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Uruguay se pone a la vanguardia de América Latina

Matrimonio y algo más

Fuentes: Brecha, Montevideo

Ahora que los diputados convirtieron en ley la extensión del matrimonio para parejas del mismo sexo, es posible repasar los laberintos que se recorrieron hasta llegar al histórico desenlace. Los argumentos, los silencios, los nervios, las razones de un avance social con el que Uruguay se pone, como a principios del siglo XX, a la […]

Ahora que los diputados convirtieron en ley la extensión del matrimonio para parejas del mismo sexo, es posible repasar los laberintos que se recorrieron hasta llegar al histórico desenlace. Los argumentos, los silencios, los nervios, las razones de un avance social con el que Uruguay se pone, como a principios del siglo XX, a la vanguardia de América Latina.

El matrimonio igualitario ya es ley en Uruguay. Después de cinco horas de sesión ininterrumpida, después de un año de discusión parlamentaria, después de décadas de movilización de la comunidad gay, la Cámara de diputados aprobó este semana el proyecto de ley que establece la posibilidad de que las parejas del mismo sexo puedan casarse en igualdad de condiciones que las parejas heterosexuales. La última votación registró 71 diputados en 92 a favor. Uruguay se convirtió así en el segundo país sudamericano -detrás de Argentina- en legalizar los matrimonios homosexuales. Como en los grandes debates, los momentos previos a la votación del matrimonio de personas del mismo sexo relegaron una serie de discursos y perlas que quedarán en el recuerdo de una noche histórica (véase nota aparte). Cuando el presidente de la Cámara, Germán Cardoso, anunció la aprobación en general de la ley de matrimonio entre iguales, la sociedad civil ganó una nueva disputa. Les sobraban motivos para el festejo a los dirigentes, militantes y ciudadanos de a pie que se movilizaron hasta el Palacio: con sobradas pruebas de madurez del movimiento social, la sociedad uruguaya había institucionalizado un logro igualitario, un formidable progreso en una tarea siempre inconclusa.

La militancia y las vanguardias dieron los primeros pasos. Especialistas en persuadir, en adecuar sus formatos y palabras a auditorios profanos, los miembros del colectivo Ovejas Negras fueron ganando escucha y espacio en el sentido común. Ejercitaron la paciencia, batallaron ante los poderes del Estado, superaron reveses. Antes, sucedió con el proyecto de despenalización del aborto, pero también con la modificación del Código del Niño en relación a las adopciones y la violencia doméstica. «Estos proyectos que emanan de la sociedad civil y que llegan al Parlamento ponen de relieve que este lugar no es solamente un lugar donde se legisla según la iniciativa del gobierno, sino que se legisla de acuerdo al interés de la gente. Empiezo por celebrar esto que llamo una alianza virtuosa entre Parlamento y sociedad civil», dijo durante el debate en el Senado Constanza Moreira. Antes, el colorado Ope Pasquet había hecho gala del ideario batllista, siguiendo la línea que en Diputados había trazado su compañero de filas Fernando Amado -seguramente en el mejor discurso de aquella velada-, cuando recordó los escollos que debió enfrentar José Batlle y Ordóñez al promover la secularización o el divorcio: «Todo lo nuevo, todo lo diferente es visto como enemigo, y así comienzan a aparecer las encendidas argumentaciones en defensa de la moral y de las buenas costumbres. Es una película vieja».

