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Hipótesis sobre la génesis de ciertos acontecimientos recientes en América Latina

¿Estancamiento, retroceso, involución?

Fuentes: Rebelión

La región vive una coyuntura muy especial: al anunciado cambio de época proclamado con total acierto por el presidente Rafael Correa hace ya unos cuantos años lo acechan amenazas de una insólita gravedad. Proliferan las voces que pregonan -con indisimulada alegría algunos en la izquierda, con alivio otros en la derecha- el «fin de ciclo […]

La región vive una coyuntura muy especial: al anunciado cambio de época proclamado con total acierto por el presidente Rafael Correa hace ya unos cuantos años lo acechan amenazas de una insólita gravedad. Proliferan las voces que pregonan -con indisimulada alegría algunos en la izquierda, con alivio otros en la derecha- el «fin de ciclo progresista», más una expresión de deseos que un argumento sólidamente fundado. Pero más allá de esta disyuntiva, es indudable que el gran impulso ascendente de las luchas sociales y las fuerzas progresistas que desde finales del siglo pasado conmovieron a la región se ha ralentizado. La derrota del ALCA en Noviembre del 2005 aparece ahora, en perspectiva histórica, como el cénit de un proceso que luego iría debilitándose paulatinamente. Sin embargo, la inercia histórica era tan fuerte que ese auge de masas hizo posible las victorias de Evo Morales en Bolivia a finales del 2005 y de Rafael Correa en Ecuador también a fines del 2006. No sólo eso: también hubo un impulso suficientemente vigoroso como para desbaratar la intentona de golpe y secesión ensayada en Bolivia en el 2008 y el golpe de estado en Ecuador en Septiembre del 2010. Pero, posteriormente, ese antiguo vigor fue menguando hasta llegar a una situación de estancamiento y, en ciertos casos, de abierto retroceso. El más importante, sin duda, fue el caso de la Argentina: este es el primer, y hasta ahora único, país gobernado por una coalición progresista que fue derrotado en una elección presidencial. En su lugar ascendió al poder una heteróclita fuerza de derecha, que hizo de su subordinación a Estados Unidos y a los cánones del neoliberalismo el principio rector de todas sus políticas. En Venezuela el oficialismo sufrió una durísima derrota en las elecciones de la Asamblea Nacional de Diciembre del pasado año pero el chavismo aún conserva el gobierno. No obstante, surgen muchas dudas acerca de su estabilidad en el mediano plazo y la gobernabilidad del orden democrático venezolano ante el abismo que separa un Ejecutivo acosado por innúmeros problemas de gestión y corrupción y un Legislativo dominado por una derecha rabiosa y vengativa, y cuya lealtad a las reglas del juego de la democracia es más que dudosa. Y apenas hace unos días, la ajustada derrota, pero derrota al fin, sufrida por el gobierno del presidente Evo Morales en el referendo constitucional viene a completar una trilogía de fracasos que se torna aún más preocupante si se tiene en cuenta que hace pocos meses las fuerzas de izquierda en Colombia perdieron la Alcaldía Mayor de Bogotá y la de otras importantes ciudades. Agréguese a lo anterior la tambaleante situación del gobierno de Dilma Rousseff en Brasil, cuya continuidad en el cargo parece cada vez más pender de un delgado hilo, para comprender la gravedad del momento actual de la política sudamericana.

Autocrítica y debate: la gran ausencia

Una coyuntura como esta, descrita a grandes rasgos dado que es por todos conocida, exige llevar a cabo un análisis en profundidad de las causas que la explican. Para ello es necesario ejercer, como punto de partida, una sana y profunda autocrítica, huyendo de los discursos autocelebratorios que por demasiado tiempo prosperaron en la región. Quisiera señalar que hay en nuestros países una resistencia enorme a la autocrítica, tanto en la izquierda «en el llano», renuente a examinar las causas de su ineficacia y de su inoperancia históricas como fuerza política, como en la «izquierda gobernante», que se resiste a revisar críticamente lo actuado y a tratar de entender la génesis de su desventura actual.2 Tal como lo manifestara en su momento el ex presidente Raúl Alfonsín al autor de estas líneas: «en nuestros países la autocrítica se desliza velozmente hacia la antropofagia, con las desastrosas consecuencias que se desprenden de ello». En el caso argentino luego de la inesperada (para el entorno presidencial) derrota del kirchnerismo representado en la candidatura de Daniel Scioli surgieron algunas voces reclamando que se explicara lo que parecía ser inexplicable. Pero a tres meses de producida la debacle del 22 de Noviembre del 2015 ni uno sólo de los dirigentes del Frente para la Victoria, comenzando por la ex presidenta Cristina Fernández de Kirchner, dijo una palabra acerca del asunto, y eso que muchos cuadros medios del kirchnerismo y algunos analistas independientes, como el autor de estas líneas, han venido reclamando insistentemente, y en vano, una autocrítica. La respuesta ha sido el más absoluto silencio.3 Creo que sin abandonar esta actitud va a ser muy poco probable que las fuerzas de izquierda y progresistas recuperen el papel protagónico que supieron tener en el pasado. Estas líneas pretenden hacer un pequeño aporte en esa dirección

