Perder la fe en la humanidad implica haber basado nuestro esfuerzo en poco menos que dogmas o verdades absolutas. El cerebro humano sirve para cuestionar; todas las verdades se cuestionan, y si estas aguantan -por su universalidad- el ácido de la duda, no es porque sean absolutas, sino porque, curiosamente, quienes saboreamos la injusticia, paladeamos […]
Perder la fe en la humanidad implica haber basado nuestro esfuerzo en poco menos que dogmas o verdades absolutas. El cerebro humano sirve para cuestionar; todas las verdades se cuestionan, y si estas aguantan -por su universalidad- el ácido de la duda, no es porque sean absolutas, sino porque, curiosamente, quienes saboreamos la injusticia, paladeamos el sueño de un mundo distinto y coincidimos con todos los oprimidos de todos los tiempos y espacios. Si basáramos nuestra lucha en más hechos que dogmas, ¿nuestra marcha tal vez sería más segura? Si apreciásemos mejor que la lucha por la vida es perenne hasta en los seres más simples, los discursos rimbombantes del enemigo y su obstinación por doblegarnos no serían tan exitosos, como la fórmula de los pueblos liberándose.
Es típico de estos tiempos, perder la perspectiva. Debemos pensar, organizar con cuidado el presente.
En 1935 un poeta de El Salvador dijo que después del levantamiento campesino indígena de 1932, en el occidente del país, los salvadoreños que nada teníamos, ahora teníamos mucho. Claro, teníamos más de 30,000 muertos; pero ese «teníamos mucho» era más. Los jóvenes de las siguientes décadas tomaron la palabra de la boca de esos muertos e intentaron, cada uno a su manera, la revolución que los insurrectos asesinados iniciaron. Un espíritu semejante estaría presente en toda América Latina en ese siglo del cual aún somos herederos.
En la década de 1980, los salvadoreños presenciamos una guerra civil que se extendió hasta 1992, quizá más. Muchos jóvenes en esta lucha, consideraron luego que habían sacrificado inútilmente su juventud. Más tarde apenas criaron a sus hijos. Quizá el espíritu se les acabó en el sueño de la revolución y no pudieron transmitir el viejo ardor; o tal vez ahora, arrepentidos de perder los veinte frescos años de edad, en merecida paz, debían ser jóvenes nuevamente, y ello implicó en muchos casos, la mala crianza de quienes debían ser sus relevos en la utopía. Ex combatientes o no, el hecho es que sus hijos crecieron bajo la mirada de las abuelas, perdidos a veces, buscando a quien llamar procreador, jugando a las escondidas debajo de las piedras. Acaso olisqueando el camino para descubrir qué se exigía de ellos.
Los jóvenes de ayer, que pelearon o no la guerra de ayer, hoy dicen a los niños de hoy que se peleó en vano.
Antes y después de 1932 muchos hombres y mujeres no se mancharon con luchas necias de rojo. Y el rojo no es color de un partido, sino el rojo de sangre -auténtica, real- de personas que se quedaron en el camino, con toda la fe puesta en sus compañeros.
Límpidos de todo carmesí, algunos exiliados, viajaron al mundo y allá se quedaron largos años o no volvieron. Otros, con menos fortuna, se satisficieron con salir de vez en cuando a la tienda, delatar, ir a conciertos, dejar los brazos cruzados sobre una mesa con comida en medio de los apagones, en alguno de esos barrios de clase media donde no entraba la guardia ni el ejército, y, curiosamente, donde tampoco entraban los escuadrones de la muerte. Y allí no pasó la guerra, todo estuvo bien, salvo los apagones. Por supuesto que hubo exiliados que llegaron a Francia, Australia, México, Nicaragua… y montaron una verdadera red de solidaridad para los heridos y desterrados. Y de ellos nos acordamos, si nos cuentan.
Alguien dice hoy a los jóvenes actuales, que la generación anterior fue derrotada y que tendrán que alzarse por encima de abuelos y padres fracasados. Que todo estuvo mejor antes, que hoy está peor que en los tiempos de guerra. En medio de la confusión quién sabe cómo un muchacho encontrará un sendero si le acaban de decir que ha de iniciar de cero porque no tiene historia, tierra, pueblo o memoria. Todos sus antepasados perdieron, entonces qué le queda, sino el vacío. Les quedan las redes sociales, la realidad virtual, y en otros casos, en nuestros países les aguarda la pandilla.
