Estos son tiempos de perplejidad para muchos. Pocos años atrás se festejaban los avances de gobiernos de una «nueva izquierda» en América Latina, pero ahora hay alarma ante sus derrumbes. En esa perplejidad están inmersos muchos analistas, académicos y militantes, tanto en nuestro continente como en el norte global, que en muchos casos resulta de […]
Estos son tiempos de perplejidad para muchos. Pocos años atrás se festejaban los avances de gobiernos de una «nueva izquierda» en América Latina, pero ahora hay alarma ante sus derrumbes. En esa perplejidad están inmersos muchos analistas, académicos y militantes, tanto en nuestro continente como en el norte global, que en muchos casos resulta de lo que podrían describirse como miradas «externas» que no siempre logran entender las contradicciones y riesgos que existían «dentro» de nuestros países.
Es necesaria una pausa, retomar análisis que vayan más allá de la superficialidad, sean mas precisos en sus conceptos, entiendan y dialoguen con todo tipo de actores, asumiendo las tensiones, los avances y los retrocesos en los procesos políticos.
El reciente especial de Hemisferio Izquierdo sobre «Bienes Comunes» es una excusa apropiada para un aporte en ese sentido, y en especial la entrevista a Daniel Chávez (1). Este investigador, residente en Holanda y participante del Transnational Institute, reconoce su distancia con los que describe como «críticos al desarrollo» (entre los que incluye a Pablo Solón de Bolivia, Edgardo Lander de Venezuela, Arturo Escobar de EEUU / Colombia, Maristella Svampa de Argentina, y a mí mismo). El cuestionamiento de Chávez apunta a dos componentes de aquella corriente: «su crítica acérrima al rol de Estado y su incapacidad de formulación de propuestas alternativas o superadoras de lo que ellos criticaban», aunque admite que con los años comprendió que no eran tan «ácidos» y que habían algunas «propuestas».
Esa entrevista ejemplifica a la corriente de quienes fueron entusiastas defensores de los progresismos, se resistían a entender las contradicciones y en varios casos cuestionaban a quienes elevaban alertas. Ese tipo de posturas prevalecieron por años, y al menos desde mi experiencia, entiendo que en parte se originan desde esa postura de un «exterior» político casi siempre, epistemológico y afectivo muchas veces, y que no lograba reconocer las voces de alerta «internas». De esa manera no se detectaron a tiempo los problemas, no se corrigieron muchas estrategias políticas, y lo que es peor, de alguna manera, no advirtieron que con eso germinó el regreso de un nuevo conservadurismo en algunos países. El énfasis en defender a toda costa a los progresismos, la disciplina partidaria o la adhesión política acrítica, y los problemas en dialogar con otros actores, seguramente jugó un papel importante en la actual debacle. Por esa razón, esta crisis política está inmersa en otra crisis más amplia, una de interpretación, y que no siempre es reconocida.
Advertencias tempranas
Sin duda los nuevos gobiernos que conquistaron el poder desde 1999, con Hugo Chávez en Venezuela, y que se difundieron en los siguientes años, como Evo Morales en Bolivia, Lula da Silva en Brasil, Rafael Correa en Ecuador o el Frente Amplio en Uruguay, implicaron una ruptura con el conservadurismo y las posturas neoliberales. Ese cambio recibió amplios respaldos tanto desde zonas rurales como ámbitos urbanos.
En una etapa inicial, y en especial desde mediados de los años 2000, buena parte de los analistas, militantes e intelectuales del amplio campo de la izquierda celebraron cambios como la reducción de la pobreza o una mayor participación estatal en las estrategias de desarrollo, especialmente vinculada a la administración de recursos mineros o petroleros. Esto es entendible. De todos modos, algunos daban unos pasos más, y sostenían que era próximo el derrumbe de los capitalismos (como se afirmaba al tiempo de la crisis financiera de 2007/8) o que no existía nada a la izquierda de esos gobiernos.
Pero poco a poco comenzaron a elevarse alertas, inicialmente desde algunas minorías y desde localidades rurales (que en varios países correspondían a comunidades campesinas o indígenas). Muchas de ellas expresaban reclamos ante los efectos negativos de ciertos tipos de estrategias, como la explotación minera, petrolero o agrícola. Recuerdo que en año 2007, en el norte de Ecuador, líderes indígenas amazónicos me decían que la contaminación que ellos sufrían era la misma, y nada cambiaba si operaba una empresa estatal o una corporación transnacional. Esos casos mostraban que el desarrollo se organizaba de diferente manera bajo esos gobiernos pero se repetían problemática como los impactos sociales, ambientales y económicos.