Tras una reyerta drástica sobre cuestiones reglamentarias, diputados y senadores intentaron sesionar guardando estilo, evitando griteríos o interrupciones. En la Cámara alta se ufanan de ser más ponderados y atinados que los alborotados diputados, una característica que recordó, en la sesión del miércoles, el frenteamplista Jorge Orrico. Si el buen tono es de agradecer, no lo es el promedio del debate, que en líneas generales fue entre mediocre y aburrido, sostenido básicamente por el suspenso sobre el desenlace. No hubo discursos descollantes, de esos que quedarán grabados a fuego. La esgrima verbal alcanzó, sin embargo, picos apasionados. Durante el debate inicial en Diputados, el nacionalista Gerardo Amarilla sorprendió al sindicarse como el principal discriminado en la polémica y aludir al «freudomarxismo» y «la satanización del matrimonio de hombre y mujer». Hasta el ex presidente Luis Alberto Lacalle fue más cauto: apenas se detuvo en la defensa del término «matrimonio» y algunas alabanzas a «la maravilla de la creación», producto de la unión entre el hombre y la mujer. Y es que, en general, los cruzados contra el proyecto trataron de ahorrar argumentos trogloditas trillados con anterioridad. Se amarretearon las advertencias, onda Mirtha Legrand, sobre los peligros de perversión de eventuales parejas adoptantes de un mismo sexo. Primó la mención al respeto a las minorías, aunque algunos senadores, traicionados quizá por su idiosincrasia, se fueron de boca. Otra vez Amarilla fue quien estuvo más cerca de merecerse «la roja»: acusó a los representantes de la sociedad civil de «terroristas aislados que denuncian sobre homofobia ante cualquier opinión discordante sobre el tema». Tan rústico fue que le enmendaron la plana algunos integrantes de su propio partido. Otros se llamaron a silencio. A la cabeza de esta troupe, Luis Lacalle Pou, el único presidenciable en sala.

Quienes votaron por la afirmativa, en general, no pudieron trascender los argumentos acumulados en el debate público y mediático. Aníbal Pereyra, del Movimiento de Participación Popular, se robó los aplausos de las barras cuando leyó la carta enviada al Senado argentino de un joven hijo adoptado de una pareja homosexual que en su momento publicó el diario La Nación: «Por favor señores senadores, los gays se van a casar entre ellos, no tengan miedo, no se van a casar con ustedes». En su nombre fundó su voto y lo fundó bien. El colorado Fernando Amado se valió de un argumento costumbrista digno de repetición. Hizo hincapié en los muchos homosexuales anónimos que, estigmatizados e invisibilizados por las reglas legales y sociales, siguen siendo discriminados en varios ámbitos, incluido el legislativo. Al respecto, preguntó: «¿No les parece raro que de los 130 legisladores no haya ninguno homosexual?». Él mismo se respondió: «¡Por supuesto que los hay!, pero la presión no permite decirlo». Este cronista lo confirmó: una vez votado el proyecto en Diputados, no faltó quien en los pasillos o los ascensores hiciera luego algún chiste relacionado con el tema. «Están tus novios ahí arriba», susurró un mozo palaciego a uno de los secretarios de la Cámara. Si el del Parlamento fue un hito por la libertad y la igualdad, por la fraternidad aún queda demasiado por hacer.

La gravitación política de la jerarquía de la Iglesia Católica goza de muy mala salud. Impactó la ausencia de referencias a la religión, a Dios, a la fe. La huella de la laicidad, sospecha este cronista, aún permanece indeleble en Uruguay. El palo eclesiástico careció de inteligencia para no mostrarse como un emblema medieval aunque, puesto uno en el sitio de su liturgia retórica, ¿qué hubieran podido hacer, diferente de gritar más alto? Callarse está bien, y tratar de negociar alguna cosa por debajo de la mesa. Pero eso no va con su espíritu reaccionario. Se sabe de cruces muy fuertes entre los monseñores que tenían claro lo inevitable de la derrota, dispuestos a transar condiciones de rendición, y los finalmente triunfantes, que quisieron apostar al todo o nada. El contexto potencia el valor de la amplia victoria cultural lograda en el imaginario ciudadano. Y también el coraje de los cristianos de ley que contrariaron a los popes de la institución a la que pertenecen. Por citar un ejemplo, el del diputado suplente por Cerro Largo, Federico Ricagni, de veintipico de años, que en la primera vuelta pidió al titular de la banca, Pedro Saravia, votar el proyecto. Lo hizo en nombre de los jóvenes de su partido, de los que hasta hace poco fue presidente. El miércoles, cuando los diputados debían aprobar las modificaciones del Senado, Saravia no le concedió la misma posibilidad. «Le había pedido a mi titular para estar, porque esto es histórico. Hoy, mi titular votó en contra. Me deja un sabor amargo. Hay un cambio de cabeza, esto honra al Uruguay, que se pone a la vanguardia sudamericana. Fue histórico. Me hubiera gustado votar», contó ayer a Brecha. Como Ricagni, una nueva generación asoma entre el mármol legislativo. Y ningún partido está exento de ese tránsito saneador. Sobran ejemplos: Valeria Rubino (la primera diputada que se asume como lesbiana), Sebastián Sabini, pisando con sus championes All Star la alfombra roja, o el colorado Nicolás Ortiz de Lucía, que en setiembre pasado acompañó la Marcha de la Diversidad y que el miércoles prestó su voto favorable.