El papel de los medios hegemónicos

Avanzando en esta línea primero que nada quisiera descartar un tranquilizador argumento utilizado hasta el cansancio en los últimos tiempos y según el cual la causa de este retroceso obedece a la perversidad de los medios concentrados que dispararon toda su artillería en contra de los gobiernos populares y manipularon eficazmente a la opinión pública. Sin duda que eso fue lo que hicieron, y de una manera brutal. Pero antes también lo habían hecho: ¿o acaso no ganaron Evo, Correa, el propio Chávez, Cristina, Lula, en contra de la presión de los medios hegemónicos? ¿Por qué entonces su prédica no surtió efectos tan deletéreos como los que demuestran al día de hoy? ¿Qué fue lo que potenció su gravitación? ¿Qué hubo en el medio? Repasemos: Una gestión de gobierno, con sus aciertos y errores4; una campaña electoral, pobre y mal concebida en Argentina, Bolivia y Venezuela, a contrapelo de los avances registrados en esa materia; la personalidad de los líderes, siempre sometida a intensas presiones, que pueden provocar reacciones desafortunadas o extemporáneas; el counseling de «la Embajada» asesorando a través de sus redes de ONGs a la oposición en la elaboración del discurso político, la presentación de los candidatos, la agenda a ser promovida, etcétera, todo lo cual constituye el marketing político cuya importancia no hace sino crecer de la mano, como lo subraya una y otra vez Noam Chomsky, de los avances en los estudios de la psicología del consumidor; las «campañas sucias» desacreditando a los candidatos progresistas que si bien jurídicamente quedan en la nada inciden en la opinión de una porción del electorado; el terrorismo mediático, amedrentando a la población sobre los males que sobrevendrán ante la insistencia de proseguir marchando por el «rumbo equivocado» a la vez que se agigantan los problemas actuales y se ocultan los logros de esos gobiernos; la «guerra económica», de la cual Venezuela es la principal si bien no la única víctima, y que genera desabastecimientos, largas colas de los consumidores para adquirir productos de primera necesidad y ataques especulativos contra la moneda entre otras cuestiones; el agotamiento del boom de las commodities producido por la persistencia de la crisis general del capitalismo y, por último, la «fatiga política» de sociedades cada vez más partidarias del cambio y la renovación de caras, programas, estilos de gobierno.

En suma: no se trata de negar el importantísimo papel de los medios pero sería un ejercicio de autocomplacencia quedarnos allí y no ver el cúmulo de otros factores intervinientes, entre ellos nuestros propios errores, que en el caso argentino fueron de tal gravedad que echaron por la borda doce años de gobierno y beneficiaron a un político, Mauricio Macri, que menos de un año antes no tenía chance alguna de salir victorioso en cualquier contienda electoral que tuviera lugar fuera de la ciudad de Buenos Aires. No sería exagerado aventurar que en este terreno el error principal -cometido no sólo en la Argentina sino en todos los países ya mencionados- fue carecer de una correcta política de comunicaciones; no haber comprendido los gobiernos populares que la comunicación política es un arte y una ciencia, que fue cultivada con esmero por la derecha bajo la asesoría de sus mentores norteamericanos y que nuestras respuestas fueron meramente instintivas, intuitivas, amateurs en más de un sentido. No supimos contrarrestar esa ofensiva, ni en los medios ni en las redes sociales. Estas últimas, sobre todo, podrían haber sido aprovechadas de modo mucho más eficaz para nuestra causa y no lo fueron. Y sin una adecuada comunicación política lo mucho y bueno que hicieron estos gobiernos quedó sepultado bajo una campaña de mentiras, tergiversaciones y descalificaciones orquestada por los oligopolios mediáticos, manipulando el sentir y la percepción de grandes sectores de la opinión pública. Encarar seriamente el desafío del tema comunicacional es una de las asignaturas pendientes más decisivas que enfrentarán los gobiernos y las fuerzas progresistas y de izquierda en los próximos meses. Hace tiempo que somos varios los que venimos insistiendo en este tema, sin que hasta ahora nuestras exhortaciones hayan sido tenidas en cuenta. La realidad actual nos obliga, en este terreno, a pegar aquel «golpe de timón» -para usar una expresión acuñada por Hugo Chávez- para elaborar, de conjunto, una estrategia continental de comunicaciones para librar en mejores condiciones la batalla de ideas, que es el núcleo fundamental de la batalla política. La derecha tiene una estrategia continental; nosotros no, y ni siquiera tenemos adecuadas estrategias comunicacionales a nivel nacional. Esto debe ser remediado sin más demora.

