Durante algunos meses en el año 2015 Guatemala vivió una situación especialísima. Algo inédito en toda su historia, que incluso no se había dado de esa forma, con tanta fuerza, en el momento más alto de su politización y avance del campo popular durante la Revolución de 1944. Luego de años de desmovilización, de letargo […]
Durante algunos meses en el año 2015 Guatemala vivió una situación especialísima. Algo inédito en toda su historia, que incluso no se había dado de esa forma, con tanta fuerza, en el momento más alto de su politización y avance del campo popular durante la Revolución de 1944. Luego de años de desmovilización, de letargo político, más aún: de miedo y parálisis en ese ámbito producto de una sangrienta represión en estas últimas décadas (245 mil muertos durante el conflicto armado interno, mensaje de terror que actualmente está presente: «no meterse en babosadas»), más los planes de capitalismo salvaje (neoliberalismo) que intentaron terminar con toda expresión de protesta, se rompió ese largo sueño de desinterés y apatía. La población, más allá de todas las consideraciones que puedan hacerse al respecto, despertó. Eso permitió ver el profundo malestar existente en la sociedad en su conjunto.
De todos modos, fue un despertar dudoso, llamativo. Sin dudas existía un malestar latente en la sociedad (malestar que continúa al día de hoy), el cual pudo dispararse con una pequeña chispa; para el caso, el hacer públicos determinados hechos de corrupción. Pero ese malestar, tan grande como pasajero, debe ser analizado con precisión. ¿Por qué el calor que se desató en aquel entonces, aparentemente con fuerza volcánica, se disipó luego no abriendo paso a una profundización del descontento?
Ahora puede quedar más claro que lo sucedido en el 2015, aunque fue muy emotivo movilizando efectivamente a muchos sectores, era una jugada preparada como pieza maestra de laboratorio, donde la población clasemediera urbana fue la elegida por la geoestrategia de Washington como ratita de laboratorio para «sacar a la calle» (¡a tocar vuvuzelas y cantar el himno nacional, y de ahí no pasar!), y practicar políticas que luego se aplicarían en Brasil y en Argentina. Políticas que, para la Casa Blanca, por cierto fueron muy efectivas.
En otros términos: la supuesta lucha contra la corrupción («supuesta», dado que la corrupción no terminó ni va a terminar) se evidenció como algo que moviliza mucho, es efectiva (efectista), toca arraigados sentimientos morales y permite una reacción casi visceral de la población. De ahí que, luego de la experiencia piloto de Guatemala, el gobierno estadounidense pudo utilizarla para crear climas propicios para quitarse de encima los gobiernos «díscolos» de Brasil (Lula y Dilma Roussef) y Argentina (Cristina Fernández). Lo que es evidente es que la corrupción, como gran calamidad social, mueve pasiones y enciende protestas, sirviendo para no atacar las causas de fondo de la pobreza y la exclusión social, que no son otras que el sistema capitalista. La corrupción es simplemente un efecto de esa estructura de base.
Puede verse ahora que en el 2015 hubo mano de la embajada estadounidense, como agenda preparatoria del Plan para la Prosperidad de Centroamérica que vendría luego (cosa que no sucedió finalmente, al cambiar el gobierno demócrata con la aparición del republicano Donald Trump).
Luego de décadas de inmovilismo político, de desmovilización y desmotivación por los problemas sociales, ese resurgir popular, masas de gente en la calle y un ácido sentimiento anti-gobierno, pudo haber despertado expectativas de cambio más profundo. ¿Por qué no esperarlas, si es que se sigue pensando que «la historia no terminó», como ampulosamente se quiso hacer creer algunos años atrás con la caída del campo socialista europeo? Por supuesto que estas movilizaciones motivaron sanas esperanzas de cambio, de ahondamiento de las protestas, de agendas más politizadas. Pero no hay organización popular muy consistente aún (la represión del pasado dejó ese efecto), no hay izquierda que pueda liderar ese descontento.
Preguntémonos al respecto: ¿cayó el corrupto binomio Pérez-Baldetti por la movilización ciudadana? Sí y no. Además de la gente en la calle presionando, había una movida política palaciega (para eso vino en su momento el vicepresidente estadounidense, mientras el embajador Todd Robinson tenía un papel preponderante en la iniciativa), utilizándose el descontento ciudadano para amplificar la protesta y mostrándolo como espontáneo. También la gente abrió algo más los ojos con todo eso. Sin dudas, el calor político del 2015 permitió algunos cambios; por ejemplo, la aparición de una nueva AEU en la Universidad de San Carlos, y la politización de grupos juveniles que habían permanecido en silencio durante largo tiempo. Pero la situación de injustica social permanece, y la corrupción, por supuesto, no terminó.
La cuestión sería: ¿cómo hacer para mantener ese espíritu rebelde e ir más allá de la corrupción? Ojalá quienes lean esto tomen la pregunta como provocación para encontrar las respuestas. ¿Por qué no seguir protestando por?:
• Los salarios de hambre (el salario mínimo cubre apenas un tercio de la canasta básica)
• La nueva medida gubernamental que permite la contratación por tiempo parcial (explotación llevada al límite)
• Las empresas mineras que siguen operando sin permisos
• El robo de ríos por las empresas hidroeléctricas
• La virtual esclavitud en las empresas maquiladoras (inclúyase call centers)
• Las condiciones de trabajo paupérrimas y de sobre-explotación de los obreros cañeros en la Costa Sur
• Las tropas de Estados Unidos acantonadas en el país
• El racismo que sigue condenando a la mitad de la población («Seré pobre pero no indio»)
• El patriarcado, que condena igualmente a la mitad de la población
• El doble discurso hipócrita (no se acepta el matrimonio homosexual, pero la calle está llena de personas trans que ofrecen servicios sexuales para «machos» dizque heterosexuales)
• El analfabetismo que sigue habiendo (15% de la población)
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