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Guatemala

El problema de femicidio

Fuentes: Rebelión

En una mañana soleada de abril de 2009, Norma Cruz estaba sentada en la mesa del fiscal de la sala de justicia del decimoquinto piso de la Torre de Tribunales, en la ciudad de Guatemala. Una mujer pequeña de 47 años, de apariencia frágil. No daba la impresión de una persona acostumbrada a las amenazas […]

En una mañana soleada de abril de 2009, Norma Cruz estaba sentada en la mesa del fiscal de la sala de justicia del decimoquinto piso de la Torre de Tribunales, en la ciudad de Guatemala. Una mujer pequeña de 47 años, de apariencia frágil. No daba la impresión de una persona acostumbrada a las amenazas de muerte o a la huelga de hambre. Pero siendo la directora de La Fundación Sobrevivientes, una destacada fuerza en la lucha contra la violencia de género en Guatemala, no es ajena a ello.

Vestida con un elegante traje gris, Norma Cruz esperaba pacientemente con sus manos cruzadas sobre un bloc de notas legal, mientras los observadores entraban en la sala de justicia, entre ellos el embajador de Estados Unidos, Stephen McFarland. Era el día de apertura del juicio por el triple asesinato que la pasada primavera había dejado conmocionado a Guatemala: tres hermanas, Heidy, Diana y Wendy Suruy, de 7, 8 y 11 años respectivamente, fueron encontradas muertas con sus cuellos degollados en el bosque de la pequeña aldea del municipio de San Lucas Sacatepequez. Wendy mostraba signos de violación. Bajo la vigilancia de Norma Cruz, el equipo fiscal había pasado once meses recopilando meticulosamente pruebas en contra de los tres jóvenes acusados del crimen, Moroni Silva, Luis Socoreque, y Axel Cho. Con evidencias concluyentes de ADN, unos 60 testigos y el arma del crimen (un machete), Norma Cruz espera conseguir de manera rápida, condenas definitivas.

Estas pruebas incriminatorias en el caso de los asesinos de las hermanas Suruy son la excepción, no la norma, en Guatemala. Una victoria de la fiscalía solo pondría de relieve los tremendos obstáculos que necesitan ser superados en un país donde la justicia por crímenes contra la mujer es casi imposible de conseguir. Desde el inicio del nuevo milenio, más de 5000 mujeres han sido asesinadas en Guatemala. Para dar una idea de lo que esto significa, podemos considerar que si Guatemala, con una población de 14 millones de habitantes, fuera del tamaño de Estados Unidos, sumaria 110.000 mujeres asesinadas en una década. Las condiciones solo están empeorando con el paso del tiempo. En el año 2000, 213 mujeres murieron por actos violentos en Guatemala, comparado con 720 muertas en el 2009 y 675 en 2010. Lo peor de todo es que sólo el dos por ciento de esos casos han recibido acciones legales. Principalmente las victimas son las «don nadie» de la sociedad, mujeres pobres, en muchos casos indígenas, de familias de pocos recursos y educación. Sus cuerpos son a menudo encontrados mutilados, con signos de violación. Las investigaciones, si es que las hay, son normalmente desmanteladas. «Era prostituta», podría decir un detective si la victima llevara un pendiente en el ombligo o una minifalda. La investigación es cerrada antes de ser iniciada.

Ninguna mujer está a salvo de la violencia: ni niñas, ni amas de casa, ni extranjeras. El alto índice de agresiones contra las mujeres no es un fenómeno aislado de Guatemala – El Salvador y Honduras, por ejemplo, presentan también estadísticas alarmantes – pero ningún lugar en Centro América es peor que Guatemala, donde la política externa de la Guerra Fría estadounidense ayudó a establecer una cultura de violencia devastante que aun hoy persiste. Al mismo tiempo, esta situación hace eco de la realidad de Ciudad Juárez, México, donde el asesinato de aproximadamente 400 mujeres desde 1993 ha atraído mayor atención internacional. Solo que en Guatemala el problema ocurre a mayor escala, y en un lugar menos localizado. Es decir, el simple hecho de ser mujer es una vulnerabilidad a lo largo de todo el país y un peligro en crecimiento.

