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Costa Rica

Todos íbamos a ser «desarrollados»…

Fuentes: Con Nuestra América

No deja de sorprender que en países como Costa Rica y Chile los discursos y las aspiraciones de sus dirigencias políticas sigan rastreando El Dorado del «desarrollo» en medio de recetas y modelos neoliberales fracasados, que en ningún lugar de la Tierra han conducido a la construcción de sociedades más justas ni realmente democráticas, en […]

No deja de sorprender que en países como Costa Rica y Chile los discursos y las aspiraciones de sus dirigencias políticas sigan rastreando El Dorado del «desarrollo» en medio de recetas y modelos neoliberales fracasados, que en ningún lugar de la Tierra han conducido a la construcción de sociedades más justas ni realmente democráticas, en el sentido más amplio y emancipador que se le pueda dar a este concepto.  

«Todas íbamos a ser reinas,
 / y de verídico reinar; / 
pero ninguna ha sido reina
 / ni en Arauco ni en Copán…» Gabriela Mistral


La utopía neoliberal, esa que concibe el «desarrollo capitalista» como la etapa final de la evolución de las formaciones sociales; al libre comercio y la apropiación privada de la riqueza pública como el único camino posible hacia tal objetivo; y a la sociedad de mercado como el espacio natural para la consolidación de la cultura del consumo y la despolitización de los ciudadanos (sustituidos por el emergente ciudadano consumidor neoliberal), todavía goza de buena salud en América Latina… para desgracia de los pueblos que padecen tales aventuras modernizadoras.

A pesar de los rotundos fracasos del neoliberalismo en nuestra América, que provocaron enormes fracturas políticas, sociales y culturales en la región desde finales de los años 1990 y principios del siglo XXI; a pesar de las crisis que hoy sacuden a los países del sur de Europa; y a pesar, incluso, de la probada inviabilidad del neoliberalismo no solo en términos socioeconómicos, sino también en el plano civilizatorio, las oligarquías latinoamericanas y los nuevos grupos político-empresariales asociados a los negocios globales, se aferran dogmáticamente a su ideario.

Ayer fue Carlos Salinas de Gortari, el presidente mexicano que a mediados de los años noventa auguraba el ingreso triunfal de México al primer mundo, al exclusivo club de los países desarrollados, a partir de la firma del TLC con Estados Unidos y Canadá, y la aceptación del país como miembro de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE) y de la Alianza Asia-Pacífico (APEC). No hace falta detallar aquí los nefastos resultados que provocó esta política de apertura económica y de entreguismo del patrimonio nacional, y que, en una perspectiva de largo plazo, explican muchos de los problemas de desigualdad social, pobreza, exclusión y violencia que afectan actualmente a la sociedad mexicana.

Hoy, a la vuelta de casi dos décadas de aquella fiebre neoliberal del pensamiento único y el fin de la historia, no deja de sorprender que en países como Costa Rica y Chile los discursos y las aspiraciones de sus dirigencias políticas sigan rastreando El Dorado del desarrollo en medio de recetas y modelos fracasados, que en ningún lugar de la Tierra han conducido a la construcción de sociedades más justas ni realmente democráticas, en el sentido más amplio y emancipador que se le pueda dar a este concepto.

En el país centroamericano, el gobierno de la presidenta Laura Chinchilla espera conocer a finales de mayo la decisión de la OCDE sobre la solicitud de ingreso de Costa Rica como miembro de ese foro. De paso por San José, el presidente de Estados Unidos, Barack Obama, en un gesto quizás excesivamente diplomático, declaró que Costa Rica es «un candidato excepcional» para integrarse a esa organización. Estas palabras bastaron para que La Nación, el diario emblema de la derecha local, pusiera a volar sus delirios primermundistas con un titular de plana completa: OBAMA IMPULSA A COSTA RICA AL CLUB DE LOS PAÍSES RICOS. Pomposa declaración que ignora, muy a pesar de la fotografía de un sonriente Obama, que Costa Rica es uno de los países latinoamericanos donde más ha crecido la desigualdad en el ingreso por hogar en la última década, según informes del Banco Mundial.

Mientras tanto, en Chile, el candidato del oficialismo para las próximas elecciones presidenciales, el exministro de economía Pablo Longueira, no demoró en anunciar como bandera de campaña la tesis de convertir al país suramericano en el primero en alcanzar el estatus de «desarrollado» en América Latina. En tono desafiante, y con una retórica muy semejante a la que se repite sistemáticamente en Buenos Aires, Caracas, La Paz o Quito, acusó a la candidata del Partido Socialista, Michelle Bachelet, de «presentar propuestas de miseria, demagogia y populismo» y sostuvo que es una misión histórica de la derecha evitar que Chile corra «la suerte de otros países latinoamericanos (…) No puede ser que un país que está a punto de alcanzar el desarrollo se pierda esta oportunidad» (ámbito.com, 29-04-2013).

Bien vistas las cosas, ese presente de oportunidades que describen los neoliberales, y los futuros a cuya rescate y salvación convocan a sus huestes, se parece demasiado al pasado de explotación e injusticias que tantos dolores, sufrimientos, sangre y luchas le ha cobrado a los pueblos latinoamericanos, y que por fin, en el siglo XXI, se ha empezado a superar en algunos de nuestros países.

Pero nada de esto entienden la tecnocracia neoliberal ni las élites políticas, sean o no sean gobierno (nada hay tan peligroso como los neoliberales desesperados en la oposición, como bien lo saben en Venezuela): atrapados en sus propias profecías, y en las ceremonias periódicas de autoconvencimiento que realizan sus oficiantes, siguen viviendo, como decía Carlos Monsiváis, en un mundo «donde el fin de la historia se confunde con el culto a Baal», y en el que «identifican la suerte de la minoría privilegiada con el único porvenir concebible, en un orden donde la gloria del capitalismo persistirá siglos después del Juicio Final».

Así, alimentan de ejemplos esa vieja vocación esquizofrénica de la cultura dominante en América Latina, que nos lleva a buscarnos -sin remedio ni solución posible- en el espejo de las experiencias y los modelos ajenos, y a enarbolar como arma de batalla el discurso de la civilización -lo que ciertas élites y tendencias intelectuales imaginan que son o pretenden ser- frente a la supuesta barbarie que representa aquello que realmente somos: ese pequeño género humano, al decir de Bolívar, en el que se acrisolan civilizaciones, culturas, identidades e historias, bajo la tensión permanente de la opresión y la liberación, y no sobre los espejismos de reinos del desarrollo en donde, parafraseando a la querida Gabriela Mistral, nunca nadie reinó, ni en Arauco ni en Copán.

Andrés Mora Ramírez es miembro de AUNA-Costa Rica

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