Los últimos meses han estado protagonizados por la escalada de tensiones en suelo latinoamericano: el golpe de estado en Honduras, las nuevas bases militares norteamericanas de Colombia, el acuerdo militar entre Brasil y Francia. Así, se están desarrollando diversos alineamientos en la región. Nos encontramos en una coyuntura marcada por los efectos económicos y sociales […]
Los últimos meses han estado protagonizados por la escalada de tensiones en suelo latinoamericano: el golpe de estado en Honduras, las nuevas bases militares norteamericanas de Colombia, el acuerdo militar entre Brasil y Francia. Así, se están desarrollando diversos alineamientos en la región.
Nos encontramos en una coyuntura marcada por los efectos económicos y sociales de la crisis internacional, en la cual el imperialismo estadounidense intenta recuperar terreno sobre su histórico «patio trasero», considerada una región clave para los intereses yanquis -tanto por la cercanía geográfica como por las riquezas que le saquea-, al mismo tiempo que las clases dominantes de América Latina practican un giro a la derecha, buscando gobiernos más «leales» que les permitan hacer pagar a los trabajadores los efectos de la crisis y reaproximarse al imperialismo.
Un nuevo imperialismo en tiempos de crisis
Hace unos diez meses, con la elección de Obama como presidente, el gobierno norteamericano efectuó un cambio con respecto a George W. Busch en la táctica política del imperialismo, para hacer frente a la situación mundial y la resistencia antiimperialista. Ello no significa, sin embargo, que Obama sea una «paloma de la paz» (basta ver su política de intensificar la guerra en Afganistán) y que no defienda tanto como su antecesor los intereses imperialistas. Y es que las causas de este cambio de táctica no subyacen en la «buena voluntad» de nadie, sino en la necesidad de adaptarse a un nuevo contexto económico, social e ideológico, así como a las derrotas que la movilización y la resistencia armada han inflingido a la política del imperialismo.
Así pues, bajo el discurso conciliador y la política de «buen vecino» del sonriente Obama, apoyándose en sus aliados más firmes como México, Colombia o Perú, y utilizando a Brasil como interlocutor privilegiado -además de los «buenos oficios» del gobierno chileno- Washington se propone frenar el «contagio populista» y debilitar al chavismo, al mismo tiempo que pretende reafirmar su hegemonía en la estratégica región de América Latina, a la que sigue considerando como su patio trasero.
En este sentido, el fortalecimiento del SOUTHCOM (Comando Sur, cuyo ámbito estratégico es toda Latinoamérica) en Miami; la reactivación de la IV Flota para operar en el Caribe y el Golfo de México; la ampliación de la red de bases en toda la región, incluyendo las ya existentes en Colombia, Guantánamo, Aruba, Curaçao, El Salvador… todo ello expresa una política de despliegue militar norteamericano que amenaza a toda América Latina, y que puede servir desde espionaje y apoyo a conspiraciones golpistas, hasta nuevas «guerras de baja intensidad» como la impuesta en Centroamérica en los ’80 o intervenciones contrarrevolucionarias de mayor envergadura ante nuevos levantamientos obreros y populares o grandes crisis políticas.
El golpe «cívico-militar» en Tegucigalpa -apoyado desde la base yanqui de Soto Cano- y la expansión de la presencia militar norteamericana en Colombia son las mejores expresiones de esta ofensiva.
Honduras
El pasado 28 de junio tuvo lugar en Honduras el último golpe de estado en América Latina. El intento de su presidente Manuel Zelaya de reformar la Constitución fue la excusa usada por la clase dirigente hondureña -estrechamente ligada a los intereses de la clase dirigente norteamericana- para expulsar a Zelaya del país y constituir un gobierno golpista liderado por Roberto Micheletti.
No es muy difícil trazar varios paralelismos entre este golpe de estado y aquél de 1964 contra el presidente de Brasil Joao Goulart, el cual significó el inicio de una serie de golpes militares en América Latina, todos ellos apoyados por los EEUU, destinados a impedir las reformas en el continente. En efecto, si los golpistas brasileños justificaron el golpe aludiendo a la necesidad de «salvar el orden constitucional» (la causa principal del golpe hondureño fue el intento de Zelaya de reformar la constitución a través de un referéndum), la realidad es que Goulart, que había sido un rico agricultor (tal como había sido Zelaya), había comenzado a simpatizar con las demandas hechas por los trabajadores agrícolas e industriales, aumentando su salario mínimo (Zelaya había aumentado el salario mínimo en un 50% en un país donde el 77% de la población vive bajo el umbral de la pobreza). Éstas y otras medidas establecidas a favor de las clases populares le enfrentaron a la oligarquía hondureña, que le acusó de estar influenciado por Fidel Castro (Zelaya había empezado a alinearse políticamente al lado de Hugo Chávez).
Más allá de las similitudes, el hecho más preocupante es que el golpe militar hondureño represente un punto de inflexión como otrora fue 1964. No hay que desestimar la posibilidad de que inspire a otras oligarquías, con el fin de parar las reformas que están ocurriendo en la mayoría de países de América Latina. Sin embargo, también puede significar el despertar de procesos de resistencia obrera y popular.
