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Uruguay

Imputar a la civilización

Fuentes: Rebelión

«Seguramente el período que llamamos Etapa adolescente Contradictoria como ninguna Mirando por la tele algún satélite que está por arrancar para la luna y acá en la zona, gente en la lona que a papi y a mami en la diaria le chupan un huevo ¿Será que es normal? ¿Que eso no está mal?» La […]


«Seguramente el período que llamamos

Etapa adolescente

Contradictoria como ninguna

Mirando por la tele algún satélite

que está por arrancar para la luna

y acá en la zona, gente en la lona

que a papi y a mami en la diaria

le chupan un huevo

¿Será que es normal? ¿Que eso no está mal?»

La Mojigata, 2004

La segunda encuesta nacional de salud adolescente reveló que un 17 % de los jóvenes se sintió tan triste que dejó de hacer sus actividades diarias habituales al menos por 2 semanas; un 12% ha pensado seriamente quitarse la vida y un 10% intentó efectivamente quitársela. Estos porcentajes aumentan a 25, 17 y 15% en los adolescentes de 16 y más años.

El dato es tan impactante que el resto de la información relevada pierde importancia. ¿Qué nos pasa? ¿Por qué el sufrimiento de estos gurises es tan grande? La retórica altisonante sobre la «minoridad infractora» queda reducida al ridículo ante esta violencia que nuestra sociedad genera: una violencia tan terrible, tan desmesurada que decenas de miles de nuestros adolescentes y jóvenes quieren matarse. A diferencia del Van Gogh de Antonin Artaud, estos «suicidados por la sociedad» no son locos brillantes cuya lucidez superior disfuncional al orden establecido resulta intolerable a la sociedad que entonces los encierra en manicomios y oprime hasta el suicidio. Estos suicidados por la sociedad no son seres excepcionales: son miles de Juanes y Marías sin posibilidades de expresar, elaborar o ejercer su disfuncionalidad en acciones que no sean la de la propia autodestrucción. Los estamos despedazando por dentro, sembrando cotidianamente mensajes escépticos, mentiras increíbles, fatalismos fatales, que alimentan el espiral de muerte. La sociedad ejerce sobre si misma un juvenicidio invisible y silencioso, pero a diferencia de los «menores» que hoy persigue, la civilización sí es inimputable.

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Tanta tristeza y desesperación suicida encuentran múltiples explicaciones desde las psicologías, las antropologías y las sociologías de más variado cuño. No faltan los neuropsicólogos que sueñan encontrar el gen del suicidio y con él una explicación mágica (individualizable y aislable en laboratorios eugenéticos); ni los sociólogos que relativizan el fenómeno recordando que el suicidio existió en todas las sociedades y tiempos históricos, al punto de ser un problema estudiado por uno de los fundadores de la sociología moderna como Emile Durkheim. Y por cierto que resulta pertinente recuperar algunas de las conclusiones de Durkheim, que ya en 1897 denunciaba el aumento del suicidio en Europa como la contracara invisible del progreso económico y la revolución industrial, al tiempo que postulaba que en las sociedades con mayor cohesión interna en base a lazos de solidaridad el suicidio ocurría en menor grado. Pero más allá de las explicaciones disponibles, lo que resulta verdaderamente alarmante, es precisamente la ausencia de alarma e indignación general ante la difusión pública de los datos que prueban la existencia de un juvenicidio en nuestro país. Ante esto, resulta insuficiente la explicación del temor «al contagio» por parte de los especialistas y gestores; por el contrario, si la respuesta social fueran más suicidios esto quiere decir que las motivaciones para hacerlos serían mucho más fuertes de lo que se quisiera admitir: caído el tabú ¿los efectos serían más muertes y menos lucha por la vida? La sociedad inimputable no quiere enterarse de sus pobres expulsados, de sus locos encerrados, de sus presos hacinados, ni de sus jóvenes suicidados por miles. Y ya ni siquiera tenemos a un Artaud (fue desaparecido por las industrias culturales) que dirija su furia y su lucidez desquiciada a denunciar las causas y los modos del juevenicidio de nuestra sociedad.