Mientras tanto, los cuerpos de los muertos siguen apareciendo. Y me refiero a los muertos de los siglos anteriores y de este siglo. ¿Cómo explicamos a un niño de doce años, que cuerpos de bebés masacrados por fin sean encontrados y devueltos a sus buscadoras familias? ¿Cuáles son las heridas cerradas si aún hoy, en cada familia se debate o se calla los hechos del conflicto?
Nacieron los nuevos muchachos, cansados y dormidos porque sus padres se creen reducidos a escoria. Esa baja autoestima, remueve la épica necesaria para retomar la vida. Reniegan de sí, se sienten estafados por la fe en la transformación humana, a la que hoy renuncian. La corrupción que está ahora en las rojas banderas salvadoreñas, son su propio reflejo de vergüenza. La corrupción que aqueja a las instituciones de Estado, es la putrefacta moral que merma las cabezas de salvadoreños comunes y corrientes. Cada quien cae por su propio peso, pero el enemigo persevera con nuestra ayuda. No se avergüencen de creer o de haber creído; ruborícense de poner su parte de corrupción cotidiana, desesperanzando a quienes quieren y deben crear otro mundo. No hablo de ingenuidad, sino de energía vital.
«No teníamos nada y ahora tenemos mucho», fue una sentencia necesaria que un hombre (la joven Literatura Salvadoreña de ese momento) tejió cuando escuchó los gritos, las carabinas y el silencio consecuente. El 23 de enero de 1932, más de 30,000 salvadoreños (campesinos, obreros, creyentes) dieron todo. Quebraron el estereotipo de que los salvadoreños aguantamos todo, y se negaron a aguantar más hambre y humillación. Creyeron quizá que el mundo nuevo nacería inmediatamente, y que sus ramas frondosas se extenderían con dulce rapidez por encima de sus cabezas, llevando flor y fruto a toda la tierra. Otros, probablemente no creyeron; se lanzaron rompiendo muros con los dientes, henchidos de un odio vital que nos hace capaces de avanzar. Algunos, conociendo el fin, se arrojaron porque nada más les quedaba, que acompañar al hermano.
No todos los salvadoreños fueron héroes en ese instante, no todos participaron. Pero los niños, los jóvenes de ese tiempo vieron, contaron a los suyos y crecieron. Usaron el silencio para entender su momentánea utilidad protectora. Viejos, luego vinieron las preguntas de los nietos, porque los niños siempre preguntarán «¿Qué hiciste? ¿Qué pasó? ¿Quién soy?». Narraciones sobre héroes colectivos dan al nuevo hombre y a la nueva mujer la pujanza para capturar al mundo: un punto de partida desde el cual comenzar un proyecto propio; la semilla de un amor por un abuelo a quien encontrar en el espejo con mirada de escondida inteligencia. El héroe muerto siempre deja algo tras de sí: «una mujer preñada nos dejó en herencia», dice el poeta. Propagar entre los jóvenes la fuerza que erradica cualquier miseria espiritual, la capacidad de ser feliz y buscar la felicidad de los demás. Un aliento de vida que te vuelva incapaz de envidiar la estupidez, urgido por combatir a los imperios. Y la lucha progresa en la construcción de la identidad personal y colectiva. La crianza de un niño, su educación es más importante de lo que se piensa. Cólera que persevera, sabedor de que la única fábrica de estrellas es enérgica y apasionada nebulosa donde va a morir gas de estrellas viejas, después de larga y buena vida.
Hoy, con pequeñas libertades que ayer los héroes no tuvieron, con más información, nosotros los herederos del siglo XX, no podemos cejar en la ofensiva de estudio, ideas y acciones: no puede escapársenos Honduras, Palestina, Irak, Siria, Venezuela, Argentina, El Salvador… Es inconcebible que el actual arranque mundial del fascismo se extienda sobre nosotros sin inspirar nuestro enojo, análisis, acción. Debemos guiar a quienes vienen después.
Solo creemos tener nada; esta es una verdad absoluta, por lo tanto, cuestionable. Tenemos mucho. La nada fue el dogma de fe impuesto por las élites; Universo (el todo) son los hechos, héroes y heroínas que moldearon nuestra materia en expansión. Nuestro origen es la juventud perenne en la fábrica de estrellas.
Valentina Portillo CALIneuTRINO, ÚLTIMOuniVERSO, movimiento literario
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