En busca de su bella, y al borde de la medianoche, entró don Quijote a la aldea del Toboso -silenciosa y tranquila- en procura de hallar el Alcazar donde debía encontrarse su bien más preciado, Dulcinea. De pronto, y luego de andar unos doscientos pasos, -cuenta Cervantes- dio con un bulto que hacía sombra y […]
En busca de su bella, y al borde de la medianoche, entró don Quijote a la aldea del Toboso -silenciosa y tranquila- en procura de hallar el Alcazar donde debía encontrarse su bien más preciado, Dulcinea. De pronto, y luego de andar unos doscientos pasos, -cuenta Cervantes- dio con un bulto que hacía sombra y vio una gran torre, que no era el castillo, sino el templo mayor del pueblo.
«Con la iglesia hemos dado, Sancho», dijo quejumbroso y resignado, inmortalizando una expresión que venció la fuerza del tiempo y que a través de los siglos cambió su sentido para perfilar una idea distinta: enfrentarse a una fuerza poderosa que nos impide -o nos dificulta- coronar lo que en otra circunstancia podría ser un tránsito ordinario.
En verdad la Iglesia, propiamente, no tiene que ver con estos temas, porque como institución carece de la posibilidad de decidir, en materia terrenal, el juicio de los hombres. Algunas veces sucede, sin embargo que ciertos hombres colocan a la Iglesia en el centro de una confrontación temporal y episódica: una elección presidencial, por ejemplo. Y es que quisieran usar todas sus armas para impedir el avance del progreso y el desarrollo, procurando en cambio afirmar la herencia del pasado.
Monseñor Bambarén ha salido al frente del tema con autoridad inequívoca. Ha dicho, «En la Iglesia los fieles esperan oír la palabra sagrada», es decir, aquella que está más allá de la circunstancia y que se trasmite a todos como una suerte de mensaje de esperanza y de paz. Ha sido, para el antiguo Primado de Chimbote -«El Obispo de los Pobres»-, un modo de aludir a quien dispuso se leyera en los púlpitos una proclama de «adhesión y lealtad» al Cardenal Cipriani, presentándolo como víctima de ataques indebidos.
En la trastienda de ese inusual procedimiento, estuvo la intención de descalificar a Vargas Llosa, el escritor para quien Cipriani representa lo más oscuro de la tradición cristiana y despierta remembranzas inquisitoriales. Eso, indujo a la Arquidiócesis de Lima a expresarse en el plano político, y en liturgia; concitando el rechazo de creyentes que -como dijo Salomón Lerner Febres, ex Presidente de la Comisión de la Verdad- «van a misa para estar con Dios, y no para escuchar lectura políticas». El incidente pudo no haber trascendido los límites de un insignificante episodio. Refleja el encono entre dos personas enfrentadas por una definición de electoral que nada tiene que ver con la fe de los creyentes y muestra sólo la ira que concita en algunos el apoyo del Nobel de la Literatura a Ollanta Humala.
Hay quienes han usado el tema con otros fines a través de viejos procedimientos que dieron resultado a los sectores más retardatarios de la sociedad latinoamericana hace casi cincuenta años. Quizá algunos recuerden, las grandes «paseatas» -marchas, en verdad- convocadas por movimientos profundamente anticomunistas en Brasil a comienzo de los años 60. «Tradición, Familia y Propiedad» se llamó el movimiento de los sectores más reaccionarios de la iglesia brasileña que buscaban derrocar a gobiernos simplemente democráticos, como el de Kubichek, Janio Quadros o Goulart, para instaurar en la patria de Tiradentes una horrenda dictadura fascista.
Algunos altos exponentes del clero, ciertos gobernadores como Magallanes Pinto, y periodistas como Carlos Lacerda cultivaron una desenfrenada histeria anticomunista para generar un régimen que, finalmente, terminó asesinado y torturando bárbaramente a muchísimos sacerdotes y monjas a quienes juzgó «subversivos» porque representaban la «opción por los pobres» de varios obispos brasileños.
Aun hoy tienen vigencia y actúan a la sombra del «pensamiento» de Plinio Da Silva, el «ideólogo» de esta cantera que reverdeció los planteamientos de la agrupación fascista «Patria y Libertad», proclive a Pinochet, y que en el Perú se expresa a través de personalidades tan turbias como Rafael Rey, Francisco Tudela y otros de menor cuantía. Esta historia de horror es lo que ha inducido a un así llamado «Tradición y Acción por un Perú Mayor» a publicar, a página completa, un aviso llamando -en la contiende electoral que se avecina- a «votar contra el marxismo», como «un deber de conciencia».