Si Heidy, Diana y Wendy pudieran ser salvadas de convertirse en un triste número más de las estadísticas de impunidad, esto significaría, primeramente que habrían recibido justicia, pero también sería una declaración urgente y necesaria ante tantos casos que no corrieron la misma suerte, donde los perpetradores aun andan libres.

Mientras el alguacil remolcaba las cajas de cartón cuyo contenido era el caso de la fiscalía, Norma Cruz ofreció una mirada firme y llena de apoyo a la madre de las niñas, Aura Suruy, quien tomó su asiento en la primera fila de la sala. Una mujer humilde de 37 años, con pelo negro y piel rojiza. Aura Suruy, llevaba una camisa rosa con la misma chapa que muchas personas en la audiencia, mostrando la fotografía de las tres hermanas juntas: Heydy, Diana y Wendy, junto a la frase: «Cero a La Violencia Contra Las Mujeres – Si a La Justicia – No a La Impunidad». Momentos mas tarde un murmullo inundó la sala con la aparición de los acusados escoltados por 10 policías armados, que se dirigían hacia el otro extremo de la sala. Un fotógrafo echaba fotografías de ellos. Aunque parecían aturdidos, Silva, Socoreque y Cho estaban acostumbrados a estar en el ojo de los medios.

En mayo de 2009, cuando el crimen ocurrió, la noticia provocó una ola de indignación a lo largo de todo el país, algo verdaderamente sorprendente en un país como Guatemala, tan acostumbrado a la violencia. Durante sus 36 años de Guerra civil, que finalizó en 1996, unas 200.000 personas fueron asesinadas o desaparecieron. Muchas de ellas perecieron en terribles masacres perpetradas por las fuerzas del Estado en una campaña genocida en contra de las comunidades indígenas, bajo la bandera de lucha contra el comunismo. Desde que los acuerdos de paz fueron firmados entre la guerrilla y el gobierno, Guatemala ha visto como sus esperanzas de paz se iban diluyendo. La corrupción está generalizada, la impunidad judicial es la norma, el narcotráfico ha proliferado, al igual que las maras y las pandillas. Todo ello combinando en la construcción de una cultura de violencia incluso mas perniciosas que la del pasado. Unas 18 personas son asesinadas al día en Guatemala, una cifra escandalosa tratándose de un país tan pequeño. Muchas personas afirman que el país era mucho más seguro durante el conflicto armado, incluso en sus periodos más violentos. Este hecho nos lleva a la brutal ironía del florecimiento del asesinato de mujeres: es un resultado de la paz – o «la paz».

Esta situación tan preocupante es difícil de comprender, pero los guatemaltecos lo hacen cada día. Cuando los acuerdos de paz se firmaron en 1996, el pueblo sabía que el establecimiento de una democracia verdadera y moderna era un proyecto desafiante, pero a la misma vez reinaba la esperanza hacia el futuro. Las instituciones cívicas, sin embargo, han demostrado ser muy susceptibles al pasado. El aparato de seguridad del Estado, la institución responsable de tantos años de terror en el país, sigue incrustada en el gobierno y constituye la columna vertebral de los «poderes ocultos«, una red poderosa de delincuencia establecida como piedra angular de la sociedad civil, que se deleita con la corrupción y la impunidad. Es indignante la escasa respuesta legal que ha habido hacia los crímenes cometidos durante el conflicto civil, un precedente que ha demostrado a los asesinos que la justicia no es algo que hay que temer.

Con estos procesos de desarrollo emergiendo como los factores que definen a la paz , no es de extrañar que los guatemaltecos normalmente reaccionen con indiferencia ante las noticias de violencia macabra. Se trata de un mecanismo de supervivencia emocional. Sin embargo, el asesinato de las hermanas Suruy logró sobrecoger a la gente fuera de su resignación, enviando al público a un periodo de dolorosa auto-reflexión. Un reportaje del caso publicado en el Periódico tres meses después de los asesinatos provocó una cascada de respuestas en la página Web del periódico, donde muchas personas examinaron su conciencia. Un lector escribió: «Nosotros como pueblo no hemos actuado como tenemos que actuar», «Quién tiene la culpa?», pregunta otro. «Todos nosotros hemos dejado que nuestra justicia sea una cáscara podrida». Un comentario terminó con un deseo sencillo: «Ojala no sea otro caso más que quede en la impunidad».