El cambio cultural y el impacto del «vulgorepublicanismo»

Dicho lo anterior y descartada la utilidad heurística y práctica de la unicausalidad mediática queremos llamar la atención a una segunda cuestión, muy importante y muy poco estudiada: el fenómeno del cambio cultural que ocurrió en los países latinoamericanos en los últimos quince años y que modificó en gran medida el entramado de valores, actitudes y creencias de las clases y capas populares. Esta es una dimensión que desgraciadamente no ha sido hasta ahora tenida en cuenta en los análisis de la izquierda y del progresismo, más centrados en torno a los componentes más crematísticos de la lucha de clases: salarios, ingresos, ganancias, plusvalías, desempleo, inflación. Estas dimensiones económicas son cruciales, pero desgraciadamente no son las únicas que cuentan porque todos los procesos vinculados a ellas están mediados por la ideología, el lenguaje y la cultura.

A partir de esa premisa quisiera sugerir que hay un elemento novedoso en la cultura de las clases y capas populares que permite formular algunas conjeturas acerca de las razones por las cuales tres gobiernos que llevaron a cabo ambiciosos programas de política social, que redistribuyeron ingresos, incluyeron a poblaciones secularmente oprimidas y excluidas, repartieron viviendas, abrieron las universidades al pueblo, protegieron minorías (o, en Bolivia, mayorías secularmente marginadas) fueron derrotados por los voceros del neoliberalismo que representaban la perpetuación de aquellas condiciones de opresión y explotación. ¿Cómo explicar este disparate?

Creo, en primer lugar, que ciertos componentes del discurso del «vulgorepublicanismo», desdeñados por la izquierda, penetraron muy profundamente en el suelo popular. Por aquél debe entenderse un discurso que exalta las virtudes de la alternancia de los gobernantes como el test ácido de cualquier régimen democrático y, por consiguiente, la perversidad de cualquier propuesta política que pretenda abrir el camino a la perpetuación en el poder de un líder o de una fuerza política, por más popular que sea. Otro componente de aquel discurso exalta las bondades del cambio, no importa en qué dirección ni para hacer qué o en beneficio de quienes. El mundo está en constante mutación; el vértigo del progreso tecnológico hoy lo experimenta cualquier que acceda a un teléfono celular, cosa que no ocurría en el pasado. Y si el mundo cambia así de rápido en la esfera de la tecnología de la vida cotidiana, y en los usos y costumbres de la sociedad, ¿por qué no debería también cambiar en la política? Lo importante es cambiar. Lo que está, estuvo, y debe ser dejado atrás, hay que ir para adelante, confiados en el rumbo que señala el progreso técnico. El macrismo en la Argentina captó con mucha astucia este nuevo estado de ánimo cultural arraigado fuertemente en la sociedad argentina, al punto tal que la coalición que encabezó se denominó Cambiemos. Y tengo para mí que un fenómeno no muy distinto se está experimentando en casi todos nuestros países, incluyendo Cuba.5

