Aunque en política no siempre las coincidencias sugieren escenarios negativos, ocurre que muchas veces dejan un mal sabor y asoman como oscuros eslabones en la historia de los pueblos. La noche del jueves 21 tuvimos una coincidencia ingrata. Mientras los noticieros de la TV mostraban al Presidente Humala en la cumbre escarpada de un cerro […]
Aunque en política no siempre las coincidencias sugieren escenarios negativos, ocurre que muchas veces dejan un mal sabor y asoman como oscuros eslabones en la historia de los pueblos.
La noche del jueves 21 tuvimos una coincidencia ingrata. Mientras los noticieros de la TV mostraban al Presidente Humala en la cumbre escarpada de un cerro inhóspito dando como «buena nueva» el hecho que la minera Newmont hubiera «acogido» las propuestas de su administración para el efecto de la cristalización del proyecto Conga; la policía reprimía con particular dureza y crueldad a miles de pobladores de Cajamarca que, en distintos lugares de la ciudad, se expresaban en rechazo a la minería ofertada.
Dos imágenes contrapuestas de un país en crisis, por cierto. Pero también dos expresiones del drama social que envuelve a los peruanos y que seguramente quedará como un legado trágico para que lo encaren y resuelvan las nuevas generaciones.
El Perú, históricamente fue un país minero. En unos años -en los tiempos de «la Patria Nueva» por ejemplo- fue agrario- minero. Y después, con la impronta velasquista, se convirtió en minero-industrial. Pero siempre minero, porque la minería generó ingentes riquezas. Eso, por cierto, hoy no lo discute nadie.
El tema es otro: ¿A quién beneficiaron esas ingentes riquezas? ¿A los millones de campesinos que habitan en nuestras zonas rurales y que carecen de agua, luz y otros servicios básicos? ¿A los centenares de miles de niños desnutridos que pasan hambre y miseria en las más desoladas aldeas? ¿A los analfabetos que nunca pudieron ir a la escuela a adquirir los más elementales conocimientos? ¿A los millones de desempleados y subempleados que soportan diariamente los efectos de la crisis? Ciertamente que no.
Esas riquezas beneficiaron, en primer lugar, a los grandes monopolios que explotaron nuestros recursos y se llevaron los tesoros del Perú en unos casos para usufructuar de ellos, y en otros para usarlos como materia prima a fin de fabricar productos industriales, o armas, que nos vendieron a nosotros mismos o que les sirvieron en distintos escenarios bélicos en el mundo contemporáneo. Pero también benefició a los pequeños grupos de Poder -a los empresarios nativos- que vivieron a la sombra del capital extranjero, que muchas veces fueron testaferros de intereses foráneos, pero que acumularon fortunas desmedidas para tener mansiones y lujos en desborde.
Y claro, a los gobernantes de siempre. A los que en la cúpula del Poder, a través de distintas administraciones formales, aplicaron políticas contrarias a los intereses del país y gracias a las cuales se pudo perpetuar un sistema oprobioso de explotación y miseria.
Hoy día en el Perú, las empresas mineras que operan en nuestro suelo y subsuelo, son muy poderosas. De las 10 empresas que registraron más altos ingresos en el 2011, 5 fueron del sector, y alcanzaron utilidades por valor de 13,000 millones de dólares. Las más importantes: Antamina, Southern, Cerro Verde, Buenaventura y Barrick, son extranjeras o están asociadas a capital foráneo. Se llevan ingentes sumas de dinero, a más de oro, plata y todos los minerales. Pero, además, y precisamente para asegurar sus inversiones, corrompen descaradamente no solo a gobernantes, sino también a políticos, a periodistas, a funcionarios de distintos niveles, a los que virtualmente «compran» para que hagan campaña en su provecho.