Nadie suscribe propiamente esta «proclama» que alude a los programas de gobierno de Gana Perú considerándolos «expresiones marxistas» incompatibles con la tradición, la familia y la propiedad, a las que dice representar. Insertan simplemente una advocación a la «Fiesta de María Auxiliadora», no sin antes subrayar que «no hay colaboración posible con el marxismo». Para sustentar su idea se apoyan en Pío XI, asegurando con él que «el comunismo es intrínsicamente perverso».
Tres asuntos deben ser tomados en cuenta en torno al tema. El primero, es el Marxismo, no es lo que está en juego en el Perú de hoy. Los que van a votar el 5 de junio no tendrán que escoger entre una alternativa marxista y otra cristiana. El voto por Humala tiene muy distinta connotación.
Lo que está en juego es la necesidad de introducir en la gestión gubernativa de nuestro país formas de administración más honradas; y promover metas que acaben con la exclusión y la injusticia. Vale decir, alentar el surgimiento de un gobierno que reúna apenas dos requisitos elementales: eficacia y honradez ¿Eso, es «marxista»? ¿Eso, es subversivo? ¿Eso, pone en peligro la fe cristiana y las creencias religiosas de la gente?
Lo que ocurre es que esgrimen esa idea quienes buscan perpetuar un modelo de dominación incompatible con la vida y con los intereses de la mayoría de la población. Y usan la fe con fines egoístas y protervos. Vivieron alumbrando la iniquidad, y ahora se cobijan a su sombra.
Enfrentar la corrupción -como lo plantea Gana Perú- combatir el crimen, repudiar el saqueo de la hacienda pública y recusar el salvajismo y la barbarie, norma en los años del fujimorismo; no tiene nada ver con una opción ideológica. Ni siquiera política ni religiosa. Simplemente, es una opción humana, de elemental dignidad; y, por tanto, legítima. El segundo elemento es el hecho que el socialismo no tiene nada ver con la deformada visión que nos muestran quienes usan cuantiosos recursos para financiar campañas de enorme difusión. Los impulsores de ella no toman en cuenta la realidad de nuestros países, ni la apremiante necesidad de atender -y resolver- los problemas que agobian a millones de peruanos que viven en condiciones de absoluta pobreza, en tanto que unos pocos disfrutan de inmensos -y nada santos- privilegios.
A los impulsadores de esta campaña no los vamos a convencer de nada, por cierto, pero sí les podemos decir con la verdad en la mano que en los países en los que se han procesado cambios como los que hoy ellos recusan, los pueblos han podido atender en mucho mejores condiciones sus problemas básicos, aquellos que interesan a la ciudadanía: alimentación, educación, salud, vivienda, trabajo. Y eso, no es por cierto, «invento de los comunistas». Eso lo han dicho los organismos internacionales más reconocidos, como Unicef, la Organización Mundial de la Salud, la FAO y otras entidades y se ha podido comprobar en los índices del desarrollo humano del milenio, como lo acredita Naciones Unidas. ¿A santo de qué, entonces tanto salto, cuando el suelo está parejo?
Y el tercero, es que el «modelo» que en contraposición «recomiendan» esos custodios de la «conciencia cristiana», es más bien incompatible con la moral, la ética, los criterios de justicia y ley de cualquier civilización contemporánea. La tortura institucionalizada, la desaparición forzada de personas, ejecuciones extrajudiciales, habilitación de centros clandestinos de reclusión, detenciones ilegales -en uso en nuestro país como ha quedado documental y fehacientemente demostrado- resulta incompatible con cualquier noción religiosa y humana. Y también es incompatible con una práctica de saqueo y de pillaje como el que caracterizara a la Mafia fujimorista y que aspira a reeditar para escarnio de todos.
¿Acaso no es claro que los representantes de la fórmula Keikista que aspira a esta contienda fueron funcionarios, congresistas, ministros o voceros de Alberto Fujimori? Solo faltan los que están presos, y los que ya están muertos. Estos últimos, sin duda, habitan el quinto foso del octavo círculo de las profundidades del infierno, donde Dante, en su Comedia divina puso a quienes se enriquecieron con los cargos públicos. No es éste, entonces, un pleito con la Iglesia ni con la fe cristiana. Ni una adhesión al Socialismo ni al Marxismo. Aludir a eso es tan sólo construir una torre de palabras huecas que apenas sirve para encubrir los temas de fondo, que son aquellos que marcarán el voto de los peruanos el próximo 5 de junio.
Aquí no nos topamos con la Iglesia, Sacho, sino con la Mafia.
Gustavo Espinoza M. Del Colectivo de Dirección de Nuestra Bandera
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