Los recientes resultados electorales argentinos han servido para desorientar a algunos, y confundir a otros. Como la votación final salió más ajustada de lo originalmente anunciado, no está muy claro el quién ganó: si fue Macri, o el diario «Clarín», los militares videlistas, o el FMI y los «fondos buitre». Probablemente todos ellos, pero unos, […]
Los recientes resultados electorales argentinos han servido para desorientar a algunos, y confundir a otros. Como la votación final salió más ajustada de lo originalmente anunciado, no está muy claro el quién ganó: si fue Macri, o el diario «Clarín», los militares videlistas, o el FMI y los «fondos buitre». Probablemente todos ellos, pero unos, más que otros.
Tampoco se sabe a ciencia cierta a quién adjudicar la derrota: si la Scioli, considerándolo un «mal candidato», a Cristina Kichtner, que quizá tensó la cuerda sin tener mucha fuerza; o los izquierdistas que finalmente llamaron a votar «en blanco», sembrando confusiones y dudas por doquier.
Lo que debe estar claro, sin embargo, es que quien perdió, fue la Argentina. Y con ella, la Patria Grande Latinoamericana, que sufrió un contraste que bien pudo evitarse si en lugar de la dispersión en el campo popular, hubiera primado un elemental criterio de unidad para enfrentar al enemigo principal.
De ahí que, inmediatamente después de los comicios -apenas en las primeras horas del lunes 23- el ya ungido Presidente, anunciara medidas que habrán de ahondar problemas, en lugar de resolverlos; y acciones que incidirán de manera peligrosa y negativa en el concierto continental.
Se supo, por lo pronto, que actuará abiertamente contra la Venezuela Bolivariana; que mellará los programas sociales actualmente en vigencia en su país, que restituirá la impunidad para los asesinos del «proceso» militar pasado, y que recurrirá al capital financiero cautelando sus intereses con singular empeño.
Se trata de cuatro retos que deberán enfrentar los argentinos, antes que nadie. Pero que influirán en cada uno de nuestros países eslabonando una perspectiva oscura para el continente. Veamos aquello que concierne, sobre todo a los peruanos.
Y debemos verlo porque en la estrategia del Pentágono para la región, la victoria derechista del 22 de noviembre en la patria de Belgrano, era apenas un escalón en su camino. El siguiente, es Venezuela el 6 de diciembre; y luego el Perú el 10 de abril del 2016. En el intermedio, Brasil para hacer allí lo que mal pueda.
En Venezuela sabe que habrán de perder en buena lid, pero no son los resultados electorales lo que le preocupa, sino la posibilidad de adjudicar la victoria bolivariana a un supuesto «fraude», a fin de justificar un clima de violencia que le permita zaherir al pueblo de Miranda. Sueñan, entonces, con volver a febrero del 2014, cuando buscaron incendiar el país clamando por una intervención militar yanqui que les saque las castañas del fuego. De todos modos, anhelan la posibilidad de «llevarse alguito» colocando en la estructura del Estado representantes que, aun con pálida voz, les ayuden a chillar su histeria.
Pero en el Perú creen tener su objetivo más preciado. Y por eso aquí, se empeñan a fondo.
¿Saben cuándo terminarán las indagaciones judiciales contra Nadine Heredia? Cuando finalmente los inquisidores de hoy puedan aseverar -con elementos reales, o inventados- que hubo de por medio «plata de Venezuela».
¿Saben cuándo cesará la campaña contra Ollanta Humala? Cuando logren arrancarle al mandatario peruano una declaración contra Nicolás Maduro Moro, el Presidente venezolano que les genera un constante delirium tremens.
¿Saben cuándo respirarán tranquilos los exponentes de la clase dominante en nuestro país? Cuando, como en Argentina obtengan un escenario que les permita enfrentar a una izquierda peruana dividida, fragmentada, dispersa y, sobre todo, confundida, no sea capaz de distinguir el blanco del negro.