Queremos politizar el problema del suicidio. Queremos vincularlo con una verdad inoportuna y necesaria: este juvenicidio es hijo de nuestro tiempo. Decimos de esta verdad que es inoportuna porque viene estallar en la cara sonriente del consenso autocomplaciente que rodea al crecimiento económico actual. Y es una verdad necesaria porque, sin desmedro de la rigurosidad de sus argumentos, es ante todo éticamente necesario que la asumamos como tal. Que asumamos que esta problemática es hija de nuestro tiempo, del entorno y de las relaciones sociales que como pueblo hemos sido capaces de edificar (o desedificar, que no es lo mismo pero es igual). Jóvenes desencontrados consigo mismo y con los demás. Sin punto de apoyo en su familia ni en sus amigos. Sin sentirse parte de, o contribuyendo a, o en contra de, o junto con. Desesperados. Agobiados. Apáticos hasta el hastío; al punto de que la muerte puede resultar el experimento más emocionante. Aburridos, o lo que es lo mismo: hiper-pseudo-divertidos hasta el hartazgo, la impotencia, o la insensibilización. No confían en nadie que los pueda ayudar. No la ven por ningún lado. Sólo saben que están sufriendo y que mañana seguirán pasando igualmente mal; o pasando nada más. ¿Y que hay más antiproductivo que el flotar a la deriva? ¿Que odia más la vida que la no producción? No hay identificación con un relato del pasado en que se reconozcan, ni un proyecto de futuro que los aliente a seguir. Viktor Frankl, sobreviviente al campo de concentración nazi de Auschwitz y Dachau, observó que entre los prisioneros del campo los más fuertes no eran los de mejor complexión física o mayor juventud, sino aquellos que lograban otorgar un sentido (político, poético, futuro) a su insoportable condición presente. De allí la vulnerabilidad: n ada parece tener sentido, nada vale la pena.

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Antonio Gramsci, citando a Ugo Bernasconi recordaba que «a menudo lo que la gente llama inteligencia no es más que la facultad de entender las verdades secundarias en menoscabo de las verdades fundamentales». La estupidez humana, sembrada y fertilizada constantemente por los comedidos agoreros del progreso nos tiene como máquinas repitiendo que lindo es este Uruguay casi desarrollado de crecimiento económico concentrado. Somos un país y pueblo demográficamente envejecido, pero paradojalmente joven y extremadamente permeable y permeado por los valores e ideología del mercado y el consumo. Está en crisis la pertenencia al tejido social concreto que nos estructura como sociedad, que nos encuentra, que nos enreda, que nos invita a quedarnos, a ser parte, a dar lo nuestro por un conjunto que nos trasciende y a la vez nos constituye, en el que reconocemos comunidad y desde el cual construimos nuestra singularidad. No hay medición de nivel de votación y credibilidad en las instituciones que mida el sentido de pertenencia social de la gente. No precisamos estadísticas para saber esto: nos violentamos cada vez más, nos involucramos cada vez menos, son los menos los que construyen colectivamente en el barrio, en el pueblo, en las cooperativas, en los gremios y sindicatos. Sin embargo, es tan pobre nuestra visión de la sociedad, hemos internalizado hasta tal punto el consenso dominante, que seguimos marchando, comedidos, en un rumbo que no resuelve los dolores que tenemos, consolándonos con comparaciones que impulsan siempre a la degradación y la mediocrización de las expectativas.

Si esto es el desarrollo, y aquello era el subdesarrollo, queremos otra cosa, ninguna de las dos. Pero por lo pronto queremos recuperar la posibilidad de discutir socialmente (políticamente) la propia posibilidad de otra cosa: instalar la posibilidad de otra posibilidad.

Se hace necesario desarmar una vez más el viejo discurso del crecimiento económico como base del bienestar social. La base material de la sociedad reclama mucha atención y es en consecuencia fundamental ocuparse de la economía e intentar «multiplicar los panes y peces». Pero sabemos que el crecimiento económico tal como se expresa en nuestro país no resuelve los problemas materiales de fondo de nuestra sociedad; y por otra parte, es necesario advertir que sólo el crecimiento económico (de cualquier modo, y a cualquier precio) no es suficiente para la construcción de una sociedad democrática y solidaria.

Hay algunos viejos contrastes, que hoy naturalizamos, y que es preciso que nos vuelvan a indignar. La deficiencia de vivienda y servicios básicos en nuestro país es aun terrible (cientos de asentamientos irregulares, decenas de miles de familias que carecen de piso, agua, baño y saneamiento, que viven hacinados y se protegen con chapas y cartón), mientras el crecimiento económico arroja la multiplicación de la construcción suntuosa en los balnearios de lujo y la especulación inmobiliaria genera miles de viviendas desocupadas en varios barrios de Montevideo. Hay mucha gente que vemos a diario buscando restos de alimentos en los contenedores de basura, mientras los canales televisivos nos muestran los banquetes de los ricos. Hay quienes andan en harapos mugrientos cinchando carros, mientras algunas damas y algunos caballeros multiplican semanalmente sus prendas para no aburrirse y organizan marchas por los derechos de… los caballos. Así podríamos seguir mencionando necesidades materiales de escuelas, liceos, hospitales, clubes deportivos, etc. Y los contrastes con los barrios de lujo privados, sus colegios, clubes, las hermosas instalaciones que poseen los parques de las grandes empresas, las zonas francas, los bancos, supermercados y shoppings como iglesias del mercado y el consumo. Somos lo que consumimos, somos a partir de que consumimos. Y el acceso a ese consumo tiene como única referencia el llegar; no importa como, no importa a costa de quién. Y aquellos que se horrorizan cuando el desarrollo económico tiene como efecto el aumento de los delitos contra la propiedad, deberían preguntarse siguiendo a Rafael Bayce, por qué no son muchos más los que delinquen, dado que las mayorías no pueden acceder a los niveles de consumo que la misma sociedad promueve. O por qué se sigue naturalizando que sectores minoritarios accedan a ese hiperconsumo pautado como ideal, y sostenido sobre la base de la explotación de sus iguales.