Este tipo de circunstancias también se registraba en Bolivia y Venezuela, mientras que en Argentina, Brasil o Uruguay, contradicciones análogas se vivían con la liberalización desenfrenada de transgénicos, la avalancha de agroquímicos, y la proliferación de los monocultivos de exportación.
Cuando se ubica esa problemática en un marco conceptual, se puede argumentar que enfrentamos distintas variedades de desarrollo. En unos casos se organiza de modo conservador, con fuerte participación empresarial y extranjera, tal como ocurría en Chile o Colombia. En otros casos, como Uruguay, Argentina, Brasil o Venezuela, el desarrollo se instrumentaliza en clave progresista, con mayor presencia estatal y un abanico de instrumentos de compensación, sobre todo económicos. Pero en todos los casos se compartían ideas básicas sobre el desarrollo como progreso, crecimiento económico y subordinación exportadora del país como proveedor de recursos naturales.
La obsesión con ciertos parámetros económicos, incluyendo unas ideas simplistas sobre que el mero crecimiento podía generar excedentes que permitirían reducir la pobreza, hacía que incluso aquellos nuevos gobiernos insistieran en profundizar la exportación de recursos naturales para incrementar sus ingresos.
Eran los tiempos de bonanza de los altos precios de las materias primas, como soja, minerales o petróleo, lo que alimentó una notable expansión económica. Bajo esas condiciones se generaban muchos excedentes, y algunos de ellos eran captados por los Estados para, en parte, compensar a grupos afectados. Por ejemplo, si bien el gobierno Lula priorizó el apoyo a la agropecuaria exportadora, especialmente sojera, esa bonanza le permitió proveer de asistencia a pequeños agricultores y movimientos sociales rurales. No resolvió sus problemas estructurales ni avanzó en una reforma agraria, pero apaciguó la protesta en el campo. Algo similar ocurrió en Uruguay. Esas compensaciones disimulaban desarreglos productivos sustantivos, el desplazamiento de prácticas tradicionales de agricultura familiar, y una creciente lista de impactos sociales y ambientales de la agroindustria. Cuando los precios internacionales cayeron, esa compensación económica se resquebrajó, regresaron los cuestionamientos y ya no pudieron disimularse los problemas que permanecían sin resolución.
Los intentos de seguir una senda distinta que podría llamarse un desarrollo de izquierda, que buscara desmontar la dependencia exportadora de materias primas, no fructificaron. Las necesidades de dinero y las tentaciones de aquellos altos precios, reforzó el perfil comercial primarizado en todos los países. La intención de aumentar la captura de excedentes, como ocurrió en la Argentina kirchnerista cuando se elevaron las retenciones a las exportaciones de granos, generó una ola de protestas sociales que forzó a un retroceso gubernamental.
Un caso todavía más extremo ocurrió en Perú, cuando asumió el gobierno Ollanta Humala en 2011 en asociación con varios partidos de izquierda. Su giro progresista chocó a los pocos meses con las exigencias de los sectores empresariales mineros y las necesidades de capital, y al no contar con capacidades para construir una alternativa, terminó recayendo en un extractivismo tan conservador, que se rompió su coalición.
Izquierda y progresismo: dos regímenes
Este breve repaso, sin duda incompleto y esquemático, tiene por finalidad mostrar que esos gobiernos expresaban distintos estilos que de todos modos correspondían a desarrollos capitalistas como proveedores de materias primas. Eso los alejaba de las intenciones defendidas por la izquierda que les dio origen. Las izquierdas latinoamericanas siempre cuestionaron el desarrollo basado en exportar materias primas, y lo concebían como un resabio colonial. El cambio propio de los progresismos es que pasaron a defender esa condición primero como un éxito, y luego como una necesidad. Allí nace en Uruguay, pongamos por caso, la apuesta sojera y luego la obsesión con buscar petróleo, el coqueteo con el fracking o el sueño megaminero del anterior gobierno.
Estas mismas condiciones se repiten en otros terrenos, y como consecuencia se vuelve necesario distinguir entre izquierdas y progresismos. Otra cuestión distinta es si una izquierda crítica del desarrollo hubiese podido ejercer una autonomía frente a ese tipo de desarrollo bajo las condiciones que padecía América Latina; sin duda esto es discutible. Pero mi punto es que esa aspiración dejó de estar en la agenda concreta y real de esos gobiernos, y por el contrario, organizaron justificaciones y explicaciones para seguir siendo proveedores de materias primas. Esa postura, abandonando ese horizonte de cambio, es uno de los elementos específicos del progresismo, y como se dijo arriba ocurre lo mismo en otras cuestiones. Todo ello expresa un regreso a la defensa del «progreso», por momentos en visiones próximas a las de fines del siglo XIX y principios del siglo XX.