Cuando eso ocurra, entonces ellos dirán acá que su propósito es «cambiar» el rostro del Perú. En otras palabras, diseñar un tejido que les permita asegurar los privilegios al Gran Capital y garantizar la entrega de nuestras riquezas a los monopolios foráneos.
Dirán entonces que aquí no se necesita «un viraje», porque el «modelo» está vivito y coleando, garantizado por la constitución delictiva del 93. Que lo único que se requiere es«mano dura», para reprimir a los «anti mineros» a fin de asegurar el respeto a la «inversión extranjera». Y claro, complementar esa política con lo mismo que postula Macri hoy: acabar con los programas sociales que son «un despilfarro que los peruanos no debemos soportar».
Luego de eso, vendrá lo otro: la impunidad para los asesinos. En Argentina, en los últimos siete años de gobierno militar, no se dictó ninguna sentencia de muerte, contra ciudadano alguno; pero los muertos fueron 30 mil. Aquí, 70 mil. Pero en los dos países hizo de las suyas el Terrorismo de Estado que consagró las privaciones ilegales de la libertad, las ejecuciones extra judiciales, la desaparición forzada de personas, la habilitación de centros clandestinos de reclusión, la tortura institucionalizada, los tratos inhumanos, crueles y degradantes.
Allá los asesinos fueron protegidos sistemáticamente por quienes sucedieron al régimen militar antes que comenzara lo que se ha dado en llamar «la era Kichtner». Después, debieron pagar por sus crímenes. Jorge Videla murió en prisión, como correspondía, pero eso ocurrió muy pronto. Debió vivir por lo menos 500 años tras las rejas, para poder decir que pagó sus culpas.
En el Perú, la justicia llegó a medias. Fujimori -el principal responsable de la política de terror y muerte- no está propiamente encarcelado. Vive displicentemente en un centro de esparcimiento de la Policía Nacional, en un ambiente de 117 metros cuadrados, y cuenta allí con todos los recursos de la tecnología contemporánea. Solo en lo que va del año, recibió más de 600 visitas de sus «colaboradores y amigos» gracias a los cuales dirige ostentosamente la campaña electoral de su hija Keiko, a la espera de recuperar el poder el 2016.
Hoy Mauricio Macri busca «acabar con la venganza» -como lo dijera cínicamente el martes pasado el diario «La Nación» de Buenos Aires-, liberar a los que ahora están presos y han sido condenados, y otorgarles «reparaciones» por las condenas que sufrieran en el pasado reciente. Y es que «los excesos» que cometieran «defendiendo el modo de vida occidental» no pueden generar perjuicios.
Aquí, Keiko haría lo mismo. Liberaría a su padre, excarcelaría a quienes hoy están detenidos y permitiría aparecer a «los prófugos», reconstruiría el patrimonio que le fuera arrebatado a la mafia, estabilizaría su régimen de dominación y aseguraría su continuidad familiar para el 2021. Kenyi, cual boy scout, está listo.
Por lo demás, Keiko daría en la yema del gusto a la inversión minera. De ese modo, garantizaría adicionalmente la suerte de los yacimientos que detenta y que nadie sabe qué origen tuvieron. Y es que, en efecto, nadie sabe cuándo, ni cómo, pudo hacerse de las acciones en la mina «Pierina», o del proyecto Buenaventura. Pero ahí está.
El tema, es complicado, porque aquí la batería de la Mafia tiene dos cañones: Keiko y García. Y puede disparar porque la trinchera popular -pese a todos los anuncios optimistas- aún luce inconsistente y precaria. La falta de unidad corroe peligrosamente, y amenaza.
Debemos, los peruanos, mirarnos en el espejo argentino y darnos cuenta que nada es peor que la división de las fuerzas del progreso. Podemos dividirnos políticamente, claro está, pero debemos unirnos electoralmente dejando de lado prejuicios, intereses y ambiciones.
Gustavo Espinoza M. es miembro del Colectivo de Dirección de Nuestra Bandera / http://nuestrabandera.lamula.
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