Corría el año 1990 y el primer gobierno de Alan García estaba a punto de concluir. Se habían realizado ya los comicios programados para ese año, y el Presidente en ejercicio había logrado su propósito: sacando una carta bajo la manga -la candidatura de un casi anónimo profesor de la Universidad Nacional Agraria- consiguió bloquear […]
Corría el año 1990 y el primer gobierno de Alan García estaba a punto de concluir. Se habían realizado ya los comicios programados para ese año, y el Presidente en ejercicio había logrado su propósito: sacando una carta bajo la manga -la candidatura de un casi anónimo profesor de la Universidad Nacional Agraria- consiguió bloquear las aspiraciones electorales del escritor Mario Vargas Llosa, quien le había declarado «la guerra» a partir de la cuestionada Ley de Estatización de la Banca, que muriera de inanición a muy poco de nacida.
Quizá sin darse cuenta, García abrió una cajita de Pandora que lo obligaría -dos años después- a huir con la ropa que tenía puesta, por los techos de su casa, y -segùn dicen- «perseguido a balazos». No obstante, pragmático -e inescrupuloso- pactaría con el «chinito de la yuca» después, para establecer un repudiable y vergonzoso cogobierno que le permitiría usufructuar beneficios y prebendas; y, sobre todo, acumular una no desdeñable fortuna.
En el camino quedaron muchos estropicios -y también muchos crímenes- que golpean constantemente la conciencia ciudadana.
Uno de ellos, fue el secuestro y ejecución alevosa de un destacado profesor universitario: Jaime Cerrón Palomino, Vice Rector de la Universidad Nacional del Centro del país, con sede en Huancayo.
Como se recuerda, el 8 de junio de aquel año, cuando se aprestaba a abandonar su vivienda para acudir a su oficina de trabajo en un vehículo de la Universidad conducido por su chofer Armando Tapia Gutiérrez; Jaime Cerrón fue interceptado por un grupo notoriamente paramilitar que le cerró el paso.
Los atacantes se desplazaban por la zona, unos a pie y otros en una unidad móvil, pero todos provistos de armamento de guerra de uso castrense. A partir de ese momento tanto el Vicerrector, como el conductor de la unidad móvil, recibieron similar trato, y tuvieron el mismo desdichado fin.
La avenida Catalina Huanca -en las inmediaciones del hoy Parque «Mártires del Periodismo»- fue el escenario de un hecho que resultó punto de partida para otras acciones del mismo corte.
A partir de entonces, en efecto, en Huancayo y en general en todo el departamento de Junín y gran parte de la zona central del país, se sucedieron acciones similares que dejaron una dolorosa estela de muerte y que alcanzaron a profesores y estudiantes universitarios; pero también a campesinos y otros pobladores de zonas rurales, y aún urbanas.
Por eso se dijo desde un inicio que el operativo contra el profesor Cerrón Palomino revestía el carácter de un crimen simbólico. Abrió paso al accionar de Comandos de Acción que, bajo la orientación de la Región Militar, segaron la vida de decenas de peruanos haciendo uso de lo que fuere denominado «el terrorismo de Estado».
En el caso, la perversa conducta militar se vio agravada por un hecho insólito: tres días después de ocurrido el secuestro -el 11 de junio- elementos no identificados tomaron contacto con la familia del intervenido, y le aseguraron que lo tenían con vida, y en su poder; y que estaban dispuestos a restituirlo al hogar a cambio de una suma de dinero: 20 millones de Intis, fue el monto requerido por los «secuestradores».
Aunque la familia no dio pábulo a esa evidente maniobra, entre los académicos de la Universidad cundió la idea de reunir un fondo para tentar el «canje», exigiendo, al mismo tiempo, evidencias que confirmaran la vida de la autoridad universitaria.