El desvanecimiento de aquel impulso inicial de izquierda ocurrió de distinto modo y a diferentes ritmos en cada país. Pero en todos ellos la adhesión al desarrollo convencional jugó un papel importante, ya que si, por ejemplo, se persiste en el papel de proveedor subordinado de materias primas, se deben por un lado proteger emprendimientos como minería o petróleo, incluso ante la protesta ciudadana, y por el otro lado, aceptar las reglas de la globalización, el flujo de capital y mercancías, y normas como las de la Organización Mundial de Comercio (2). La viabilidad de ese tipo de exportaciones requiere asumir casi todas las condiciones del capitalismo global.
Ese tipo de factores terminaron conformando lo que hoy conocemos como gobiernos «progresistas». Por lo tanto, «izquierda» y «progresismo» son regímenes políticos diferentes. Sin duda que el progresismo no es una nueva derecha ni un neoliberalismo, por más que a veces así se lo acusa. Pero tampoco es la izquierda original propia de cada país y del continente. Es también exagerado afirmar que estamos ante un «final» del progresismo (en realidad eso responde casi siempre a una mirada autocentrada de analistas argentinos o brasileños sobre sus propios países, prestándole poca atención a lo que ocurre en Uruguay, Bolivia o Ecuador).
La incapacidad de reconocer a los progresismos como un régimen político distintivo y los análisis incompletos sobre la situación en cada país, debe estar jugando papeles importantes en la perplejidad de muchos analistas, tal como se indicaba al inicio de este artículo. En ellos opera una mirada «externa» que no supo entender los síntomas «internos» que vienen acumulándose desde hace años.
Ese tipo de miradas, sean del sur como del norte, no reconocieran esa divergencia, y siguen insistiendo en que gobiernos como los de Maduro en Venezuela y Ortega en Nicaragua, son la mejor y genuina expresión de una izquierda, y que además es latinoamericana y popular.
Afuera y adentro
La asimilación de los progresismos a una izquierda es esperable por quienes priorizan las adhesiones partidarias, están atemorizados por un retorno de la derecha o se aferran a un cargo en el Estado. Pero más allá de esos casos, se superponen otros análisis donde fallaron los vínculos y diálogos con las comunidades locales. Esto no quiere decir que exista mala intención, pero si es cierto que se desestiman las voces de alerta de ciertos actores.
Siguiendo recorridos como estos, se genera una narrativa sobre el devenir de la «nueva izquierda» latinoamericana que es sobre todo una construcción intelectual basada en artículos y libros, donde la conversación discurre entre las citas bibliográficas. Pero casi no se «escucha» o «entienden» las demandas que vienen desde la base ciudadana, especialmente los más desplazados en sitios marginales, como pequeños agricultores, trabajadores rurales, campesinos, indígenas, etc. (y a pesar que buena parte de ellos fueron clave en que esos partidos ganaran las elecciones).
Posiblemente los ejemplos más conocidos de ese tipo de posiciones sean los escritos periodísticos de Atilio Borón o Emir Sader. Lo mismo ocurre con varios análisis producidos desde el hemisferio norte sobre lo que sucede en América Latina. Al leer esa literatura, casi toda escrita en inglés, se tiene la impresión que en nuestros países se vivía algo así como un paraíso de la liberación nacional, y que cualquier crítica era mera expresión de conservadores agazapados que intentaban socavar un experimento popular.
Sea en el norte o en el sur, hay analistas que presentan por ejemplo a José «Pepe» Mujica como el apóstol del ambientalismo por su discurso en las Naciones Unidas, pero nunca entendieron, ni escucharon, pongamos por caso, a las mujeres de la zona Valentines que alertaban sobre los impactos de sus planes de megaminería de hierro. Lo mismo ocurre en los demás países (3).
También se decía que los «críticos del desarrollo» se contentaban con los cuestionamientos pero no ofrecían alternativas. Esa afirmación es otro ejemplo de la escucha incompleta, ya que las alternativas iban de la mano casi desde un inicio con los cuestionamientos a los extractivismos progresistas. Es más, ese esfuerzo, conocido como transiciones post-extractivistas, está en marcha desde hace diez años en los países andinos y ya avanzó hacia otras naciones (4). A diferencia de otras exploraciones, estas alternativas otorgaban especial atención a propuestas concretas, sean en políticas como en instrumentos, desde reformas tributarias a las zonificaciones territoriales. Pero además, esa insistencia en opciones de cambio concreto eran en parte esfuerzos para recuperar una izquierda comprometida con la justicia social y ambiental.