Otro componente muy fuerte del «vulgorepublicanismo» es la idea de que existe una prensa independiente, que dice la verdad y que los gobiernos progresistas quieren acallar apelando a las más canallescas estratagemas: asfixiándolas negándoles la publicidad oficial, impidiendo su libre circulación, amenazando periodistas, etcétera. Tanto penetró esta idea que muchas gentes de los sectores populares, por lo menos en la Argentina, se sentían representados e interpretados por lo que la oligarquía mediática decía o emitía por radio o televisión. La prensa oficialista, u oficiosa, prestó un inestimable servicio a la derecha al presentar imágenes idílicas de la realidad, aumentando de ese modo el repudio de amplios sectores sociales al gobierno que, según los medios hegemónicos, «mentía» al pueblo. Por ejemplo, sostener que la inflación anual era de un dígito cuando el mismo gobierno homologaba convenios colectivos de los trabajadores con aumentos del 28 o el 30 por ciento; o admitiendo que el nivel de pobreza de la Argentina era equivalente al de Alemania, lo cual provocó no sólo el rechazo sino el enojo de los sectores populares que sentían que estaban siendo objeto de burlas por parte del gobierno nacional. Lo único que se logró con esa actitud fue que la sociedad perdiera totalmente confianza en lo que decía el gobierno. El poder mediático ni siquiera necesitaba mentir: simplemente ponía la noticia de los índices oficiales de inflación en primera plana, con resultados devastadores porque los asalariados sentían en sus bolsillos cuál era la dimensión real de ese flagelo.

La percepción de las políticas sociales y los derechos sociales

Más allá de los estragos del «vulgorepublicanismo», creo también que los receptores populares de las políticas sociales ya no tienen la respuesta de antaño ante las mismas. Con aquellas políticas, precozmente implementada en los años cuarentas y cincuentas el peronismo, sin ir más lejos, conquistó la lealtad del pueblo durante tres generaciones. No ocurrió lo mismo con el kirchnerismo.6 Lo que puedo percibir, en función de observaciones dispersas pero en profundidad, es una suerte de fatiga ante el asistencialismo y ante la inefectividad, socialmente percibida, de las políticas sociales que no extraen a sus beneficiarios de la pobreza. Gentes del «conurbano profundo» de la Argentina, «targets» preferenciales de múltiples programas sociales del kirchnerismo, me confiaban días antes de las elecciones que votarían a Macri porque estaban hartos del clientelismo, de que los intendentes los llevaran de aquí para allá para vitorear a Cristina o a algún candidato, de tener que recibir una dádiva. Y además, señalaban muchos, «seguimos siendo pobres, muy pobres. Queremos trabajo genuino, y para eso tienen que venir inversiones. Y Macri puede traerlas». La exigencia de «trabajo genuino» y la desconfianza en relación a los programas sociales aparecen como elementos novedosos en la escena popular argentina, sobre todo la segunda, cuando tales programas eran antes vistos como un derecho legítimo y suficiente. Puede ser que la superación del abismal desamparo social de los años noventas haya contribuido a «naturalizar» programas tales como la asignación universal por hijo y embarazo, la formalización del empleo doméstico acabando con las contrataciones no-registradas («en negro») para las trabajadoras del hogar y la universalización de la jubilación y que ahora sus beneficiarios, con toda razón, exijan nuevos derechos. Lo paradojal es que lo hagan apelando a una fuerza conservadora que jamás se preocupó por el bienestar de las clases y capas populares. En todo caso, y sin abundar tanto en detalles, el «trabajo genuino» aparece como una reivindicación de primer orden. El asistencialismo está bien por un tiempo pero cuando en función del mismo «mi familia hace tres generaciones que no trabaja y vive de planes sociales y mis hermanos terminan transando droga», como me dijo un joven de José C. Paz, un distrito muy pobre del Gran Buenos Aires, la demanda se dirige a otro lado: a un trabajo estable, formal, registrado, rompiendo la dependencia de punteros, intendentes y jefes políticos.

Creo que algo similar ha ocurrido en Bolivia, aunque hay aspectos que emparentan más este caso con el de Venezuela. En efecto, en estos dos países la clase media como grupo de referencia, que no de pertenencia, irrumpió con fuerza en el imaginario popular. Dado que «el Comandante Chávez nos ha dado esta casa» -decía un caraqueño que participaba en un acto de Henrique Capriles con su franela ‘roja-rojita’ distintiva del chavismo- «ahora somos clase media y tenemos que cuidar lo que es nuestro. Chávez seguirá protegiendo a los más pobres, pero nosotros, como clase media, tenemos la obligación de cuidar lo que es nuestro. Y para eso nada mejor que Capriles.» Este fenómeno creo que también se reprodujo en cierto grado también en Bolivia.

