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El caso de la niñez y adolescencia en Guatemala

De cómo la corrupción contribuye a la falta de desarrollo

Fuentes: Rebelión

La situación de la niñez y adolescencia en Guatemala es mala. Y peor aún: con los datos actualmente disponibles, podríamos atrevernos a decir que el futuro no se ve mucho mejor. ¿Habrá que seguir esperando que el Estado cumpla con sus compromisos de atender, no digamos ya priorizar, a estos grupos? ¿Podremos hacer mucho al […]

La situación de la niñez y adolescencia en Guatemala es mala. Y peor aún: con los datos actualmente disponibles, podríamos atrevernos a decir que el futuro no se ve mucho mejor. ¿Habrá que seguir esperando que el Estado cumpla con sus compromisos de atender, no digamos ya priorizar, a estos grupos? ¿Podremos hacer mucho al respecto? Tal vez por allí vamos mal, porque este Estado, tal como está dada la situación (Estado oligárquico históricamente de espaldas al pueblo), no va a cumplir nunca con sus compromisos. Pero se complica más aún la situación cuando vemos cómo ese Estado es manejado por administraciones corruptas que saquean los fondos públicos en su propio provecho.

Tomar la situación de la niñez y la adolescencia aislando ambos grupos puede ser un callejón sin salida. Es decir: estos grupos etáreos -mayoritarios en relación al total nacional de la población para el caso de Guatemala- son parte de un todo complejo como es la sociedad en su conjunto, sociedad empobrecida y dependiente de un capitalismo global donde la prioridad, por cierto, no son niñas, niños y adolescentes.

Ellas y ellos son un eslabón más de una cadena; eslabón importante, sin dudas, pero que no debería verse por separado. Lo que les sucede a estos conglomerados, en tanto grupo particular, tiene valor de expresión sintomática. La suerte que corren es, en definitiva, la misma suerte de la sociedad en su conjunto. Si son olvidados, excluidos y postergados es porque esas son las dinámicas que atraviesan la sociedad. Niñez y adolescencia son una muestra de esas tendencias, de esas asimetrías: hay exclusión, hay postergación de numerosos grupos sociales, hay olvido histórico de las grandes mayorías.

En otros términos: es imposible remediar su situación si no se remedia el todo. Pueden intentarse reparaciones parciales, remiendos. Pero debe saberse que son eso: paliativos. La situación de niñas, niños y adolescentes no puede cambiar estructuralmente si no se dan cambios estructurales.

¿Por qué no cambia su situación a través de las distintas administraciones que manejan el aparto de Estado? Más allá de ciertos cambios circunstanciales para cada administración gubernamental, existen constantes históricas.

Es aquí donde puede verse que no se trata de la mayor o menor eficiencia de un determinado gobierno. Ello puede ser importante en el nivel del detalle puntual, sin dudas, pero la situación de base no cambia. Lo cual permite ver que hay líneas que van más allá de las administraciones de turno.

Observemos, por ejemplo, las tres últimas presidencias. De analizar los tres períodos se desprende que ni durante la presidencia de Oscar Berger ni la actual de Otto Pérez Molina el grupo de niñas, niños y adolescentes fue prioridad en las políticas públicas. Tampoco lo fue durante el gobierno de Álvaro Colom, pero ahí sí se registraron algunos interesantes avances: subió la matrícula de alumnos en educación primaria, por ejemplo; se pusieron en marcha algunos programas sociales con contenido asistencial que ayudaron a mitigar en algo problemas históricos. Se aperturó, entre otras cosas, el Programa de Escuelas Abiertas, que sin dudas constituyó una ambiciosa propuesta para jóvenes. Pero en cualquiera de los períodos la situación estructural no se modificó: niñez y adolescencia, igual que la mayoría de la población guatemalteca, siguió siendo convidada de piedra en el proyecto capitalista neoliberal que rige sobre el país (o sobre el planeta, habría que decir con mayor precisión).

Hay que apurarse a aclarar también que quedarse con la fórmula que todos los problemas coyunturales son expresión de problemas estructurales, tampoco ayuda mucho. Sólo cambiando las estructuras, entonces, podrían cambiar las expresiones sintomáticas -el abandono de niñez y adolescencia por ejemplo-. Sí y no. En cierta forma, es así: el Estado guatemalteco, hecho para servir en definitiva a los grandes grupos de poder que han manejado el país desde siempre, no va a cambiar en su dinámica porque le pidamos que priorice su inversión de otra manera. Los cambios sociales necesitan de profundos cambios en las relaciones de poder. Pero de todos modos, en tanto sociedad civil, aunque no transformemos radicalmente esas relaciones de poder, sí podemos influir en algo. Pedir (o exigir) terminar con el flagelo de la corrupción puede ser un paso muy importante. Son cantidades enormes las que se distraen del erario público que bien podrían servir para atender programas sociales y que, por el contrario, van a parar a cuentas secretas de algunos funcionarios venales.

