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Conflictividad social, gestión y territorio

Fuentes: Revista Debate

La necesidad de construir puentes que permitan hacer circular la pluralidad de voces que manifiestan su malestar, disconformidad o sus reclamos

En los últimos años han sido recurrentes, en la región y en nuestro país, los conflictos sociales urbanos territoriales que presentan una nueva intensidad, complejidad y, en ocasiones, una inusitada violencia por parte de los distintos actores. Se observa también un uso -o abuso- de estas escenas como producto preferencial de los medios de comunicación, que puede estimular un clima de intolerancia y violencia social.

Distintas demandas, desde el discurso social o político, alrededor de la necesidad de «un orden», abren las preguntas: ¿qué orden queremos?, ¿quién ordena el orden? y, fundamentalmente, ¿con qué dispositivos o procesos ordenamos ese orden? Las respuestas habituales: militarización, judicialización, espacios públicos «precintados» (enrejados), fragmentación social y espacial, van configurando ciudades más «controladas» que llegan hasta la negación misma de la ciudad. Contrariamente a lo esperado, estas fórmulas, más que promover la convivencia pacífica, estimulan otras violencias.

Según cómo abordemos la conflictividad, su dinámica puede tomar caminos virtuosos o perversos, constructivos o destructivos. En este sentido, es preciso reparar en que los problemas complejos requieren de respuestas complejas y, en ciudades como las nuestras, urgentes.

NUEVOS DISPOSITIVOS

Hace algunos años comenzó a configurarse un campo en el cruce de diversas disciplinas que suele llamarse «gestión constructiva y transformación de conflictos». Distintas experiencias, en las que me ha tocado participar con distintos grados de implicación, revelan que el primer paso es un trabajo sostenido en el esfuerzo de comprender las dinámicas sociales contemporáneas. Luego, asumir que es en la ciudad y en el territorio donde se manifiestan las fracturas, las oposiciones y los conflictos que se suscitan en el orden público o privado y en donde -como se ha dicho- los habitantes se constituyen en interlocutores de los poderes públicos. Es allí, entonces, donde se evidencian las confrontaciones y los conflictos sociales, culturales, identitarios, políticos, sean de base estructural o contingentes.

En estos escenarios, se presenta una diversidad de representaciones de la justicia y territorios inciertos, en los que las demandas se tramitan por medios que se inscriben entre lo legal y lo legítimo, con distintos grados de violencia real o simbólica. Las respuestas (habitualmente no menos violentas) suelen estar orientadas a retrotraer la cuestión al estadio anterior o a mantener el statu quo. Todos pierden con esta fórmula, pero algunos pierden más que otros: muertos, heridos, desplazados, desamparados, silenciados, etcétera.

Las demandas sociales, como mecanismos de lucha y de presión donde se posicionan actores sociales, no tienen incidencia si no logran un plano de visibilidad que los configure como acontecimiento. Así, los medios de comunicación son también protagonistas, y ejercen un poder omnipresente (por su capacidad de recorte, segmentación y posicionamiento de la noticia) que debe considerarse en cualquier análisis, diagnóstico o intervención en este tipo de conflictividad.

La ciudad y el territorio recuperan así su condición de espacio de la política. El derecho a la protesta y el derecho a la circulación, el uso público del espacio público, el derecho a la propiedad individual o la función social del territorio/suelo, resultan términos en los que suele definirse la confrontación. Pero si el derecho a la ciudad no es sólo un derecho a acceder a ciertos recursos, sino también a cambiar las condiciones que se presentan, al ejercicio de ciudadanía, es preciso mirar los fenómenos estructurales o estructurantes, a su emergencia, al complejo proceso de configuración y, desde allí, a las formas adecuadas de establecer otro paradigma de la gestión de conflictos sociales. Debemos abandonar la perspectiva de un solo punto de fuga: la lógica del cumplimiento de la ley con refuerzo de instrumentos para la seguridad pública. Tenemos que repensar el rol del Estado respecto del cual -frecuentemente- debemos lamentar ya no la ausencia, sino su presencia con fórmulas que contribuyen a mantener condiciones socialmente injustas y que, en nombre de la disuasión preventiva o desmovilización, propician una escalada de violencia y suelen tomar formas que evocan lo peor de nuestra historia.

En estos días, la invocación al diálogo abunda en el discurso político. Sin embargo, esto suele aparecer como expresión que no da cuenta de lo que implica estructurar un enfoque dialógico como voluntad política para una transformación en el orden de entender la participación de múltiples actores en la construcción y en la toma de decisiones, como instrumento estratégico que fortalece la gobernabilidad del sistema.

La complejidad de los problemas que enfrentamos requiere de la construcción de puentes que permitan hacer circular la pluralidad de voces que manifiestan su malestar, disconformidad o sus reclamos, y estar atentos a aquellos que ni siquiera llegan a expresarse y que, como suele decirse, parecen estar de más para los demás.

Abordar la conflictividad social exige gestar un eje articulador del espacio de intervención sustentado en una plataforma intersectorial e interinstitucional. No se trata ya de cómo se articula el espacio político, en el que participan gobiernos, organismos privados y públicos, actores o movimientos sociales, sino de cómo se entrelazan las acciones y se establecen vínculos que pueden hacer converger intereses diversos e iniciar una construcción colectiva inclusiva.

Se requieren instrumentos estables y eficaces en una resolución en la coyuntura, para una transformación en el mediano y largo plazo, y como sistemas de alerta temprana desde los cuales abordar la conflictividad social. Por ello es necesario que se involucren y sensibilicen actores (estatales y de la sociedad civil) para compartir un sistema proactivo para abordar los conflictos en su etapa inicial, donde afloran sus primeros síntomas. Se debe tener una mirada respetuosa frente a quien demanda y la disposición a abrir canales que permitan abordar los problemas de forma dialógica, integral y consensuada.

Esta perspectiva implica un camino a transitar, un proceso que debe sumar vocaciones, voces y acciones. Para ello, primero debemos tomar la decisión de construir el camino y, como paso previo, delinear la traza. Es preciso debatir acerca de los problemas centrales de nuestras ciudades y delinear políticas públicas que den cuenta de ellos, de forma coordinada entre las instituciones de gobierno y distintos campos de actuación de carácter social, político y cultural. Luego, diseñar una intervención como forma entrelazada, articulando acciones, programas y procesos, orientados a la construcción de una sociedad-ciudad abierta e integrada, a «correr el horizonte de lo posible».

Alejandro Nató. Especialista en mediación comunitaria

Fuente: http://www.revistadebate.com.ar/?p=4877