En otras palabras, y sintetizando un razonamiento que podría ser muy largo, la tesis que quisiéramos compartir aquí es que, en ausencia de una intensa labor de educación política y concientización al estilo freiriano la expansión del consumo popular o el acceso a ciertos bienes y servicios no crea lealtades políticas duraderas ni es material confiable para la construcción de hegemonía política en el mediano plazo. El caso de Brasil demuestra más o menos lo mismo, y la matriz profunda creo que se encuentra precisamente ese cambio cultural que no hemos sabido interpretar en toda su significación. Cambio que ha tornado a las clases y capas populares más receptivas a interpelaciones «vulgorepublicanas» y a la seducción del consumismo y los valores mesocráticos, o clasemedieros, y por lo tanto, más reacias a aceptar las propuestas de gobiernos que exaltan las virtudes de la solidaridad, los derechos colectivos, la cooperación y la justicia social. Esto, va de suyo, constituye un enorme desafío a futuro.

La problemática de la organización

Un tema también insoslayable es la cuestión de la organización. No es un dato menor que la densidad organizativa de los países que estamos analizando se haya debilitado significativamente. En el caso de la Argentina ni el Frente para la Victoria, ni La Cámpora, ni Unidos y Organizados lograron plasmar estructuras organizativas dotadas de un mínimo de eficacia militante. Fueron creaciones burocráticas que no llegaron a calar en la profundidad del suelo popular. El debilitamiento de quien otrora fuera el mayor partido de masas de Occidente, el PT brasileño, salta a la vista, y dejó tanto al presidente Lula como, sobre todo, a la presidenta Dilma Rousseff indefensos ante los viciosos ataques de sus enemigos. En Bolivia también es fácil de observar el enflaquecimiento de los movimientos sociales, surcados por divisionismos, denuncias y ambiciones personalistas de todo tipo. Y otro tanto cabe decir si se examina la experiencia de Alianza País en Ecuador. No todos estos cuatro casos son iguales, hay matices, hay sumas y restas, pero el común denominador apunta hacia los problemas del enflaquecimiento y anemia de las estructuras organizativas, acompañadas por la deserción de importantes aliados, una pérdida de la mística militante y el impulso utópico de otros años. También, por la incapacidad para neutralizar la labor de socavamiento interno realizado por numerosas ONGs norteamericanas y europeas cuya función real es introducir divisiones en los movimientos populares y fomentar el enfrentamiento con las autoridades gubernamentales. Tal vez el PSUV venezolano pueda representar un caso más atenuado, pero igualmente inscripto en la misma línea tendencial.

De lo anterior se desprende la enorme importancia práctica, y la urgencia, por reconstruir las estructuras organizativas del campo popular. Para gobiernos que pretenden cambiar un estado de cosas injusto en la región más injusta del planeta la organización de lo que Maquiavelo llamaba «la calle» es de una enorme importancia estratégica. No basta con ocupar las «alturas del Estado», como recordaba Nicos Poulantzas, para llevar adelante un programa siquiera moderadamente reformista. La inercia conservadora del estado, de todos los estados, cualesquiera que sea el signo político del gobierno, acabará por frustrar la posibilidad de un cambio. Para que este sea posible es preciso que el pueblo, «la calle», se organice eficazmente. Desgraciadamente hay una tentación que reaparece una y otra vez en los gobiernos y que los lleva a desestimar la importancia de esto último: la «tentación tecnocrática», pensar que hay quienes saben más y saben mejor, y que si se los deja obrar sin los ruidos y las molestias de la calle gobernarán mejor. Craso error. Aislado de un pueblo organizado y militante, el gobierno más radical es fácil presa de sus enemigos. Estos tienen bajo su control gran parte del personal de la administración pública, de las fuerzas armadas, de las policías, de la judicatura, del Congreso y aparte cuentan con el apoyo de los medios hegemónicos, del gran capital, de los poderes internacionales, comenzando por «la Embajada». Además, estos grupos de poder pueden movilizar a amplios sectores populares en contra de los gobiernos a través de campañas de terror o de sus fábricas de mentiras. Lo ocurrido en Ecuador en relación a las leyes de herencia y plusvalía es de una elocuencia que ahorra mayores palabras. En suma, una correlación de fuerzas extraordinariamente desfavorable, aunque las apariencias electorales señalen lo contrario. Pero la correlación de fuerzas no se mide sólo por el veredicto de las urnas. Y para ello se requiere invertir grandes esfuerzos para desarrollar nuevas estructuras de organización del campo popular: más autónomas y plurales, menos verticalistas y personalistas, y diversas aunque no dispersas. Esto sin caer en un «basismo» paralizante a fuerza de pura catarsis, capaces de ejercer la crítica de sus propios gobiernos y, al mismo tiempo, ganar la calle para defenderlo de sus enemigos de clase. Estructuras, por último, que cumplan una crucial función de «dirección intelectual y moral», como decía Antonio Gramsci, y que sean el semillero de nuevos liderazgos para las lides electorales, sindicales, universitarias. De lo contrario seguiremos cosechando derrotas.