Ante todo, es necesario puntualizar al menos dos cosas: ¿qué es el Estado y qué representamos nosotros como sociedad civil?

Supuestamente el Estado es la organización que vela por la vida en sociedad de todos los habitantes de Guatemala. En ese sentido, sería el paraguas que cobija a todos por igual, sin distinciones, procurando el aseguramiento de la vida del colectivo, y por supuesto, de una vida digna. Esto dicen, al menos, los manuales de Ciencias Políticas. Por eso aclaramos con la palabra «supuestamente», pues la realidad nos confronta con otra cosa: el Estado es un mecanismo a favor de los sectores dominantes, un aparato que mantiene los privilegios de los más poderosos.

En Guatemala, desde su misma conformación como país hace ya dos siglos, el Estado ha sido el instrumento con que la aristocracia nacional se ha venido manteniendo en el poder. De ahí que sea un Estado dirigido a fomentar la agroexportación de productos primarios (añil en su momento, o algodón luego, azúcar, café, hoy día palma africana), siempre destinados a mercados extranjeros. De ahí también su carácter racista, centrado en la capital y de espaldas al interior, autoritario, con escasos o nulos servicios básicos para la gran mayoría de la población.

En su proyecto de país -agroexportador y dependiente- la lógica que domina es la del manejo de una gran finca. En ese orden, la administración gubernamental de turno no es más que un gerente, un capataz. El Estado es ineficiente para la prestación de servicios básicos (salud, educación, seguridad, infraestructura), pero cuando se trata de defender los privilegios de los grupos poderosos, funciona a la perfección. Prueba de ello es la pasada guerra interna -eufemísticamente llamada conflicto armado interno-, donde los mecanismos estatales sí respondieron, produciendo un holocausto de pueblos mayas y de todo aquel que alzaba la voz con una contundencia total. De hecho, fue la guerra civil más cruenta de todo el continente americano, con una cauda de muertos, desaparecidos y población civil no combatiente masacrada única para la región, lo cual constituye la plataforma para la implementación de los actuales planes neoliberales, con la consecuente parálisis de los sectores populares, despolitizados y maniatados.

De ningún modo puede decirse que ese Estado no es funcional a los intereses de dominación de los grupos poderosos. Que haya desnutrición crónica, analfabetismo, desorganización y muy pobre participación democrática en la población, falten el agua potable o los caminos de penetración en la montaña, es producto de ese bien trazado plan. La clase dirigente (que no es en sentido estricto la casta de políticos profesionales que mueve el aparato estatal) necesita una población sumisa que siga levantando las cosechas; la idea (moderna por cierto, capitalista) de mercado interno e industrialización, lejos está aquí de poder ser una realidad. El Estado-finca sigue inalterable desde hace siglos.

En ese marco ¿por qué sería una prioridad invertir en niñez y adolescencia? Si el proyecto de nación es seguir siendo lo que somos (53% de la población bajo el límite de pobreza, en muy buena medida con rostro maya), ¿qué haría que ese Estado cambiara de buenas a primeras y pusiera en prácticas las recomendaciones de la Convención de los Derechos de la Niñez?

La sociedad guatemalteca vive de la poca o nada tecnificada agricultura tradicional de subsistencia, del comercio informal, de magros salarios que representan apenas la mitad de la canasta básica, de la agricultura de exportación -que hace multimillonarios a apenas unos pocos-, del turismo, de una industria maquilera instalada en el país por las condiciones leoninas que aquí se ofrecen (mano de obra muy barata, no sindicalizada, poca o ninguna regulación medioambiental, paraíso fiscal sin pago de impuestos). Y vive además, en medida creciente, de las remesas (11% del PIB) (OIM: 2010), y del crimen organizado (10% del PIB, correspondiendo un 5% a la narcoactividad) (PNUD: 2011). Es decir: 21% del Producto Interno Bruto del país lo dan actividades no sostenibles, dudosamente o nada dignas, que postergan y hunden cada vez más las posibilidades de generar un desarrollo autónomo, equilibrado y con real potencial. El Estado es la herramienta político-administrativa que legitima todo eso. Valga aclarar que es uno de los Estados más raquíticos de Latinoamérica, con una recaudación tributaria tremendamente baja que apenas llega al 10% del producto bruto, violándose así lo pactado en los Acuerdos de Paz de 1996. Es importante añadir que muchas de los servicios que no brinda el Estado, en estos momentos terminan siendo atendidos -al menos en un determinado porcentaje- por las organizaciones no gubernamentales (ONG’s), en general dependientes financieramente de la cooperación internacional.

