arbitrariedades que han ocurrido, y denunciarlas. El caso puede llevarse de inmediato a la Comisión de Detenciones Ilegales de Naciones Unidas, que funciona en Ginebra y también a la Comisión de Derechos Humanos de la ONU. Pero bien puede interesarse a organizaciones internacionales solventes en la materia, como Amnisty Internacional. Sus opiniones pueden ser muy valiosas.
Lo importante, en el tema, es tomar partido, asumir una actitud, definir un criterio. Porque está de por medio un principio elemental no sólo referido a la vigencia de los Derechos Humanos, sino también a la defensa de nuestra Soberanía. Porque ningún Estado tiene derecho a disponer de nuestros ciudadanos a su antojo.
En otras palabras, se puede afirmar la idea que el Estado Peruano protege a sus nacionales. Y no permite que un gobierno extranjero los secuestre impunemente en un tercer país, los encierre en un centro clandestino de reclusión, los torture y los someta una suerte de «proceso secreto» para castigarlos.
Si el gobierno peruano sigue el criterio expuesto por el embajador Marco Núñez-Melgar, Director de Protección y Asistencia Nacional del Ministerio de Relaciones Exteriores y considera el caso como «cerrado»; estaría abdicando cobardemente de su derecho más elemental. Cuba no se calló nunca en el tema de los 5 ¿Por qué habría de callar el Perú ante esta afrenta?
Será, por cierto, esta una lucha dura y difícil, porque atacará la médula del Imperio: su política autoritaria y criminal. Y porque sus autoridades accionarán sobre todos los poderes existentes, entre ellos los funcionarios de todos los niveles y la «prensa grande». Podrá ella acoger uno o dos días un comentario o una opinión en torno al tema. Pero será un fogonazo. Luego, bastará una llamada telefónica de la embajada USA para que un manto de silencio -en todos los idiomas- se tienda como un mensaje gris sobre el alma y la conciencia de los peruanos.
Esta es una buena ocasión, sin embargo, para que el Perú demuestre que tiene una política independiente y soberana. Y que ejerce también el derecho a la defensa de nuestros ciudadanos.
Gustavo Espinoza M. Del Colectivo de Dirección de Nuestra Bandera
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