Salir del neoliberalismo, salir del capitalismo

Otro tema relacionado con el anterior es la subestimación en la que incurrieron las más diversas (y encontradas) corrientes de la izquierda y el pensamiento crítico de las enormes dificultades que se interponen a la construcción de un orden no sólo posneoliberal sino también pos-capitalista. Lo que los datos de la experiencia demuestran irrefutablemente es que la sola tarea de dejar atrás la gravosa herencia del neoliberalismo constituye casi una hazaña y que, precisamente por eso, nada podría ser más dañino que la alegre y complaciente celebración de la presunta llegada del posneoliberalismo a nuestras playas. Planteamiento este que parece ignorar que todavía hoy la liberalización financiera, la desregulación de los mercados, la privatización, la precarización laboral, la desindustrialización, la especialización productiva siguen teniendo una presencia definitoria en casi todos los gobiernos progresistas y de izquierda de la región y que estos aún se encuentran sumergidos en el neoliberalismo y lejos de las promisorias aguas del posneoliberalismo. Así como Marx y Engels, y después Lenin, Trotsky y Rosa Luxemburg subestimaron la resiliencia del capitalismo como sistema y su formidable capacidad para absorber desafíos de todo tipo, el pensamiento crítico latinoamericano y las fuerzas de izquierda fueron también ellas víctimas de la misma ilusión. No era tan fácil derrotar al neoliberalismo y mucho menos iniciar el tránsito hacia el poscapitalismo. Este reconocimiento de ninguna manera es una concesión derrotista o una exhortación a abandonar la tarea ante la supuesta inexpugnabilidad del sistema sino que pretende enfatizar la necesidad de mejorar nuestro conocimiento del capitalismo como sistema mundial y en sus diversas concreciones nacionales. Quien no conoce no puede cambiar lo desconocido. Por eso recordaba Lenin que «nada hay más práctico que una buena teoría». La tarea, por supuesto, es mucho más dura de lo que se pensaba porque el ataque a una ciudadela capitalista en la periferia -digamos Argentina, Brasil, Bolivia, Ecuador, Venezuela- no sólo es repelido por una vigorosa, multifacética y policlasista coalición interna sino que pone en funcionamiento las redes globales de defensa del sistema: las normas e instituciones internacionales (capitalistas hasta la médula) que regulan el funcionamiento de la economía mundial y que acuden rápidamente a socorrer a la fortaleza sitiada por las fuerzas anticapitalistas. El caso de los «fondos buitre» en Argentina ilustra con extraordinaria nitidez los nefastos alcances de este entramado capitalista mundial que cancela la soberanía de algunos estados nacionales; la arbitrariedad con que la legislación internacional penaliza a países de la periferia (Ecuador, con lo de la Chevron; Argentina, con los «fondos buitre», y así sucesivamente; el papel del Departamento del Tesoro de Estados Unidos al penalizar a los bancos que viabilizan el comercio exterior de Cuba es otro ejemplo de lo mismo, así como las reglas de la OMC, la perniciosa influencia del CIADI del Banco Mundial o las regulaciones no-arancelarias que descaradamente protegen las economías de los gobiernos autoproclamados como voceros de una economía mundial regida por la libertad de comercio. Si a lo anterior le sumamos, para seguir con esta metáfora gramsciana de las trincheras, fortificaciones y casamatas, el crucial papel de los medios de comunicación, controlados por la burguesía imperial y sus aliados locales (que han creado una suerte de «Plan Cóndor de la Información» para desaparecer a la verdad) así como su victoria en la batalla de ideas comprobaremos que la superación del capitalismo es una tarea bastante más complicada de lo pensado.

