La Unión Europea ha estado siempre imbuida de una serie de mitos y dogmas que la han convertido en uno de los proyectos políticos y económicos menos cuestionados de nuestras «democráticas» sociedades. En primer lugar, la conocida cantinela sobre su histórico papel como garante de la paz y los derechos humanos. En segundo lugar, la célebre monserga sobre su perseverancia por mantener los Estados sociales europeos frente a la intemperie del capitalismo mundial neoliberal y gracias a la cual hemos podido mantener Europa como una especie jardín civilizatorio humanista que todos envidian (Borrell dixit). Y, en tercer lugar, el insistente cuento según el cual la UE ha promovido la convergencia entre los diferentes Estados miembros.
Sobre la primera cantinela, quizá convendría preguntarles a los exyugoslavos o a los migrantes africanos que cada día se enfrentan a las hordas de Frontex y a las murallas de Melilla. Sobre la segunda monserga, basta con recordar el significado y el funcionamiento del Semestre Europeo y las exigencias del Pacto de Estabilidad y Crecimiento, por ejemplo, para comprobar cómo la UE no sólo no garantiza la protección social, los derechos laborales y los servicios públicos que tantas luchas y sacrificios han costado a la clase trabajadora europea, sino que actúa sistemáticamente en pro de su destrucción. Y, sobre el tercer cuento, mejor detengámonos a analizarlo con un poco más de detalle.
En primer lugar, veamos qué ha ocurrido en términos comerciales. Recordemos que la UE es, fundamentalmente, un mercado único en el que las empresas no tienen que afrontar obstáculo alguno para comprar y vender bienes y servicios en cualquier otro Estado miembro. Y para veinte países es, además, una unión monetaria, lo que permite eliminar definitiva y totalmente cualquier distorsión al tráfico de mercancías y dineros En teoría, y según el enfoque ortodoxo sobre el comercio internacional que predomina en el ámbito académico y en el seno del proyecto europeo, un mercado más amplio y sin las incómodas restricciones que suelen imponer los Estados (como aranceles y otras barreras) favorece la competencia interna y, con ello, estimula la productividad y el crecimiento. Todo ello, además, permite cada vez una mayor convergencia comercial entre los países más desarrollados y los más atrasados, puesto que —siempre según estas tesis neoclásicas— los más pobres disponen de ventaja comparativa en ciertos productos frente a los más ricos gracias a sus menores salarios. Por ello, los países de la periferia mediterránea (Italia, España, Portugal, Grecia) podrían mejorar sus respectivas balanzas comerciales y, de ese modo, empujar su PIB al alza, permitiendo de este modo un crecimiento más acelerado que el de sus vecinos del norte. Así se lograría una tendencia hacia una creciente convergencia económica.
¿Son ciertas estas previsiones? ¿Las ha confirmado la evolución real de la Unión Europea? No, en absoluto.
Sin entrar en explicaciones teóricas más complejas, que nos permitirían refutar contundentemente las erróneas conclusiones de las teorías convencionales sobre los efectos del librecambio entre países con distinto grado de desarrollo económico, lo cierto es que las evidencias empíricas más sencillas bastan para demostrar la falsedad de los argumentos sobre los que se han construido la UE y la UEM.
La gráfica siguiente compara la evolución de las balanzas comerciales de Alemania —principal potencia comercial de la UE y tercer mayor exportador del mundo— y de los cuatro países meridionales —Italia, España, Portugal y Grecia—. En ella podemos constatar cómo, en los últimos veinte años, no solamente no ha habido ninguna convergencia comercial en el seno de la UE, sino que la dinámica ha sido exactamente la inversa. Si en 1992 el diferencial entre el superávit comercial de Alemania y el de la periferia del sur era prácticamente insignificante en términos relativos e, incluso, llegó a ser favorable a las economías mediterráneas en los primeros años noventa, a partir de 1996 y hasta la Gran Recesión de 2008, el crecimiento del superávit alemán y el hundimiento de la balanza meridional ha producido una brecha inédita. Esta diferencia se moderó a raíz de la crisis posterior sobre todo, como consecuencia de la caída de las importaciones, aunque ha vuelto a crecer en los últimos dos años.
En total, de 1992 a 2021, la balanza comercial alemana ha pasado de un déficit de 19.000 millones de euros (equivalente al 1,2% de su PIB) a un superávit de 265.000 millones (el 7,4%). Mientras las cuatro economías del sur, que tenían un déficit comercial promedio sobre el PIB del 1,9%, ahora lo tienen del 0,9%. La conclusión es evidente: la Unión Europea, en general, y el euro en particular, no han servido para reducir las diferencias comerciales entre países, sino todo lo contrario, las han perpetuado y agravado.