Es decir que nuestra base material tiene problemas que son concretos, que impiden que muchos ciudadanos cubran sus necesidades básicas. La tarea urgente consiste en volver a saber nuevamente (y de un nuevo modo) aquello que en otro tiempo «sabíamos» (en el sentido de un saber disponible como verdad operativa): que el capitalismo no está preocupado por resolver esa base material sino que sólo arroja crecimiento material y económico en función del lucro y en consecuencia orientado caprichosamente. Este saber otrora disponible como verdad operativa («pesimismo de la razón y optimismo de la voluntad», diría Gramsci), fue castigado duramente por varias derrotas. Entre ellas, la derrota principal fue sin dudas la que transformó aquel saber operativo en ignorancia (o en saber retórico-nostálgico, lo que viene a ser igual). Decía Honoré de Balzac que «la resignación es un suicidio cotidiano».

Por eso es necesario des-ignorar lo que sabíamos y volver a saber (operativamente) que lo que triunfa hasta ahora en nuestro país es una forma de organización absolutamente corrupta y antisocial. No se precisa más riqueza material en abstracto, lo que falta en nuestro país es un cambio radical en la forma de organización social y de uso y distribución de la riqueza que genera nuestro trabajo. El hecho de que crecer económicamente no es un fin en si mismo, es hoy reconocido hasta por los liberales más reaccionarios. Pero si entonces es un medio, recuperemos la potencia de las preguntas obvias ¿un medio para qué? ¿Cuál es el fin del crecimiento económico?

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Asumimos que el fin del crecimiento económico es la felicidad humana, la alegría de los más la mayor parte del tiempo y el sufrimiento de los menos el mínimo tiempo posible. Es en este punto en el que la divulgación de los datos que dan cuenta del juvenicidio en curso en nuestro país nos interpela dolorosamente. Los suicidados por la sociedad nos devuelven con su acción un deterioro en las condiciones de la convivencia que resulta ineludible asumir. Nuestra sociedad se guettiza, los espacios de integración social se reducen, la gente cada vez se encuentra menos y se teme más.

No paramos de sorprendernos cuando el mundo rico arroja noticias terribles de adolescentes o jóvenes que llegan a un colegio y matan al barrer como moscas a sus compañeros y profesores. Lo resolvemos fácil, sabemos que eso es una verdadera locura, es la pérdida de sentido total, es perder referencia del valor de la vida humana, la propia y la de los otros. Somos además capaces de hipotetizar en estos casos de que ese estado de violencia se relaciona con una forma de vida deshumanizada, artificializada al máximo, donde prima el encierro, el consumismo, la incapacidad de discernir ficción y realidad, la violencia de sistemas educativos que reproducen la discriminación y la competencia entre pares que existe en la sociedad, etc. En fin, nos damos un rato para asociar estos hechos como emergentes de sociedades enfermas. Solemos consolarnos en que por suerte no vivimos allí y que tan mal no estamos. Rara vez conectamos esas realidades con las tendencias en curso en nuestra sociedad, con lo que venimos forjando y edificando también por acá.

Cuando hace un par de años en Túnez un joven se prendía fuego cómo forma de protesta frente a un sistema injusto, el mundo se alarmaba y el pueblo tunecino seguía juntando fuerza para objetivar que el sufrimiento de ese joven tenía que ver con un régimen político, social y económico que los estaba destrozando. En este caso, como cuando un budista-tibetano se incendia como forma de protesta frente al Estado Chino, digamos que lo analizamos menos, lo atribuimos a una cultura y religión distinta, sistemas más autoritarios que el nuestro, etc. Entonces dimensionamos políticamente la cuestión y nuevamente nos reconfortamos en que estamos en Uruguay y que tan mal no estamos.