Ese es el Estado que tenemos. ¿Estado fallido? Fallido para brindar servicios a la población, pero que no falla cuando se trata de reprimir su protesta. ¿Narcoestado? Quizá. De hecho muchos de los aparatos clandestinos y semiclandestinos nacidos al calor de la guerra contrainsurgente de años atrás nunca se disolvieron, permaneciendo hoy activos, y en buena medida con cuotas de poder político y económico, ocupándose de ciertas actividades ilegales, como contrabando, trata de personas, narcotráfico, tráfico de armas. ¿Estado para todos, o Estado racista y excluyente? ¿Cómo hacer entrar en su agenda una verdadera preocupación por niñas, niños y adolescentes? ¿Se le puede pedir a ese Estado buena voluntad en la aplicación de recetas de derechos humanos? -un Estado especializado en violarlos justamente-.

Algunos organismos internacionales, por ejemplo, recomiendan eliminar el trabajo infantil, cuando un 20% del PIB lo constituye justamente lo generado por ese trabajo. En un país como Guatemala, en muy buena medida el presupuesto familiar se mantiene por ese aporte. Hay ahí, sin ningún lugar a dudas, un dilema, en todo sentido, y no sólo ético: también es político, social, económico. Eso puede llevar a cuestionar el paradigma de los derechos humanos. ¿Debe una niña/o trabajar? ¿Qué recomendar? ¿Erradicar la pobreza? La intención puede ser muy buena, pero… ¿cómo se materializa? Ante todo esto, la migración fundamentalmente, y el delito en menor medida, son siempre salidas posibles para una cantidad de niños, niñas y adolescentes.

Recomendar buenas intenciones puede resultar útil, pero quizá no alcanza para modificar la situación. Es un intento, sin dudas.

Organismos especializados del Sistema de Naciones Unidas han hecho numerosas recomendaciones sobre el tema de derechos humanos al país, y muy en particular para el ámbito de niñez y adolescencia. En el Informe presentado en el 2008 por la Oficina del Alto Comisionado para los Derechos Humanos, el 47% de las 348 recomendaciones emitidas tenían que ver con el eje temático de niñez. Dos años después, en el 2010, el Comité de los Derechos del Niño, luego de analizar los informes presentados por el gobierno de Guatemala con respecto al mismo tema, sigue lamentándose de aproximadamente similares incumplimientos.

Quizá hay que pensar en nuevas estrategias para incidir más efectivamente en estas problemáticas. Los marcos legales son importantísimos, imprescindibles, pero la experiencia demuestra que instrumentos jurídicos solos no terminan de resolver. Hoy por hoy, Guatemala cuenta con una nutrida legislación sobre niñez y adolescencia (Ley de Protección Integral de la Niñez y Adolescencia -LEPINA-, Ley de Adopciones, Convenio 182 sobre las peores formas de Trabajo Infantil de la OIT, Ley contra la Violencia Sexual, Explotación y Trata de Personas, Ley del Sistema de Alerta Alba Keneth, decreto N°. 28-2010 del Congreso de la República). De todos modos, su situación real no ha cambiado sustancialmente, ni en los tres últimos períodos presidenciales, ni en comparación con otros momentos históricos anteriores.

Contar con leyes es importante, pero si luego estas no se operativizan, si no tienen presupuesto para ser puestas en marcha, no sirven. De alguna manera, en tanto sociedad civil, entramos en este juego de apoyar legislaciones y luego quedar esperando las asignaciones presupuestarias que, la realidad lo muestra descarnadamente, nunca llegan. Lo peor es que nada asegura que con la denuncia -la lamentación en algún caso- eso pueda modificarse.

Valga decir que por supuesto hay que apoyar los marcos legales. Eso es imprescindible. Pero eso solo, si no hay espacio político real para darle vida, queda como letra muerta en el papel. Y niñas, niños y adolescentes siguen en las mismas de siempre.

La otra pregunta que abríamos más arriba es en relación a qué hacemos como sociedad civil. Aquí habría que hacer una consideración: si bien es cierto que el término «sociedad civil» puede (debe) ser cuestionado, nos sirve para entender que no somos el Estado. Aunque se repite que el Estado somos todos, que nosotros lo conformamos en tanto población y pagadores de impuestos, la realidad no es exactamente así. El Estado no representa por igual a todos los sectores. El Estado detenta el monopolio de la fuerza (fuerzas de seguridad pública: policía, ejército), y cuando el equilibrio social tiende a romperse, actúa; pero siempre actúa a favor de uno de los polos, lo cual demuestra que no es tan cierto que el Estado somos todos. Si así fuera, ¿por qué no escucha nuestro reclamo y se invierte más en temas tan importantes como niñez y adolescencia, el futuro de la nación? Obviamente porque no le interesa a los reales factores de poder.