A pesar de todo, esta creciente divergencia resulta insignificante comparada con otra mucho más impactante para la clase trabajadora: la de los salarios por países. Las tesis ortodoxas nos dicen que, gracias a la supuesta convergencia comercial y a las bondades del mercado único y el euro, los salarios en los países más atrasados crecerán más rápidamente que los de los países más desarrollados, de modo que se logrará una convergencia salarial. Así, los españoles, por ejemplo, conseguiríamos ser, por fin, verdaderamente europeos en lo económico, y no un simple apéndice soleado y empobrecido del capitalismo continental.
De nuevo, volvemos a plantear la misma pregunta que antes: ¿son ciertas estas previsiones? ¿Las ha confirmado la evolución real de la Unión Europea? Y la respuesta es, otra vez, rotundamente negativa.
La gráfica siguiente muestra la variación que han experimentado los salarios reales (es decir, descontando la inflación) en los catorce países centrales de la Unión Europea (no incluimos a Reino Unido por razones obvias).
Dos cosas saltan a la vista de forma inmediata. En primer lugar, vemos cómo España, Italia y Grecia han sido los únicos países en los que los salarios reales no sólo no han crecido nada, sino que han caído alrededor de un 5% en los tres casos. Esto significa, en pocas palabras, que los trabajadores somos un 5% más pobres que el año en el que entramos en el euro.
Y, en segundo lugar, llama la atención cómo, en general, los salarios reales crecen más cuanto más al norte nos vamos. En general, vemos cómo el valor de la fuerza de trabajo ha crecido más del 10% solamente al norte de los Pirineos y los Alpes.
Nada de esto significa que la clase trabajadora sueca o alemana sea enemiga de la clase trabajadora griega o española o que los asalariados del norte estén explotando de alguna manera a sus compañeros del sur. Para nada. En realidad, esta brecha salarial creciente es, simplemente, una constatación de la falacia que representa la teoría económica ortodoxa, de las grandes diferencias que hay en la capacidad de generar valor de las distintas economías europeas y, por supuesto, del mayor poder político y de presión social que, en general, tiene la clase trabajadora septentrional gracias, entre otras cosas, a unas tasas de afiliación sindical superiores a las meridionales (según datos de la OTI, la sindicalización media en la UE-14 supera el 30%, pero la correspondiente a Italia, España, Portugal y Grecia no llega al 20%).
Hay un fenómeno mucho más relevante que es el que realmente marca la pauta de la evolución del capitalismo europeo contemporáneo y que, sin duda, no es ajeno a los efectos perniciosos de la Unión Europea sobre la clase trabajadora y sus salarios. Se trata de la caída sistemática que ha experimentado el coeficiente salarial en los países europeos. O, en otras palabras, la reducción continua y constante del peso que los ingresos del trabajo tienen sobre la riqueza total producida. La siguiente gráfica muestra esta inequívoca tendencia a lo largo de los últimos veintidós años.
El coeficiente salarial es la ratio entre el salario relativo y la tasa de asalarización, es decir, entre el porcentaje que representan los salarios sobre la producción total y el que representan los asalariados sobre la población activa total.
Nada de esto es casualidad, por supuesto. En términos sencillos, se debe a que todas las economías europeas —y particularmente las del sur— se han visto forzadas sistemáticamente a un proceso continuo de ajuste salarial con el objetivo de reprimir sus costes laborales unitarios. En todos los casos la causa fundamental se encuentra en la necesidad cada vez más imperiosa que tiene el capital de forzar la explotación laboral para aumentar la tasa de plusvalor con el fin de tratar de contrarrestar los efectos de la tendencia a la caída de la tasa de ganancia que afecta al capitalismo mundial. Y, en el caso concreto de los países mediterráneos, esto se ha visto agravado, entre otras cosas, por dos cuestiones: primero, la debilidad provocada por la desindustrialización a la que obligó la entrada en el mercado único y la posición subordinada en la división del trabajo en el seno de la Unión Europea. Y segundo, la imposibilidad de recurrir a cualquier clase de devaluación externa vía tipos de cambio para mejorar la competitividad a la que nos ha llevado la adopción del euro.
Es evidente que los problemas del capitalismo actual no están provocados por la Unión Europea ni por la Unión Económica y Monetaria, por lo que pensar que la salida pueda resolver de una vez por todas nuestras dificultades es ingenuo. Sin embargo, es innegable que ambos procesos están diseñados específicamente para favorecer la explotación de la fuerza de trabajo, para defender los privilegios del capital y, por tanto, van en contra de los intereses de la clase trabajadora europea. Rechazar de plano la UE y el euro quizá no sea la solución definitiva, pero es una conclusión a la que se llega necesariamente desde cualquier análisis con perspectiva de clase y, desde luego, un paso necesario hacia la abolición del capitalismo.
Mario del Rosal y Javier Murillo son profesores de la Universidad Complutense de Madrid.
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso de los autores mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.