En contraste con tantos homicidios en Guatemala, los culpables en el caso Suruy fueron detenidos, y con rapidez, gracias a la colaboración de la Fundación Sobrevivientes y a los investigadores del gobierno. Norma Cruz visitó en persona la escena del crimen, después de que se descubrieran los cuerpos de las tres niñas, cerca de la ruta que normalmente recorrían de la escuela a casa. Caminó por el sendero, entre las hojas manchadas de sangre. Fue la Fundación la que coordinó la exhumación de los cuerpos de las niñas, ya que la policía no tomó muestras de ADN. Es fácil imaginar cómo la investigación podría haber sido arruinada si no hubiera sido por la diligencia de Cruz y su equipo. «Fue un caso muy afortunado», dice Cruz, entusiasmada al subrayar la importancia que tiene hacer una investigación correctamente. «En cinco días se recogieron las pruebas y se capturaron a los responsables».

Cuando se encontró el machete utilizado para matar a las niñas en el pozo de misma la familia Suruy, Áxel Cho, el marido de la hermana mayor de las tres niñas (que había vivido con la familia durante los últimos cuatro años) fue arrestado, junto a otros dos malhechores locales, Silva y Socoreque. Pronto se supo que Cho, el cuñado de las menores, ese mismo mes había tocado sexualmente la pierna de Wendy. Y que Silva, apodado «El Coche» («El cerdo»), previamente había amenazado a la misma niña por acusarlo del robo de la casa de su tía. Hay más detalles relevantes sobre el comportamiento de estos hombres, pero nada puede llegar a explicar los factores específicos que provocaron el crimen.

La investigación del asesinato de las hermanas Suruy es característica de la labor de la Fundación Sobrevivientes, cuyo objetivo principal es «erradicar toda forma de violencia contra las mujeres. «Con esta noble ambición, Norma Cruz ha concebido un acercamiento a los casos dinámico y multifacético. Las víctimas de violencia que acuden a las oficinas de la Fundación en la Zona Uno de la ciudad de Guatemala son atendidas por un equipo de trabajadoras sociales, una unidad psicológica, una representación legal en casos civiles y penales y un refugio temporal en un albergue para mujeres maltratadas, todo totalmente gratuito. Cruz también se ha unido a la lucha contra adopciones ilegales y tráfico de personas. Su equipo legal da voz a víctimas sin condiciones, intentando retar a un sistema judicial corrupto, haciendo pequeñas hendiduras contra la cultura de impunidad. A instancias de Aura Suruy, poco después de los asesinatos, Cruz se convirtió en la querellante adhesiva en el caso, un término legal que sitúa a Norma Cruz como una fiscal privada. Para Cruz, la parte más importante de su trabajo es el Acompañamiento, con un matiz de solidaridad que va más allá de sentarse en la mesa de la fiscalía, y ayudar con la logística del caso. «Es ponerse al frente del caso», dice Cruz. Ponerse al frente de un caso, de cualquier caso, pero especialmente los de violencia contra las mujeres, es un deber muy peligroso en un país como Guatemala.

Observando su manera de tomar notas centrada y alerta durante el juicio, no te imaginarías que Cruz estaba trabajando bajo la presión de amenazas de muerte. Dichas amenazas provenían de otro caso diferente donde igualmente hacía Acompañamiento con la Fundación. Era el caso de la violación de una niña por su maestro de escuela y el posterior asesinato de la tía de la menor por presentar cargos contra el profesor. El maestro se llama Leonel Ayala. Su amigo de la infancia, Juan José Santos Barrientos, un hombre relacionado con el crimen organizado y al que se vincula presuntamente en la participación de la quema de un autobús en 2008, donde murieron 14 nicaragüenses y un turista holandés. Juan José Santos, junto a Leonel Ayala Barrientos, terminaron en la cárcel por su participación en el asesinato de la tía. A través de contactos en el exterior, Barrientos se ha dedicado a amenazar a Cruz y a su familia. En un mensaje de texto enviado al móvil de Cruz el 3 de abril de 2009, se podía leer: «Hija de puta, ya que no entendiste… voy a matar a sus hijos y a toda su raza», decía una amenaza. Otro de marzo decía: «usted todavía tiene tiempo para retractar el caso de Juan José, esta es la última advertencia, maldita enana, porque de lo contrario tendrá que pagar con la sangre de sus hijos.»