De ahí la importancia que tiene la respuesta de los sectores populares hondureños. A pesar de la brutal represión y del asesinato de varias personas han sido millones las personas que han participado en masivas jornadas de lucha a nivel nacional, entre las que destacan ocupaciones de recintos estudiantiles y empresas, tomas de carreteras, manifestaciones y huelgas de todo tipo. Los golpistas no se esperaban que el nivel de la resistencia fuera tan alto, incluyendo una huelga general a finales de julio En el momento de escribir este artículo, Zelaya ha vuelto a Tegucigalpa y está refugiado en la embajada de Brasil. Miles de personas han salido a la calle de todas partes del país, desafiando el toque de queda impuesto en Honduras, para llegar a Tegucigalpa ante la llamada a resistir. El ejército ha sitiado la embajada y está llevando a cabo una brutal represión contra los manifestantes, contándose ya con centenares de heridos y detenidos por violar el toque de queda.
A pesar de esto, la respuesta de Zelaya sigue siendo contradictoria. Al fin y al cabo Zelaya forma parte de la clase dirigente hondureña -de hecho forma parte del Partido Liberal, del cual también es miembro Micheletti -. Por un lado hace constantes llamamientos a la insurrección popular para repeler el ejército, pero por el otro sigue llamando al diálogo a los golpistas. No obstante, lo más importante aquí es sin duda la masiva resistencia. La lucha popular aumenta cada día, y ya se está lanzando la consigna de que la resistencia continuará «con o sin Zelaya», algo que asegura la independencia de ésta frente a los movimientos vacilantes del presidente.
Colombia
Al mismo tiempo que Estados Unidos defiende a los golpistas en Honduras -bajo la retórica de «una salida pacífica» al conflicto- Obama firmaba en agosto un acuerdo para la instalación de militares norteamericanos en otras siete bases en territorio colombiano, reafirmando la alianza militar y política con Uribe, con la excusa de la lucha contra el narcotráfico y el terrorismo.
Así, el llamado Plan Colombia o Plan Patriota se inscribe claramente en un plan estratégico del Pentágono para ampliar la capacidad de intervención imperialista en suelo latinoamericano, posicionando Colombia como «punta de lanza» en la compaña contra el chavismo.
No obstante, el centro de la política estadounidenses actual es la «institucionalidad» para negociar y resolver los conflictos. Aquí es donde la UNASUR (Unión de Naciones de América del Sur) se muestra como una herramienta perfecta para evitar la profundización de los conflictos en Sudamérica. Siempre, claro, resguardando los intereses más estratégicos del imperialismo y aplicando su táctica actual.
Esta organización comenzó a funcionar en el año 2008, con la supuesta intención de servir como un «ámbito de las naciones sudamericanas» que, a diferencia de la OEA (Organización de Estados Americanos), funcionaría sin la presencia de representantes del imperialismo estadounidense y con mayor independencia de éste. Algunos sectores de izquierda depositaran grandes esperanzas en las «perspectivas independientes» de la UNASUR. Sin embargo, ya en su primera reunión efectiva en septiembre del 2008, durante los enfrentamientos entre el gobierno de Evo Morales y la oligarquía de la Media Luna, la resolución final condenaba cualquier intento de golpe contra Evo, pero, al mismo tiempo, llamaba al «diálogo conciliador» entre un gobierno legítimo y sectores fascistas.
La historia ha vuelto a repetirse. La reunión de UNASUR que tuvo lugar a finales del pasado agosto en Bariloche (Argentina) votó una declaración que legaliza el uso de las bases colombianas por parte de los EE. UU. y evita cualquier condena al gobierno de Uribe por permitir esta violación de la soberanía militar del subcontinente. Asimismo, Honduras ni siquiera fue mencionada en la declaración. Al parecer, la «guerra contra el terrorismo» no tiene nada que ver con luchar contra los golpistas de Micheletti.
Brasil
Todo esto demuestra que, al margen de la oposición de Evo Morales y las declaraciones de Chávez denunciando a EE. UU. y a su intención de llevarse las riquezas latinoamericanas (aunque sin apelar a las masas latinoamericanas y manteniendo expectativas en influir sobre las decisiones de Obama), la dirección de UNASUR está en manos de Lula y Brasil; es decir, expresa tanto el peso económico de este país en Sudamérica como la disposición de Lula y de la burguesía brasileña por jugar el papel de dirección política regional y también militar, como se ha evidenciado en Haití.
Efectivamente, el caso de Haití es paradigmático. La MINUSTAH comenzó sus actividades en Haití el 1º de junio de 2004, coordinada por las Fuerzas Armadas de Brasil -por mandato del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas- e integrada por efectivos de Chile, Uruguay, Argentina, Ecuador y de España, Canadá, Francia y Estados Unidos. En la actualidad, la conducta de los militares extranjeros roza la brutalidad y el pillaje.