Sobre el «fin del ciclo progresista»

El complicado y amenazante tablero geopolítico mundial ha lanzado a Washington a la reconquista de América Latina, por cualquier método: «golpes blandos», como en Honduras y Paraguay (que de blandos no tienen absolutamente nada); «guerras económicas», como contra Venezuela; chantajes vía la demolición del precio del petróleo, para hundir a los principales enemigos del imperio: Rusia, Venezuela e Irán. «Desestabilizaciones continuas y acosos permanentes» a los gobiernos populares de la región, y así sucesivamente. Es que Estados Unidos necesita de una América Latina subordinada por completo, sin fisuras, para poder arremeter contra sus enemigos extracontinentales en Oriente Medio, Ucrania y el Mar del Sur de la China. Se comprende entonces la desesperación de la reacción imperial, desde el Tea Party hasta los exabruptos de Donald Trump y la urgencia de Barack Obama por «normalizar» las relaciones con Cuba, obstáculo fundamental para avanzar en la construcción de un nuevo consenso imperialista en el hemisferio.

Se comprende también la premura por redibujar el mapa sociopolítico de la región, para volver a una Latinoamérica también «normal», es decir, acorde con la vieja historia en la cual los gobiernos del área se encolumnaban sin chistar detrás de las posturas de Washington. En otras palabras, regresar a la situación imperante hasta el anochecer del 31 de Diciembre de 1958, víspera de la Revolución Cubana. Tal intento está destinado al fracaso, pero eso no quiere decir que el imperio vaya a desistir de sus propósitos. Por eso los países de América Latina y el Caribe han ingresado en una zona de fuertes turbulencias. Algunos se apresuran a profetizar un supuesto «fin de ciclo» de los gobiernos progresistas y de izquierda, pero los datos duros de la experiencia no avalan ese pronóstico.7 Son gobiernos acosados y hostilizados y, en el caso de la Argentina, se sufrió una lamentable -e innecesaria, gratuita- derrota. El panorama venezolano no es alentador pero nada autoriza a pensar en la inminencia de un recambio constitucional del Ejecutivo a favor de la MUD. En las elecciones parlamentarias del 6 de Diciembre del 2015 hubo más de dos millones de chavistas que, enojados por la ineficacia oficial para controlar la situación económica, no acudieron a las urnas, pero sería poco sensato pensar que en una futura compulsa presidencial votarían por la derecha. En suma: estamos transitando una nueva fase económica (agotamiento del boom de las commodities latinoamericanas) y estancamiento o retrocesos de la movilización social y política, fase que plantea nuevas contradicciones y renovadas tensiones creativas, como recuerda Álvaro García Linera.8 Pero sería imprudente descartar ab initio la posibilidad de una recuperación del impulso ascendente de masas acicateado por la continuación de la crisis general del capitalismo y las penurias que este derrama sobre la periferia, potenciadas por la brutalidad de los ajustes neoliberales como los que se han puesto en marcha en la Argentina y, en menor medida, en Brasil. Una periferia, digámoslo brevemente, que no sólo experimentó un avance social y político sin precedentes en los últimos quince años, reduciendo las enormes brechas de desigualdad de antaño y adquiriendo una amplia gama de derechos ciudadanos que difícilmente puedan ser conculcados sin desencadenar enormes resistencias. Más importante aún, si algo ocurrió en América Latina y el Caribe, al calor de las grandes luchas en contra del ALCA y en pro de las transformaciones que modificaron significativamente el paisaje económico, social y político de los países de la región, fue el nacimiento de una difusa conciencia política antiimperialista y anticapitalista -intuida más que intelectualmente elaborada- tal vez confusamente expresada pero aún así dotada del suficiente vigor como para erigirse en un obstáculo nada desdeñable para los proyectos restauradores patrocinados por el imperio en la región.