Cruz encuentra estas amenazas poco disuasorias. Ya que recibe mensajes de texto con mucha regularidad ha ido guardando en su teléfono los números de sus enemigos junto a los de sus amigos y familiares. Ella ha aprendido a vivir con ello con una naturalidad casi cómica. Antes de los días festivos, a veces, los llama para sugerirles un alto el fuego hasta que la semana de trabajo se reanude. «El objetivo es que yo me retire del caso y retire el apoyo a la familia, cosa que yo nunca voy a hacer» dice ella. «Solo el año pasado se metieron en la carcel a cincuentaysiete agresores [por la Fundación] y me imagino que no están muy contentos conmigo. Ya no me molesta. A veces me aburre. No tienen ni creativdad para cambiar. Es un fastidio, te quita tiempo, te desconcentra, y a la larga no consiguen nada. A mi no me van a intimidar, no me van a hacer que de un paso atrás».

La presencia del Embajador de EEUU McFarland en la Torre de Tribunales fue una muestra de solidaridad hacia las amenazas más recientes. Cruz fue nominada en 2005 para el Premio Nobel de la Paz y recibió en 2009 el Premio Internacional a las mujeres de coraje, dado por Hillary Clinton y Michelle Obama. Norma Cruz esta muy valorada dentro de la comunidad diplomática. Un comunicado de prensa de las Naciones Unidas en enero exigió al gobierno guatemalteco garantizar su seguridad y la de su equipo. Tiene asignado un destacamento de seguridad para ella y su familia, y las oficinas de la Fundación Sobrevivientes reciben protección policial. Ante la pregunta si cree que existe la posibilidad de que las amenazas se lleven a cabo un día, Cruz responde con un ligero fatalismo: «Creo que hice lo que estaba en mis manos hacer, el papel que tenia, y la lucha que tenia que impulsar, por lo menos ya la empezé. Porque no hay mucho que hacer. Te llegó la hora, te llegó la hora».

Las amenazas de muerte, sin embargo, no son solo un privilegio reservado exclusivamente a Norma Cruz. Las víctimas y familiares de las víctimas que ella representa también tienden a convertirse en objetos de intimidación. Aura Suruy, por ejemplo, se encontró recibiendo amenazas a lo largo del proceso de investigación del asesinato de sus hijas, no todas ellas provenían de lugares esperados. Los familiares de los acusados amenazaron a Suruy, pero el momento más sorprendente se produjo cuando los miembros de la comunidad, las mismas personas de las que se esperaba que sirvieran como testigos y que ayudaran a condenar a los asesinos, comenzaron a amenazarla. Esto, según Cruz, es parte de lo que hace que el caso de las hermanas Suruy sea tan emblemático. «La comunidad tenia miedo de que los pudieran llamar a declarar», dice ella , «tenian miedo de que se hiciera justicia» .

El costo personal de la justicia, en un lugar con esta larga historia de impunidad, es algo verdaderamente espantoso, especialmente cuando el precio de contratar a un asesino se rumorea no llega a 100 quetzales, más o menos 10 euros. Pero cuando Aura Suruy fue llamada al estrado, como primera testigo a declarar, se mostró desafiante, a la vez que desconsolada, recordando su historia. «Eran inocentes y muy cariñosas», dijo en el micrófono a la corte, con una voz entrecortada por las lagrimas. «No eran malas. Eran encantadoras». Los acusados escuchaban con expresiones ilegibles. «¿Por qué les quitaron las vida?» la madre de las niñas sollozó. «¿Por qué?»

