Desde hace años, con los planes neoliberales imperantes y con la desmovilización político-ideológica fabulosa que se vive como producto de un proceso represivo único en Latinoamérica (200.000 muertos y 45.000 desaparecidos), parece inconcebible protestar. En muy buena medida, ya nos hemos acostumbrado a agachar la cabeza, a resignarnos. ¡Cultura del silencio!, pudo llegarse a decir. […]
Desde hace años, con los planes neoliberales imperantes y con la desmovilización político-ideológica fabulosa que se vive como producto de un proceso represivo único en Latinoamérica (200.000 muertos y 45.000 desaparecidos), parece inconcebible protestar. En muy buena medida, ya nos hemos acostumbrado a agachar la cabeza, a resignarnos. ¡Cultura del silencio!, pudo llegarse a decir. Cultura de la resignación, de la pura sobrevivencia.
Sin dudas, todo eso es cierto. El terror incorporado que dejó en cada habitante la feroz represión de estas décadas, la impunidad dominante, la violencia delincuencial que campea exultante sirviendo, entre otras cosas, como disuasivo de intentos organizativos (¿otra virtual guerra civil no declarada que mantiene bajo control a la población?), todo eso fue sacando de la agenda cotidiana la idea de lucha, de reivindicación, de alzar la voz. Pero como cantó Fito Páez: «¿quién dijo que todo está perdido?»
Recientemente, mientras los sectores de poder tenían obnubilados a buena parte de la población planetaria con ese circo romano moderno que es el Mundial de Fútbol, entre gallos y medianoche el Congreso de la República sancionó el «decreto 19-2014 Ley para la protección de obtenciones vegetales», popularmente conocido como Ley Monsanto, por ser esta multinacional una de las principales beneficiarias de la medida legislativa.
En síntesis, esta artera maniobra, hecha a espaldas de todos los habitantes del país, en secretividad y aprovechando un momento en que la atención general estaba concentrada en este distractor del fútbol, atenta contra los pequeños agricultores, base de la economía nacional, por cuanto otorga patentes para especies vegetales a algunas grandes multinacionales (Monsanto, Dupont, Syngenta, Duwest, Bayer, entre otras) en desmedro de la gran mayoría campesina. Y más aún: pone en riesgo la seguridad alimentaria de la nación, en tanto se podría pasar a depender de alimentos transgénicos producidos por estas empresas extranjeras.
La maniobra no es novedosa en estas latitudes: muchos países de Latinoamérica, en nombre de los tratados del supuesto «libre» comercio, se ven forzados por estas gigantescas corporaciones multinacionales a quedar a expensas de los productores de materiales transgénicos. Las tradicionales agriculturas de sobrevivencia, y por ende las enormes masas de población que viven de ellas, se ven forzadas a entrar en una lógica comercial que los aniquila como sector. La seguridad alimentaria de los países, por tanto, se ve severamente dañada. «Controla el petróleo y controlarás las naciones, controla los alimentos y controlarás a los pueblos», había expresado en 1974 el ¿¡Premio Nobel de la Paz!? Henry Kissinger, ideólogo principal de las posiciones más agresivas del gobierno estadounidense, adalid justamente de esas multinacionales.
Hoy, con un mundo neoliberal manejado con criterios absolutamente mafiosos por un grupo de gigantes corporaciones, esa frase toma cuerpo, se hace palpable realidad. Los diputados guatemaltecos se encargaron de darle vida legal en estas tierras.
Pero, insistamos: ¡no todo está perdido! La reacción popular ante tamaña injusticia no se hizo esperar apenas conocida la medida. Se sucedieron las protestas, y al menos de momento la Corte de Constitucionalidad debió ponerle un freno a la maniobra legislativa.
La ley no se ha terminado de derogar. Quizá no se logre eso (la experiencia reciente con el juicio del general José Efraín Ríos Montt, condenado por delitos de lesa humanidad y liberado casi inmediatamente a consecuencia de las presiones de los grupos de poder económico no es un buen antecedente). Pero no hay peor lucha que la que no se hace.
Nadie dijo que la lucha por un mundo más justo sea fácil, rápida, con el éxito asegurado de antemano. La lucha implica sufrimiento, golpes, avances y retrocesos. Pero esa es la historia de nuestra especie: cada pequeña mejora que se consigue en términos sociales, se lo hace a costa de enormes sacrificios.
Esta medida de la Corte de Constitucionalidad, que no es la derogación de la Ley sino la suspensión temporal de algunos de sus artículos, no constituye de momento un triunfo definitivo. Pero sin ningún lugar a dudas significa que el movimiento popular no está derrotado, que sigue vivo, y que las ansias de justicia no han muerto. Y más aún: ¡marca un camino por donde transitar! ¿Quién dijo que todo está perdido?
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