Pero dejando de lado esta disquisición, es cierto que la llamada sociedad civil -es decir: el ciudadano de a pie- puede incidir en los destinos de su vida. Al menos un poco. Desorganizadamente tal vez no; si se organiza, puede que sí. Por cierto, hay numerosas formas de organizarse. Hoy por hoy, una de ellas la constituyen las llamadas ONG’s, organizaciones no gubernamentales. Hay que apurarse a aclarar que este tipo de instancias quizá no tienen un potencial transformador real; pero aun cuando su capacidad es limitada, sí pueden incidir en las políticas públicas.

La población en su conjunto no parece haber apropiado aún, al menos de forma sustanciosa, los derechos de niñez y adolescencia como algo de la cotidianeidad; la cultura adultocéntrica y autoritaria sigue siendo dominante. Los avances ideológico-culturales que trae la Convención de los Derechos del Niño no son todavía un patrimonio aceptado, digerido. Más aún: resta mucho por trabajar aún en eso. Y el Estado, definitivamente, no da ninguna seña de querer/poder avanzar en la materia. Sucede, salvando las distancias, como con todo el ámbito de los derechos humanos: es un discurso «políticamente correcto» pero sin mayor operatividad práctica, sin impacto, sin logros en las transformaciones efectivas. Todos tenemos derecho a una vida digna…, pero la mitad de la población está por debajo del límite de pobreza. Seguramente sólo la declaración no basta. «¡Erradicar la pobreza!»… Correcto. ¿Cómo lo hacemos?

De todo ello se puede concluir que la sociedad civil no organizada, la ciudadanía en general, el ciudadano de a pie -para decirlo en otros términos- desconoce, teme y/o ve con desconfianza aún los avances de una formulación como los contenidos en la Ley de Protección Integral a la Niñez y Adolescencia. Sin contar con que hay fuerzas políticas de la actual administración -obviamente conservadoras, retrógradas- que están buscando hacer revertir esa legislación, por considerarla demasiado «vanguardista».

En estos momentos se habla bastante de municipalización. Sin ser la varita mágica que pueda resolver todos los problemas nacionales, ni tampoco los vinculados a niñez y adolescencia, puede resultar una línea interesante de descubrir. Por lo pronto, abre posibilidades. La posibilidad de controlar e incidir directamente sobre los gobiernos municipales locales se facilita desde esta nueva visión. Por tanto estamos convocados a reflexionar y actuar en este nivel de lo local, de lo micro. Dicho de otra manera: desde la sociedad civil organizada en espacios alternativos como son las ONG’s, si bien no se puede cambiar de raíz la situación que genera este estado de abandono y falta de políticas públicas sostenibles en relación a niñez y adolescencia, sí se puede hacer algo. Tal vez un pequeño granito de arena. Pero no hay que olvidar que de granito en granito, de puñadito en puñadito, se hacen las montañas de arena.

Si como sociedad civil puede hacerse algo más que la lamentación de ver cómo el Estado firma leyes que jamás cumple y que no asigna presupuesto allí donde se comprometió a hacerlo, como como actores políticos que somos todos podemos/debemos empezar a pensar nuevas estrategias para intentar incidir -al menos un poco- en estas dinámicas.

Quizá una línea fuerte donde podamos trabajar e incidir es en denunciar la cultura de corrupción que se ha enseñoreado en nuestra cotidianeidad. Si hablamos de «cultura» es porque esa práctica ya ha pasado a ser normal, habitual, cosa de todos los días. No la vemos como algo extraño, pernicioso. Aunque obviamente no son lo mismo, ya están incorporadas como algo habitual «comprar» para una licencia de conducir así como «pedir mordida» (soborno) de un 20% en cualquier obra pública.

Sin dudas, la corrupción es un mal endémico que incide grandemente sobre los presupuestos nacionales. En Guatemala, que ya de por sí tiene una recaudación fiscal muy baja tal como se había dicho anteriormente, perder 31,000 millones de presupuesto por desvíos de fondos es un crimen. De hecho, esa cantidad -31,000 millones de quetzales (cuatro mil millones de dólares)- se fugaron por corrupción del presupuesto nacional desde 1998. Ese monto representa la quinta parte de la suma de las cantidades aprobadas en los últimos 15 años en los presupuestos nacionales para la inversión en obras públicas (157 mil 699 millones de quetzales), calculan el Instituto Centroamericano de Ciencias Fiscales -ICEFI- y la organización no gubernamental Acción Ciudadana.

¿Mejoraría la situación de niñez y adolescencia si no se diera tanta corrupción? Quizá no cambiaría de raíz, y mágicamente Guatemala pasaría a tener los mismos índices socio-económicos que un país nórdico, por ejemplo, o los de Cuba. ¡Pero sin dudas habría una importante mejora! Además de existir un Estado pobre, la corrupción termina de completar el desastre.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.