Centroamérica constituye el área más pobre del subcontinente latinoamericano. Con índices socioeconómicos semejantes a los del África Sub-sahariana, los problemas estructurales convierten a sus países (Guatemala, El Salvador, Honduras, Nicaragua) en una virtual bomba de tiempo; en todo caso Costa Rica escapa en parte a esta tendencia, pero con los planes neoliberales vigentes también allí […]
Centroamérica constituye el área más pobre del subcontinente latinoamericano. Con índices socioeconómicos semejantes a los del África Sub-sahariana, los problemas estructurales convierten a sus países (Guatemala, El Salvador, Honduras, Nicaragua) en una virtual bomba de tiempo; en todo caso Costa Rica escapa en parte a esta tendencia, pero con los planes neoliberales vigentes también allí las cosas están calentándose. En todos ellos encontramos altas tasas de desnutrición, analfabetismo, falta de oportunidades laborales, salarios de hambre, Estados deficitarios y corruptos, escasez de servicios básicos, más una serie de factores históricos que a continuación veremos, que hacen de esta zona un lugar particularmente inseguro. Algunas capitales centroamericanas (San Salvador, Guatemala) figuran entre las ciudades más peligrosas del mundo por los alarmantes niveles de criminalidad.
No es ninguna novedad que la pobreza extrema funciona como caldo de cultivo fértil para la delincuencia. A este telón de fondo de la pobreza crónica se suman enormes movimientos migratorios desde el campo hacia las ciudades, lo que crea presiones inmanejables en las grandes concentraciones urbanas -capitales de entre dos y tres millones de habitantes, o más-, trastocando la capacidad productiva de las comunidades de origen dando lugar a procesos fuera de control como son los barrios llamados «marginales», que en realidad son, lisa y llanamente, barriadas pobres.
En las urbes de los países de la región es muy común la tajante separación entre esos barrios precarios y las barriadas populares inseguras, por un lado, y por otro los lujosos sectores ultraprotegidos de muy difícil o imposible acceso para el ciudadano común y corriente. Caminar por las calles o viajar en transporte público se ha tornado peligroso. E igualmente inseguras y violentas son las zonas rurales: cualquier punto puede ser escenario de un robo, de una violación, de una agresión. La violencia delincuencial ha pasado a ser tan común que no sorprende; por el contrario, ha ido banalizándose, aceptándose como parte normal del paisaje social cotidiano. Es frecuente un asesinato por el robo de un teléfono celular, de un reloj pulsera, de un anillo.
Actualmente la violencia cotidiana ha pasado a ser un problema muy grave en todos estos países. De hecho, la tasa de homicidios llega, y en algunos casos supera, el 40 por cada 100.000 habitantes en un año, considerándosela como muy alta con relación a los patrones internacionales (la Organización Mundial de la Salud habla de «epidemia» de violencia cuando esa tasa supera los 10 homicidios por 100.000 personas). Esta violencia tiene un costo global como porcentaje del Producto Interno Bruto de entre 5 y 25 %, mientras que el de la seguridad privada va del 8 al 25 % (dato significativo: las agencias de seguridad son el ramo comercial que más ha crecido en la década pasada, y el negocio continúa en expansión). Para ejemplificarlo: en Guatemala hay 6 veces más policías privados -120.000 – que públicos -20.000- y eso no garantiza la seguridad.
Es importante destacar que víctimas y victimarios son regularmente jóvenes entre 15 y 25 años.
Tanta violencia nace de un entrecruzamiento de causas: como anticipábamos, de la pobreza estructural, también de la herencia de las guerras de las pasadas décadas, de las migraciones incontrolables; a lo que se suma una impunidad histórica y una profunda ineficiencia de los sistemas de justicia.
Los años 80 marcaron para Centroamérica una época de furiosos enfrentamientos armados internos. En el marco de la Guerra Fría, desde la lógica insurgente y contrainsurgente que se instauró, el área se militarizó absolutamente. Los efectos inmediatos de esas polarizaciones fueron terribles: muertos, heridos, mutilados, pérdidas materiales. Los 90 dieron lugar a procesos de paz en cada país, terminándose la situación bélica de hecho, pero persistiendo enraizada la cultura de violencia que se instaló en toda la zona y cuyas consecuencias aún persisten. En cualquier república centroamericana hoy puede conseguirse en el mercado negro un fusil de asalto con municiones por 100 dólares, y la costumbre de usar armas de fuego está muy extendida (se calcula que entre la población civil hay igual cantidad de armas registradas que de ilegales).