¿Por qué? es una pregunta que persigue a cada persona que intenta dar sentido a la violencia contra las mujeres en Guatemala. Mucha gente, y no solo a aquellos que luchan activamente contra este problema, se preguntan como han llegado las cosas a ponerse tan mal. Esta búsqueda de comprensión ha traído consigo la búsqueda de un vocabulario adecuado. Las dos palabras más utilizadas comúnmente para hablar del asesinato de mujeres son femicidio y feminicidio. Aunque ambos son términos académicos, han entrado en el léxico popular en Guatemala. Acuñado por la feminista y socióloga Diane Russell en la década de 1970, feminicidio es definido como «el asesinato de mujeres por hombres por el hecho de ser mujeres». Después de que Russell introdujera la palabra en Latinoamérica en una conferencia en Méjico en 2004, inmediatamente se puso de moda, resonando entre los activistas allí, incluso más que entre el mundo de habla inglesa. Con una sílaba adicional «feminicidio» se ha convertido igualmente en un término importante en la región. Como David Carey y Gabriela Torres escribieron recientemente en Latín American Research Review, «feminicidio sitúa al Estado como el responsable de la violencia contra las mujeres ya que deja impune los actos violentos de los agresores y fracasa en garantizar la seguridad de las ciudadanas». Victoria Sanford, directora del Centro de Derechos Humanos y Estudios de la Paz de Lehman College, y autora de libro de próxima publicación La tierra de las manos pálidas: Estudio de feminicidio y de limpieza social en Guatemala, describe el término con más especificidad pero con un énfasis similar. «Considera responsable a los Estados», dice, «ya sea por la comisión del asesinato, la tolerancia de las muertes, o la omisión de la responsabilidad del Estado de llevar a juicio». Si se hace énfasis en la responsabilidad del estado, entonces quizás no es de sorprender que el gobierno guatemalteco haya ofrecido respuesta a la creciente cultura de violencia contra la mujer, aunque no una solución.

En un intento por detener la creciente ola de violencia, el Congreso de Guatemala aprobó el Decreto-22 en la primavera de 2008, la Ley contra Femicidio y Otras Formas de Violencia contra la Mujer. El año siguiente a la aprobación del Decreto-22 se vivió un repunte en el número de mujeres asesinadas, un hecho que no sorprende tanto si tenemos en cuenta la monstruosa indiferencia institucional que afronta la implantación de dicha reforma. Muchos acusados públicos, los representantes legales de las victimas, y los familiares de las victimas no han leído la ley, y mucho menos piensan que se vaya a aplicar. Norma Cruz esta hastiada de las leyes y su aplicación en la región, a pesar de que ella y la Fundación fueron una de las fuerzas impulsoras del Decreto-22. «Se cree que al emitirse una ley mágicamente van a desaparecer los problemas y no es cierto», dice ella. «Si alguna característica tiene América Latina es que ha sido un continente donde han existido muchas leyes pero también ha habido mucho quebranto, mucha violación de esas leyes, mucho incumplimiento… en América Latina podemos hacer leyes todos días y ninguna la cumplimos». O como Carlos Fuentes, otro gran observador de la región, describe en su reciente novela, Destino y Deseo, «En toda Latino América se hace homenaje a la ley solo para romperla más».

De ello se desprende, entonces, que los agresores no tienen particularmente miedo de la nueva ley en Guatemala, si es que han oído hablar de ella. Críticos del gobierno astutamente señalan un subtexto incrustado en la elección de «femicidio» sobre «feminicidio» en el nombre de la ley. Acorralados por el vocabulario, no podían utilizar el término «feminicidio» – el más relevante de los dos, ya que señala la responsabilidad del Estado – por razones de proteger la reputación. Llamarla Ley contra el feminicidio habría sido una torpeza autoinculpadora.

Como era de esperar, Moroni Silva, Socoreque Luis y Axel Cho fueron condenados por los asesinatos de las hermanas Suruy. El juicio duró sólo una semana. Incluso sin la confesión de Socoreque al final del juicio, quien afirmó haber sido forzado a cometer el crimen, el resultado habría sido el mismo. Cada hombre recibió una condena de 163 años, 50 por cada asesinato, y 13 más por la agresión sexual de Wendy. El fallo del jurado fue una pequeña victoria en la lucha permanente de Cruz, aunque su trabajo constante y el de otros ha comenzado a tener su efecto sobre otros y mayores sentencias fuera de Guatemala.