En esta línea, el acuerdo militar con Francia que el presidente Lula anunciaba a inicios de septiembre es una respuesta de la burguesía brasileña al nuevo acuerdo militar de EE.UU. con Colombia, que mina las bases de la estrategia brasileña de consolidarse como el gran mediador al servicio del imperialismo, entre los dos bloques que polarizan la política en América Latina -el bloque de Chávez y los países del ALBA, a un lado; al otro los países más alineados con EE.UU., como Colombia y Perú- y de esta forma extender su influencia en la región.
Apenas días antes del anuncio del acuerdo con Francia, el presidente Lula salió en la cadena nacional de televisión para defender su proyecto para el pre-sal (los campos de petróleo recientemente descubiertos que pueden colocar a Brasil entre los diez mayores productores del mundo) como una «segunda independencia», al mismo tiempo que presentó su acuerdo con Francia como una necesidad de defender esas riquezas que serían el «pasaporte de Brasil para el futuro».
No podemos esperar que el fortalecimiento militar de Brasil sea utilizado, no para hacer frente a los golpes militares reaccionarios como el de Honduras, frente al cual Brasil no tomó ninguna medida concreta para apoyar la resistencia, sino para intervenir como tropas de «paz» en países vecinos a favor del imperialismo, como vemos hoy en Haiti, y para defender los intereses de las multinacionales brasileñas instaladas en los países de América Latina.
En conclusión, en América Latina, los titulares se centran en el reto planteado a EEUU por Hugo Chávez. Pero Brasil, bajo Lula, también se presenta como un rival, no de modelo social -Lula no se plantea romper con el neoliberalismo, ni mucho menos con el capitalismo- sino simplemente como otra importante potencia capitalista en la región.
¿Imperio o imperialismos?
Llegados a este punto debemos plantearnos la cuestión del imperialismo, o de los imperialismos, desde una perspectiva mucho mayor.
El fin de la Guerra Fría marcó el fin del reparto del mundo entre dos bloques imperialistas rivales. Una interpretación generalizada de estos cambios es que ellos permitieron a EEUU asumir una posición de predominio global, incluso mayor a la que disfrutó después de la Segunda Guerra Mundial. Particularmente, con el comienzo del ataque occidental contra Irak en 1991, se hizo popular considerar a EEUU como «la única superpotencia».
Pero las proclamaciones sobre «un mundo con una única superpotencia» interpretan de modo totalmente equivocado la verdadera tendencia de los eventos; sí que EEUU es la mayor potencia, sobre todo en lo militar, pero existen otras que le hacen sombra en diferentes ámbitos. El colapso del estalinismo fue un episodio de importancia histórica mundial, precisamente porque rompió la rígida división bipolar del mundo, característica de la era de posguerra. Con eso permitió un regreso a una era de competencia interimperialista, una nueva situación de inestabilidad y de amenazas militares, tanto entre las grandes potencias como entre éstas y los países más débiles.
En sentido vemos cómo los conflictos entre potencias son los protagonistas en África central, en el sur de Asia, en la frontera europea de Rusia. El mundo entero, desde el este de Asia hasta América Latina, vive en una nueva carrera armamentística.
Caer en el error de pensar que EEUU es la única potencia imperialista equivale a repetir el esquema bipolar de la Guerra Fría, donde a un lado está Washington y al otro los «antiimperialistas», es decir, todo aquél que se enfrenta a los intereses norteamericanos: ya sea Cuba, Venezuela, China, Rusia, Irán o Brasil. Las últimas consecuencias de esta interpretración implican ver un complot de la CIA detrás de las protestas de Irán o de las insurrecciones de Xinjiang en China.
Pero además, ello significa obviar las contradicciones de clase existentes en el interior de las potencias o de los paises aspirantes a serlo; significa obviar que los intereses de las burguesías nacionales -como es el caso de Lula en Brasil; o incluso para los golpistas hondureños, cuyos intereses son suficientemente fuertes como para desear mantener el control sin necesidad de estímulos norteamericanos- se oponen a las reivindicaciones de los trabajadores y las trabajadoras.
En conclusión, la lucha antiimperialista en América Latina es inseparable de la más activa solidaridad con la resistencia hondureña, hasta lograr la completa derrota de los golpistas. Pero también debe unirse a la campaña por el retiro inmediato de las fuerzas militares de Brasil, Uruguay, Chile, Argentina, Bolivia y otros que integran la MINUSTAH, fuerza de la ONU que ocupa y reprime en Haití por cuenta y cargo del imperialismo.
Y es que en un mundo dominado por una pequeña porción de grandes potencias, es una fantasía peligrosa creer que las mismas pueden llegar a proteger los intereses de la mayoría explotada. La humanidad no conocerá la paz hasta que esa mayoría tome el control del mundo, lo que sólo podrá realizarse, tanto en América Latina como en todo el mundo, derrotando a los Estados imperialistas, que intentarán impedirlo con uñas y dientes.