Y en medio de un clima de protesta cívica, que se gestara desde las aulas universitarias, fue promovida una Marcha Ciudadana para el 18 de junio, convocatoria que, finalmente, tuvo la virtud de poner en evidencia la naturaleza criminal de lo ocurrido.
En efecto, el 17 de de junio las autoridades dieron por «encontrados» los cuerpos de Cerrón Palomino y Tapia Gutiérrez. Ambos habían sido brutalmente golpeados, y finalmente acribillados.
Aunque la opinión pública huancaína nunca creyó que el hecho tuviera los ribetes de una extorsión; las autoridades y varios medios de comunicación pretendieron distorsionar los hechos salvando la responsabilidad militar de sus autores, que fluía evidente.
De hecho, el Comando Político Militar de la Zona había realizado diversas acciones de corte terrorista. Algunas de ellas, se habían atribuido a Sendero Luminoso, pero era claro que en la región operaban otros destacamentos armados. Su «técnica» consistía en actuar con descaro adjudicando sus crímenes a la estructura terrorista, a fin de asegurar su propia impunidad.
Así ocurría con el Comando Rodrigo Franco, de innegable factura alanista. Este grupo inspirado por la cúpula aprista de entonces -el propio García y su lugarteniente más conocido, Agustín Mantilla- operó en Huancayo por iniciativa de los dirigentes de ese partido, entre los que resaltaba el entonces congresista Abdón Vílchez Melo y su hija Nidia, que sería Ministra en la segundo gobierno de García, así como un oscuro personaje -Huamán Alacute- que se movía a la sombra de ambos.
Fue ese comando el que en ese periodo atacó la sede de la Universidad del Centro, para disolver una manifestación opositora. En la circunstancia, fue asesinado un joven militante comunista: Santos Huamaní Caballa, cuya muerte nunca fue investigada ni sancionada.
En esa etapa de la vida nacional se hizo uso de una modalidad hasta entonces inédita: los Paros Armados, que se atribuyeron falsamente a Sendero, pero que sirvieron para sembrar el terror en las poblaciones y sega la vida a todos los que, en la coyuntura, buscaba eliminar el Estado Terrorista.
La «técnica» de los Paros Armados, era muy simple: Se deslizaba un papel a a una cabina de radio de la ciudad, informando que, en determinada fecha, ocurriría un «Paro Armado» convocado por SL. El resto, venia sólo: los locutores de radio se encargaban de difundir «la noticia», que era inmediatamente tomada por la prensa escrita y televisada. En pocas horas, todo el país sabía que en Huancayo ocurriría un «Paro Armado».
Para «no arriesgar» a los escolares, el Ministerio de Educación suspendía las laborales escolares «el día del Paro Armado»; la Cámara de Comercio suspendía las actividades del rubro; la Sociedad de Industrias, disponía el » cierre de las fábricas», para evitar disturbios que afectaran a sus trabajadores; la policía redoblaba la vigilancia; y el Comando Político Militar disponía de la movilización pública de sus unidades operativas para «prevenir desmanes». Con la adhesión de las autoridades en todos los niveles, el «Paro» era un éxito y el «prestigio» de Sendero subía como espuma: las condiciones para la represión asomaban óptimas.
Así fueron los «paros armados» de Sendero en distintas regiones del país y también. En el marco de uno de ellos, fue asesinado el dirigente sindial textil Enrique Castilla, de la «Unión Limitada», cuya muerte -nunca investigada- también fue atribuida a SL.
Han pasado ya 26 años del asesinato de Cerrón Palomino. El Comando Político Militar que operó en Huancayo en aquellos días, fue puesto en evidencia y denunciado, pero nunca sancionado. La sangre de las íctimas de ese horrendo crimen, sigue estando fresca.
Todos sabemos que la justicia, aunque tarde, pero finalmente llega. Y así ocurrirá también en este caso que enlutó la vida universitaria, y dejó una estela imborrable de dolor en muchos corazones.
Gustavo Espinoza M. Colectivo de dirección de Nuestra Bandera
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