América Latina es considerada la cuna del machismo. Imágenes abundan de hombres campesinos armados hasta los dientes conquistando una mujer diferente cada noche mientras que la madre de sus hijos resignadamente se atarea con las interminables labores domésticas de cocinar, limpiar y criar una horda de niños desnutridos. A pesar de que la imagen merezca […]
América Latina es considerada la cuna del machismo. Imágenes abundan de hombres campesinos armados hasta los dientes conquistando una mujer diferente cada noche mientras que la madre de sus hijos resignadamente se atarea con las interminables labores domésticas de cocinar, limpiar y criar una horda de niños desnutridos. A pesar de que la imagen merezca un poco de la verdad, es, al igual que todos los estereotipos, no absoluta.
Las escritoras feministas Myrna Méndez y Mayrelis Estrada consideran que el machismo «es una ideología que no nació en (América Latina), sino que vino a ella como producto de la espada colonizadora… y nos privó también del Buen Vivir de los pueblos originarios.»
En el altiplano del norte de Guatemala, el pueblo maya-ixil que sólo han tenido contacto significativo con el mundo occidental durante los últimos 120 años (y lamentablemente a un gran costo para su pueblo y su forma de vida tradicional) aún conserva un arraigado legado cultural que contiene pistas de este Buen Vivir.
Para el observador occidental, sin embargo, este «Buen Vivir» en lo que respecta al papel y la posición de las mujeres puede muy bien parecer contaminada con vestigios de aquel famoso estereotipo del machismo latinoamericano. Las mujeres ixiles si pasan la mayor parte de sus días entretenidas con las recurrentes tareas del hogar como el cocinar el maíz, hacer las tortillas, limpiar la casa, cuidar las gallinas y criar los hijos. Los hombres, por su parte, pasan gran parte del tiempo fuera de la casa trabajando en las milpas y frijolares que prometen el sustento para sus familias.
Esta descripción de la población rural y de la vida familiar del pueblo Ixil ha hecho que muchos observadores occidentales denuncian una opresión de género que para ellos se vuelve palpablemente evidente. El bagaje cultural de este observador occidental, sin embargo, tiene mucha influencia en la formulación de tal acusación especulativa. La moderna sociedad industrial, siguiendo a las pautas del credo capitalista, exalta al individuo sobre la comunidad. Bajo este entendimiento, los derechos humanos, incluidos los derechos de la mujer (a la igualdad, a una vida libre de violencia, por ejemplo) sólo son alcanzables en forma individual.
Esta mentalidad asume que la mujer ixil esclavizada a la supuesta monotonía de las tareas del hogar sólo puede liberarse y alcanzar el cumplimiento de sus derechos al dejar el hogar, buscar un trabajo asalariado para sí misma y convertirse así en una mujer independiente de su marido (el hogar). Está claro que esta «liberación» también conduce inevitablemente a una ruptura con su comunidad y con la forma de vida tradicional y comunitaria.
Para muchos organizaciones que trabajan entre las comunidades rurales de la población maya en Guatemala, esta lucha para alcanzar la equidad de género sólo se puede lograr cuando las mujeres rurales aprenden a hacer valer su propia individualidad, seguir sus deseos personales, y liberarse para escapar de la esclavitud del hogar y de la comunidad que se consideran atrasadas e inevitablemente opresivas.
Este enfoque occidental hacia la equidad de género no toma en cuenta las implicaciones del hecho de que el pueblo Ixil, al igual que la mayoría de las culturas indígenas alrededor del mundo, priorizan al comunitario sobre el individual. Esta diferencia fundamental tiene profundas ramificaciones en cómo se entiende los derechos y como son implementados y respetadas a nivel comunitario.
Demasiadas organizaciones de asistencia y desarrollo que intentan mejorar la suerte de las mujeres en las comunidades indígenas de Guatemala ignoran por completo el hecho de que el pueblo Ixil históricamente ha desarrollado sus propias tradiciones y costumbres desde la comunidad para responder a las cuestiones de la igualdad de género, el derecho a vivir libre de la violencia, y la participación de las mujeres en los espacios públicos, como todas las culturas y pueblos deben de hacer.
Sería falso decir que la mujer Ixil en la sociedad actual vive una vida libre de violencia. La estación de policía local afirma que reciben decenas de denuncias de abuso doméstico a diario por citar sólo una de las muchas formas de violencia que sufren las mujeres ixiles. Pero mucha de esta violencia es causada en parte por una ruptura en la continuidad de los valores ancestrales y tradiciones que mantenían la cohesión y unión de la comunidad Ixil. Esta interrupción entre el pasado y el presente ha sido causada por la violencia de la Conquista, la imposición forzosa de una mentalidad ajena y supuestamente superior, y la arrogancia de la discriminación, todas las cuales a su vez han dado lugar a un vacío de valores y tradiciones que podrían sustituir los que han condenado a la invisibilidad.
La cosmovisión Maya y las formas de organización social y comunitaria que caracterizaban la vida ancestral del pueblo Ixil, aunque no sin defectos, constituyen la mejor oportunidad para que las mujeres ixiles pueden hacer valer colectivamente su derecho a la igualdad de género, una vida libre de violencia, y otros derechos básicos de una forma respetuoso de las particularidades de su contexto específico.