De acuerdo a lo expresado más arriba podría hipotetizarse que más que la redistribución de bienes materiales el legado más significativo de estos años también ha sido un significativo cambio en la conciencia de las clases y capas populares, acompañando la expansión de los derechos ciudadanos y la construcción de estados democráticos basados en su activo protagonismo. Para los gobiernos neoliberales seguramente que será más sencillo reconcentrar los ingresos que abolir nuevos derechos recientemente conquistados y desciudadanizar a capas y grupos sociales que con estos procesos adquirieron por primera vez su condición de miembros de la comunidad política e internalizaron, si bien de manera difusa, el ideario emancipatorio y latinoamericanista del bolivarianismo. Por otra parte, no estaría demás interrogarse si las condiciones internacionales facilitarían un retorno al pasado, al tipo de ordenamiento hemisférico que esta parte del mundo conocía cuando se produjo el derrumbe de la Unión Soviética y los estrategos norteamericanos se engañaban con «un nuevo siglo americano». La respuesta es obvia, todo lo cual nos conduce a preguntarnos si sería concebible hablar de un «fin de ciclo» a partir del sólo análisis del momento económico de una formación social. No nos parece convincente ni razonable. Todo pronóstico tiene un margen de error más o menos grande y no será este autor quien incurra en temerarias profecías. Digo sí, empero, que la historia sigue su curso, y mientras discurrimos en torno a estas posibilidades el viejo topo sigue haciendo su trabajo. En suma, son cuestiones abiertas que ameritan un examen minucioso que apenas si hemos esbozado aquí.

 

Notas

2 Un ejemplo es lo ocurrido en la Argentina con «Carta Abierta». En ese espacio algunos de los más distinguidos intelectuales del país acompañaron la gestión gubernamental sin dejar trascender el menor asomo de crítica ante algunos groseros errores de gestión y de concepción que jamás deberían haber sido convalidados con su silencio. Sólo muy al final del mandato de Cristina, cuando el lamentable desenlace estaba a la vista, esbozaron algunas críticas, tardías y más bien superficiales. La justificación para esta complacencia era la virulencia del ataque de la derecha y sus grandes medios, chantajeando a quienes con sus críticas constructivas «le hacían el juego a la derecha». La misión de los intelectuales no es nada fácil, y quedó demostrado en el caso que nos ocupa. Y no creo que sea exagerado agregar que este fenómeno está lejos de haber sido un mal exclusivamente argentino. Tengo para mí que, con distintas variantes, se reprodujo en otras latitudes.

3 Papel esencial, y que refuerza el de los intelectuales, es el que juegan los «entornos» presidenciales que, casi siempre con la mejor de las intenciones, impiden que el gobernante acceda a informaciones y opiniones que podrían inducirlo a cambiar de rumbo. Por algo Maquiavelo en El Príncipe recomendaba a este huir de sus consejeros y aduladores, que pavimentaban el camino hacia su propia perdición.

4 En relación a esto y para despejar cualquier duda me apresuro a expresar enfáticamente que en todos los casos que nos ocupan los aciertos históricos superan ampliamente los yerros en que puedan haber incurrido los gobiernos populares .

5 Esto remite a un tema arduo y complejo que no podemos sino mencionar aquí: la relación entre el cambio tecnológico o, dicho en el lenguaje clásico, «el desarrollo de las fuerzas productivas» y las actitudes, valores, sentimientos de la población. El fenomenal avance de la informática y las telecomunicaciones es de crucial importancia en la conformación de las identidades y opiniones políticas. Así lo comprueba, para el caso de las rebeliones de la fracasada «primavera árabe» Zbigniew Brzezinski en su más reciente obra, Strategic Vision .

6 El caso del primer peronismo requeriría un análisis muy extenso que no podemos hacer aquí. Basta con señalar, a modo de preámbulo para un estudio más pormenorizado, que la perdurabilidad de la identidad peronista refleja la radicalidad de sus políticas sociales y de la acelerada incorporación a la comunidad política de vastas masas populares hasta ese momento marginadas, todo lo cual ocurrió, además, en un contexto de rápida descomposición del estado oligárquico. Situación muy diferente a la que enfrentara el kirchnerismo y que podría ser una clave interpretativa de la distinta encarnadura social de sus legados.

7 Sobre este tema ver el dossier especial de ALAI, Revista No. 510 (Diciembre 2015), dedicado al tema «¿Fin del ciclo progresista?» http://www.alainet.org/es/revistas/510#sthash.Cq62hr5u.dpuf

8 Cf. su Socialismo Comunitario (Buenos Aires: Ediciones Luxemburg, 2015)

Atilio A. Boron, Investigador Superior del CONICET. Profesor Titular Consulto de la Universidad de Buenos Aires. Profesor Titular de la Universidad Nacional de Avellaneda. Director del PLED, Programa Latinoamericano de Educación a Distancia en Ciencias Sociales.

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