Contra esa realidad ha luchado en distintos y modestos lugares el pueblo peruano. Y contra ella se han alzado las poblaciones en Arequipa o en Puno, en Huancayo o en Piura, en Chimbote o en Jaén, en San Martín o en Bagua, en Andahuaylas o Cusco. En todas partes de este país inmenso y rico, han surgido las voces de reclamo orientadas a cuestionar la injusticia y el drama que, literalmente envuelve -en uno u otro lindero- a los treinta millones de peruanos.
De estas poblaciones, la de Cajamarca ha aportado una inmensa dosis de sacrificio y heroísmo en esta lucha, que lleva varios años de empeñosa fatiga. La batalla que hoy se libra, tiene antecedentes. Y ellos viven inscritos en la historia y la nutren con la fortaleza y el arrojo del que hacen gala quienes asoman ahora en la misma plaza en la que fuera capturado el Inca Atahualpa hace quinientos años por los voraces conquistadores llegados desde lejos.
Curiosamente, el motivo de la pelea es el mismo: la disposición del oro, ese producto de la tierra que las poblaciones originarias de nuestro continente usaron como adorno, y que los nuevos visitantes consideraron mercancía.
El Inca ofreció a los españoles un cuarto lleno de oro y dos de plata, a cambio de su libertad. Ellos se apoderaron de la riqueza, pero dieron muerte al caudillo del Imperio. Hoy, la Newmont habría obrado de idéntica manera. Se apoderaría de todos los tesoros, y dejaría una huella de muerte y destrucción en nuestro suelo.
Eso es lo que explica ahora la lucha del pueblo de Cajamarca. Valerosa, aguerrida, sacrificada, resuelta. Y es lo que debiera concitar adhesión de multitudes, más que la grita oportunista de quienes se sienten convocados en un instante de exaltación y de algarada. El pueblo de Cajamarca está escribiendo hoy una leyenda que servirá como imperecedera lección a las nuevas generaciones de peruanos en torno a la necesidad de defender y preservar el patrimonio nacional, y no entregarlo al desmedido y voraz apetito de poderosos consorcios.
¿Ha habido errores o excesos en esta lucha? ¿Se han registrado acciones incorrectas, injustas, indebidas, incompatibles incluso con la generosa voluntad de combate de las poblaciones? Sin duda que sí. Llegará el momento -más adelante- en el que será preciso deslindar los campos y señalar aciertos y errores cometidos por la Vanguardia, pero también por la base social misma. No con el ánimo de sancionar a nadie ni destituir a nadie; sino con la voluntad de extraer experiencias, corregir deformaciones y asimilar lecciones que habrán de alumbrar los caminos del futuro.
Por ahora, entonces, sólo cabe brindar apoyo irrestricto al pueblo de Cajamarca. Saludar su voluntad de lucha y su heroísmo. Y decir a sus detractores, todos los perros de presa de la oligarquía y la mafia, que ese pueblo podrá no alcanzar sus propósitos en forma inmediata, pero que más allá de los reveses transitorios de su causa, se abrirá para él un camino de victoria. Es muy claro que, como lo reconocen los estudiosos del caso, el tema Conga, no acaba mañana
De esto, debe tener conciencia el propio Presidente Ollanta Humala. En su momento, él también enarboló esa bandera. Y su victoria no consistirá en conseguir que las empresas «se allanen» a sus demandas puntuales, sino en lograr que los peruanos podamos asegurar una riqueza que sirva para acabar con el mundo de miseria que agobia a nuestro pueblo. Y será bueno que comprenda que no se puede andar en la vida regando cadáveres por todas partes. Eso, no lo perdona nadie. Ni el pueblo, que protesta y lucha; ni -como lo demuestra la experiencia guaraní- la mafia reaccionaria que usa el tema con fines aviesos de corte golpista.
Porque constituye una avanzada gloriosa en esta lucha, desde nuestra modesta tribuna solidaria, le expresamos al pueblo de Cajamarca un caluroso voto de confianza. (fin)
Gustavo Espinoza M. Del Colectivo de Dirección de Nuestra Bandera
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