La espiritualidad maya se fundamenta en cuatros valores fundamentales; la dualidad, la complementariedad, el equilibrio y la armonía, que funcionan para normar las la vida comunitaria. En el caso específico de las relaciones de género, Ana Laínez, guía espiritual del pueblo Ixil, explica la importancia de estos cuatro valores de esta manera:
«Nosotros los pueblos indígenas no aceptamos la individualidad como la base de nuestra cultura. El objetivo de la equidad de género no es crear dos personas independientes y separadas que compiten por sus derechos y libertades personales. Más bien, somos conscientes de nuestras diferencias y respetamos la dualidad entre la noche y el día, la lluvia y el sol y el hombre y la mujer. Nosotros (hombre y mujer) no somos los mismos, pero debemos ser tratados con igualdad y respeto mutuo dentro de nuestras diferencias con el fin de complementar recíprocamente unos a otros en nuestras fortalezas y nuestras debilidades.»
El objetivo final de esta reciprocidad y complementariedad es crear un equilibrio entre hombres y mujeres que conduce hacia una comunidad que vive en armonía.
Tomando estos cuatro valores fundamentales como punto de partida para trabajar por la equidad de género para las mujeres ixiles tiene mucho más sentido cultural y sensatez. En las sociedades agrarias, rurales del Altiplano de Guatemala donde la mayoría de las familias son agricultores de subsistencia, la división de «roles» de género no implica necesariamente una injusticia o desigualdad. Más bien, representa la necesidad de apoyo mutuo familiar para mantener el hogar y asegurar la supervivencia. Representa la reciprocidad y la complementariedad entre hombres y mujeres que comparten el trabajo necesario desde sus habilidades y talentos específicos.
La equidad de género desde una perspectiva maya es capaz de ver lo bueno en estos roles diferenciados. La actitud de complementariedad que afirma «tú tienes sus dones, y yo los míos, y si los ponemos juntos, estamos más cerca de completarnos» contrasta crudamente con el concepto occidental de derecho como un triunfo meramente individual por conquistar y poseer. El objetivo final del derecho a la equidad de género (o de cualquier otro derecho) no es la libertad y la autonomía individual, sino el equilibrio de la comunidad. Ana Laínez describe este equilibrio como una comunidad en donde «nadie es demasiado fuerte ni superior, ni demasiado débil o inferior.»
Mientras que la visión occidental considera que los derechos de las mujeres sean un logro individual, para el pueblo maya, la equidad de género está íntimamente ligada a la cohesión de la comunidad. El problema, por supuesto, es que debido a 120 años de invasión y violencia, gran parte de esa cohesión ha sido socavada. La violencia hacia las mujeres lamentablemente presente en las comunidades ixiles hoy en día se caracteriza por una complementariedad o reciprocidad que no conduce hacia el equilibrio.
La tradicional división de los roles de género entre el hogar (mujer) y la tierra (hombre) ha comenzado a desmoronarse debido al mayor número de hombres que abandonan la agricultura para emigrar a los centros urbanos o hacia el Norte. Mientras que la mayoría de las mujeres siguen atadas a la casa, cada vez más los hombres están adaptando estilos de vida que los llevan lejos de sus familias, los introducen en la economía monetaria (fuera de la economía de subsistencia), y les instruyen en las nuevas visiones del mundo que intentan convencerles que la comunidad tradicional donde creció está desactualizado, atrasada y anticuada. Las infinitas tentaciones de la economía de consumo se suman a la creciente insatisfacción con los estilos de vida tradicionales, alteran aún más las tradiciones ancestrales de vivir la equidad de género y aumenten las formas de violencia que sufren las mujeres ixiles hoy.
El problema de ofrecer el «empoderamiento individual» de las mujeres como respuesta única al problema de la desigualdad de género entre la población ixil es doble. En primer lugar, esta «solución» que lleva a las mujeres lejos de sus comunidades hacia los centros urbanos donde existen los pocos empleos, a menudo deja a las mujeres en peores situaciones de violencia que las que buscaban escapar. La mujer que trabaja un turno de 12 horas en una maquila por un salario de miseria bajo la autoridad a menudo violenta de un jefe generalmente hombre no se encuentra en una mejor situación que la mujer que pasa doce horas al día cocinando entre el humo en su propia casa. Los puestos de trabajo que suelen estar disponibles para las mujeres, especialmente para las amas de casa con poca o ninguna educación formal, son vagamente feudal a lo mejor.
En segundo lugar, esta «solución» se basa en los principios del sistema económico imperante que depende de la destrucción de comunidades rurales y locales para crear un exceso de mano de obra para los centros industriales. La destrucción de las comunidades locales elimina de una vez la posibilidad de una cohesión de la comunidad que, como hemos dicho, es el requisito necesario para garantizar los derechos de las mujeres en el campo.
Para responder a los problemas de desigualdad de género y violencia que enfrentan las mujeres, la tendencia en el mundo de hoy se centra en la «individualización» de los derechos promovidos por la mentalidad occidental, que es en última instancia, desconocido por las comunidades indígenas y ajeno a su íntima realidad. Aunque ninguna comunidad tiene una estructura de gobernanza perfecta ni puede garantizar el respeto absoluto por los derechos de todos, el reto de recuperar y reconstruir las tradiciones y prácticas ancestrales indígenas de las relaciones entre hombres y mujeres representan un camino mucho más saludable y más prometedor para lograr una equidad de género más profunda y verdadera.
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