Renovación y raíces
Tanto dentro de nuestros países como a nivel global, hay cuestionamientos al capitalismo global, como los de David Harvey, y defensas de los progresismos criollos, como las de Atilio Borón. Todas ellas pueden tener elementos valiosos. Pero esas miradas a su vez confunden capitalismo con desarrollo, y progresismo con izquierda, y por ello tienen dificultades para entender la crisis actual y para proponer alternativas. Están muchas veces restringidas a los manuales y decálogos políticos europeos o norteamericanos, y no son interculturales.
Constituyen ejemplos de ese «afuera» donde no aparecen los matices o voces interiores, como las de indígenas o campesinos, las de los jornaleros informales en los campos de soja bolivianos, o las de las negras colombianas que resisten la minería de oro. De ese modo, esa «exterioridad» pierde lo específicamente latinoamericano que se esperaría en una crítica desde nuestro continente. Los análisis de coyuntura se han debilitado, y se escapan las particularidades nacionales y locales.
Así se termina confundiendo al progresismo con la izquierda. Del mismo modo, se esquiva el espinoso análisis de cuáles son las responsabilidades de esos progresismos en generar el nuevo conservadurismo que ahora se observa, por ejemplo, en Argentina o Brasil (5). Entonces, no puede sorprender la perplejidad ante la actual crisis.
Una postura muy distinta es la crítica que se hace desde el «adentro», y que podría describirse como «enraizada», para tomar una imagen del colombiano Orlando Fals Borda (6). En lugar de excluirlos, se busca un diálogo con las alertas, las visiones o los reclamos locales, especialmente con quienes son directamente afectados por el desarrollo o usualmente marginados cultural y políticamente. Es un «adentro» que acepta la interculturalidad, respetando otros tipos de saberes y otras sensibilidades ante el mundo social y natural. Sin duda habrá posiciones distintas, acalorados debates, y otro tipo de contradicciones, pero será una construcción más cercana a nuestras circunstancias. Por todo esto, una renovación de lo que sería unas «izquierdas» que estén ajustadas a América Latina y al siglo XXI, deben estar social y políticamente situadas, dialogar con todos los actores y sus saberes, y entender los contextos históricos y ecológicos.
* Eduardo Gudynas es investigador en el Centro Latino Americano de Ecología Social (CLAES), en Montevideo.
Notas
1) «El Estado tiene un papel muy importante que asumir en América Latina, pero también ya es ahora de que la izquierda de la región abandone la añosa visión estado-céntrica y que se abra a perspectivas como las de los comunes». Entrevista a Daniel Chavez, Hemisferio Izquierdo, 26 Julio 2018, https://www.
2) Tan solo a modo de ejemplo sobre los debates acerca de los progresismos, entre las primeras alertas se destaca: El sueño de Bolívar. El desafío de las izquierdas Sudamericanas, por M. Saint-Upéry, Paidós, Barcelona, 2008. Más recientemente, ver distintas opiniones en:
El correismo al desnudo, A. Acosta (ed), Montecristi Vive, Quito, 2013.
Mito y desarrollo en Bolivia: el giro colonial del gobierno del MAS, por Silvia Rivera Cusicanqui, Plural, La Paz, 2015.
Rescatar la esperanza. Más allá del neoliberalismo y el progresismo, por varios autores, Entre Pueblos, Barcelona, 2016.
As contradições do Lulismo. A que ponto chegamos?, por A. Singer e I. Loureiro (orgs), Boi Tempo, São Paulo, 2016.
3) En el caso de Uruguay se vaticinaba que la llegada del Frente Amplio lanzaría un nuevo «modelo de desarrollo», y más allá de la ambigüedad sobre el significado del término «modelo», es evidente que eso no ocurrió. Véase sobre esa predicción: Tercer Acto. La era progresista. Hacia un nuevo modelo de desarrollo, por A. Garcé y J. Yaffé, Fin de Siglo, Montevideo, 2055.
4) Distintos documentos sobre alternativas a los extractivismos y al desarrollo en el sitio www.transiciones.olrg
5) Una ilustración de esa problemática resulta de comparar dos libros del politólogo argentino José Natanson: en 2008 prevalecía un cierto triunfalismo con lo que denominó como «nueva izquierda», y en 2018 se analizan algunas razones del colapso kirchnerista y el triunfo del macrismo.
La nueva izquierda. Triunfos y derrotas de los gobiernos de Argentina, Brasil, Boolivia, Venezuela, Chile, Uruguay y Ecuador, Debate, Buenos Aires, 2008; ¿Por qué? La rápida agonía de la Argentina kirchnerista y la brutal eficacia de una nueva derecha, Siglo XXI, Buenos Aires, 2018.
6) Hacia el socialismo raizal y otros escritos, por Orlando Falsa Borda, CEPA y Desde Abajo, Bogotá, 2007.