En julio de 2010, la Novena Corte de Apelaciones de EE.UU. en San Francisco tomó una decisión en el caso de Lesly Yajayra Perdomo, una inmigrante guatemalteca indocumentada que apeló contra su procedimiento de deportación en base a que, como mujer, no era seguro regresar a su país. El fallo, que revocó la orden de deportación de dos tribunales de inmigración, podría ampliar significativamente las posibilidades de las mujeres guatemaltecas que buscan asilo debido a las elevadas tasas de asesinatos de mujeres. Este precedente de asilo a mujeres podría extenderse también a otras situaciones similares de otras partes del mundo, únicamente en base a su género. Como suele ser el caso en nuestro mundo cada vez más globalizado, una aproximación a la violencia endémica de Guatemala contra las mujeres puede ser tratado en el complejo escenario de la política hemisférica. Puede que los políticos estadounidenses incómodos ante la idea de tener que dar asilo a un gran numero de mujeres inmigrantes encuentren en ello una motivación inesperada para ayudar a Guatemala a combatir sus males sociales dentro de su propio país.

Una estrategia muy ambiciosa que ya está en marcha es la CICIG: la Comisión Internacional Contra la Impunidad en Guatemala. Una iniciativa bilateral entre las Naciones Unidas y el gobierno de Guatemala creada en 2007. La CICIG ha visto el triunfo en casos poco probables en sus primeros tres años bajo la dirección de Carlos Castresana, un magistrado español conocido por sus acciones legales contra Augusto Pinochet. Entre otros logros, Castresana envió al ex presidente guatemalteco Alfonso Portillo a la cárcel por cargos de corrupción. Cinco días antes de la sentencia de la Corte de Apelaciones de San Francisco, Castresana dimitió, denunciando la falta de apoyo y cooperación del gobierno guatemalteco con el que supuestamente colaboraba. Fue sustituido por Francisco Dall’Anese Ruiz, quien dejó su puesto de Fiscal General en Costa Rica para liderar la CICIG. Al igual que su predecesor, el mandato de Dall’Anese no es nada fácil ni envidiable. Junto con los legados históricos de impunidad y violencia en Guatemala, se enfrenta a la plaga actual de la región: el tráfico de drogas. Forzados hacia el sur por las campañas agresivas de Felipe Caldereon de lucha contra el narcotráfico, los cárteles mexicanos están encontrando refugio en el suelo de su vecino del sur y creando nuevas bases de operación allí.

Cuando la CICIG fue creada, una de sus tareas principales era combatir la violencia contra las mujeres, pero, se ha ido dejado de lado debido a los obstáculos normativos dentro del sistema de justicia guatemalteco, sin mencionar tantos otros temas que requieren atención. Mientras tanto, Norma Cruz ha continuado su lucha. Una semana después del veredicto de las hermanas Suruy, estaba sentada en su tranquila oficina en la Fundación Sobrevivientes para discutir los resultados del caso. Ella no se detenía en la victoria. Señaló que ese juicio era sólo uno de los tres que la Fundación ganó esa semana. Los otros dos fueron por la violación de una joven y el caso de una mujer que sobrevivió a un ataque de violencia en el que perdió un brazo. Nunca hay escasez de trabajo para Cruz y su equipo. Decenas de mujeres más serán asesinadas en el próximo mes y la gran mayoría de esos casos, por supuesto, caerán en la impunidad. Unos pocos, sin embargo, como el caso de las hermanas Suruy, recibirán el apoyo de la Fundación Sobrevivientes o de otras organizaciones igualmente valiosas y lograran pequeñas victorias en la lucha contra la violencia de género en Guatemala.

Al preguntarle qué saca de su trabajo, Cruz se recostó en su silla, y respondiendo con un suspiro y con una mirada franca dijo: «Creo que beneficio emocional no hay, lo que una tiene es un desgaste porque son casos muy fuertes. Lo único que tienes es la satisfacción de estar haciendo lo que tienes que hacer como ciudadana de este mundo».

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Aaron Shulman es un periodista independiente que ha escrito para The New Republic, New Statesman y The Awl. Fue becario Fulbright 2009-10 en Guatemala, tiempo durante el cual llevó a cabo la investigación para este artículo. En la actualidad reside en España.

Este artículo fue publicado originalmente en The Los Angeles Review of Books y ha sido traducido al castellano para Rebelión por Elisa Ortega Montilla.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.