En general son los sectores juveniles los más golpeados por todos estos procesos, los que encuentran menos espacios de desarrollo. Los prejuicios sociales -alimentados por una ideología patriarcal hondamente asentada- ven en la juventud un problema social en sí mismo, sin atender a la compleja problemática que lleva a la proliferación de pandillas juveniles, lo cual es, ante todo, un síntoma social que habla -violenta, groseramente- del fracaso de los modelos imperantes en la región. Una de las salidas más frecuentes para los jóvenes centroamericanos de escasos recursos, tanto urbanos como rurales -que, por cierto, son mayoría- es engrosar las filas de los inmigrantes ilegales rumbo a los Estados Unidos; y si no, transgresión que permita vivir. Entonces, ahí están a la mano las pandillas (las «maras», como se las conoce en la región), o el crimen organizado, siempre listo para recibir más mano de obra joven.
Un ingrediente que coadyuva fuertemente al clima de violencia cotidiana es la impunidad general que campea: corrupción gubernamental generalizada, sistemas judiciales obsoletos e inoperantes, cuerpos policiales desacreditados, sistemas de presidios colapsados; todo lo cual no contribuye a bajar los índices delincuenciales sino que, a la postre, los retroalimenta. En muchos casos diversos mecanismos de los Estados son secuestrados por mafias del crimen organizado, con grandes cuotas de poder político, que manejan abiertamente sus negocios amparados en esa cobertura legal: narcotráfico, tráfico de indocumentados, poderosas bandas de asaltabancos o robacarros a nivel regional, venta ilegal de recursos maderables. Para estos grupos, demás está decirlo, la criminalidad reinante le es no sólo funcional sino necesaria.
Esta ola delincuencial que azota la región se monta, a su vez, en una historia de violencia cultural signada por el autoritarismo, el machismo, la falta de mecanismos democráticos y de consenso, un espíritu casi feudal en algunos casos. Para usar una expresión ya muy dicha, pero sin dudas siempre oportuna: la violencia genera violencia.
Para la percepción popular la inseguridad pública es uno de los principales problemas a afrontar, si no el mayor, tanto o más que la pobreza histórica. El continuo bombardeo mediático contribuye a reforzar este estereotipo, alimentando un clima de paranoia colectiva donde aparece la «mano dura» como la opción salvadora. Es en esa lógica -deliberadamente manipulada por grupos que se benefician de este clima de violencia- que la militarización de la cultura cotidiana no ceja, y las agencias de seguridad privadas superan con creces a las policías estatales tanto en número de efectivos como en equipamiento; lo cual, valga insistir, en modo alguno garantiza la seguridad ciudadana.
La solución a todo esto no es la represión; la mejor manera de terminar -o al menos reducir sustancialmente- este cáncer social de la violencia delincuencial, de la criminalidad cotidiana, es la prevención; es decir: el mejoramiento de las condiciones de vida de la población: pan y justicia. La seguridad ciudadana no se logra con armas, perros guardianes, alambradas electrificadas y sistemas de alarmas; se logra con equidad social.
Entonces, la pregunta de fondo debe dirigirse a ver qué entendemos por seguridad: ¿defensa de la propiedad privada? ¿Respeto a la vida? ¿Respeto a la dignidad de la vida? ¿Cuidado real del medio ambiente? Para las grandes mayorías de la región, la inseguridad no empieza por la ola delincuencial que barre todas estas sociedades y que puede arrebatar un teléfono celular, un par de lentes o un vehículo quizá: empieza por la forma misma en que se vive, por las condiciones elementales en que se desenvuelven las poblaciones, siempre al borde del colapso, resignadas a esa postración. La (in)seguridad ciudadana va infinitamente más allá del cuidado de los bienes materiales: para la mayoría no hay seguridad de seguir viviendo mañana, pero no por la delincuencia, sino por la hambruna, por las enfermedades, por la pobreza crónica que transforma cualquier evento natural en una tragedia, por el próximo golpe de Estado que puede sobrevenir.
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