¿Y la izquierda? Ni el pluralismo ni la apertura eran características propias de la izquierda clásica, que tendía a ignorar a las minorías, prestaba poca atención a las demandas particularistas y nunca contempló a la discriminación como un verdadero problema. Sobran ejemplos en el vecindario latinoamericano. El caso más interesante es, sin dudas, el de Cuba. En 1961, dos años después de la toma del poder, el gobierno de Fidel Castro lanzó una serie de redadas masivas en La Habana con el objetivo de detener, según la documentación oficial, a pederastas, prostitutas y homosexuales. Este proceso llegó a su punto máximo en 1965, con la organización de las unidades militares de ayuda a la producción, que funcionaron como campos de trabajo forzado para aquellos considerados «antisociales», entre los que figuraban militantes católicos, testigos de Jehová y homosexuales. Detrás de estos ejemplos aparentemente aislados hay un hilo invisible, un motivo estructural por el cual los ciclos de transformación más radical del siglo xx latinoamericano excluyeron sistemáticamente este tipo de planteos: me refiero a la idea, propia de un izquierdismo superficial, de que la igualación económica acabará de manera mecánica con todas las demás inequidades, y que, por lo tanto, cabe sólo ocuparse de esta primera y fundamental desigualdad, pues el resto viene después, automáticamente. Uruguay no fue la excepción. Conocida es la represión que buena parte de la izquierda ejerció sobre los homosexuales. Por supuesto, sería injusto reclamarles a los viejos comandantes revolucionarios que se pusieran al día con demandas como la del reconocimiento a las minorías sexuales o la aceptación de la diversidad. Pero en todo caso, el debate en el Senado tuvo su momento reparador cuando el comunista Eduardo Lorier, en un encendido discurso, se puso el sayo, y esbozó una autocrítica del maltrato infligido a la comunidad gay.

Fernando Frontán, pionero en la lucha por la igualdad desde que allá por los noventa se puso la camiseta de Homosexuales Unidos, dijo, ya en los festejos, que «la de mañana va a ser una sociedad mejor». De eso se trata, de un tránsito imprescindible, sanador, que abre un nuevo escenario. No es el fin de nada, menos que menos de la estigmatización, el prejuicio o el maltrato al diferente. Es un inicio, en un estadio superior. Lo demás, que incluye el fluir vital de nuevas familias y modificaciones a las leyes, está por hacerse. La política siempre guarda ese plus que se puede experimentar ante el triunfo final de una idea, de una sociedad. Y de pronto, sin que nadie lo esperara, las viejas palabras vuelven a tener sentido. Las palabras tan manoseadas, tan gastadas, se pueden repetir como una declaración de amor: ¡Igualdad!, ¡igualdad!, ¡igualdad! Es la emoción de la política, de una epifanía común, de un cambio histórico. Y ni siquiera tiene tanto que ver con el matrimonio. Tiene que ver con que una parte de la sociedad ahora existe. Es. Está. Y lo que es mejor: con la certeza de que si esto fue posible, si la sociedad civil organizada ha podido atravesar en conjunto ese corsé de hierro al que someten la pacatería y la violencia moral de ciertas religiones, muchas cosas más serán posibles. Sobre todo cuando hay un río de voluntades empujando la corriente.

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