Pero ahora que una encuesta vino a confirmar el juvenicidio de nuestra sociedad, ya no podemos eludir el problema. Aquí en Uruguay, decenas de miles de jóvenes se chamuscaron un poco, quisieron matarse. No fue una balacera propinada por un joven ensimismado. No fue una catástrofe natural. No fue la estadística de rapiñas. No fue tampoco un acto político-reivindicativo. Fue un acto de desesperación, un grito callado de dolor intensísimo. Es el encuentro de los cuerpos con lo que Spinoza denominaba las «pasiones tristes», aquellas pasiones que envenenan la vida; que a partir de la culpa, la vergüenza, y el odio, principalmente el odio contra uno mismo, transforman la potencia de nuestros cuerpos en un ataque a la vida misma y en ella contra uno mismo. Y ese dolor duele en el alma. Indigna. Rebela. Nos debe doler, indignar y rebelar. Nos debe llamar a redoblar, porque nuestra generación ya no puede mirar para el costado al momento de señalar los responsables de lo que nos pasa. Porque sobre las «pasiones tristes» no sólo podemos quedarnos en señalar a aquellos que se vuelven esclavos en su relación con las mismas; en este caso los que suman a la estadística. Es necesario también dar cuenta de la tríada completa que las sostiene, siguiendo la referencia spinoziana: el esclavo, el tirano, y el sacerdote. «El tirano necesita para triunfar la tristeza de espíritu, de igual modo que los ánimos tristes necesitan a un tirano para propagarse y satisfacerse», nos dice Spinoza en puño y letra de Deleuze. Nos toca en primer lugar señalar las responsabilidades de los tiranos y los sacerdotes que se asientan sobre estas pasiones para fortalecer su poder. Señalar a aquellos que a partir de la mentira, la confusión y la ambición, promueven la servidumbre por sobre la libertad de los hombres.

En segundo lugar, nuestra tarea es cambiar esa tristeza. Es invitar a estos jóvenes «esclavos» que sólo ven en el suicidio una vía de liberación, a que se organicen para luchar. Invitarlos a una rebelión a lo Espartaco, no socrática. Porque si algo hemos aprendido muchos en el andar es que sólo buscando, creando, encontrándonos una y otra vez, organizándonos y luchando codo a codo entre compañeros que sueñan lejos y pisan-abrazan cerca se nos pasa la rabia y la pena que en ocasiones da vivir en una sociedad tan injusta, tan desigual, tan profundamente desafectada e indiferente ante el dolor ajeno. Sólo así construimos la alegría nuestra y damos energía al proyecto de sociedad que forjamos. Nuestra tarea es no dejarnos impregnar por el escepticismo y la desesperanza, pero saber que están ahí prendidos en la gente, en nuestros propios compañeros de ruta, en los niños-adolescentes-jóvenes semilla de futuro. Si en ellos, en los jóvenes suicidados por la sociedad, tiene su expresión más terrible el rechazo a nuestra civilización actual, posiblemente se deba a que son quienes aún no perdieron la capacidad de sentir profundamente, y cuestionarse tan hondo al punto de incluir la duda en torno a la propia continuidad existencial.

Este modo de organización de la sociedad no nos convence, como tampoco convence a muchos de los que nos rodean. El capitalismo no fue votado en ningún plebiscito y la gente no reproduce el capitalismo por opción. Llamemosle hegemonía o producción de subjetividades capitalistas, el capitalismo se sostiene a partir de una maquinaria construida humanamente a lo largo de los últimos 400 años de historia. Es un régimen impuesto por la fuerza y el disciplinamiento, por la naturalización histórica de su condición de única forma social posible. Debemos ubicar como posibles otros mundos en nuestros horizontes, y luchar por ellos con una fuerza superior a la del Capital. Rafael Barret, hablando a los trabajadores de los yerbales paraguayos, decía: «no se vence a los fuertes sin ser fuertes, y sin serlo de otro modo». Es necesario ser fuertes, sin transformarnos en lo mismo que queremos derrotar. Es nuestra tarea militante edificar un proyecto político de profunda transformación social que enamore a estos y otros gurises. Esos pequeños entornos que auspician vocaciones suicidas (no algunas sino de decenas de miles de almas), son hijos de esta construcción social basada en la tiranía de unos pocos sobre las mayorías y la naturaleza; con el lucro como única ambición y meta. Hay que hacer visible esa conexión, señalarla como un dato más de la inviabilidad de esta organización social y no cansarse de invitar a ser parte de lo nuevo; y de lo nuevo en el aquí y ahora, sin espera, sin promesas, hacer juntos e ir andando.

La alegría como medio y fin. El compromiso con el otro como medio y fin. Habrá que multiplicar el convite por todos los medios que podamos. Romper la impunidad de la civilización inimputable. Volviendo a Artaud, el loco: «Cualquiera que haya escrito, pintado, esculpido, construido, modelado, inventado, lo ha hecho sólo para escapar del infierno» . Allí donde el capital y la lógica mercantil privatiza la vida, nos toca construir espacios comunes donde sea posible escribir, pintar, esculpir, construir, modelar, inventar, y organizarse desde las pasiones alegres para escapar del infierno.

«Cante y sepa gurisito

Que esto le fue de yapa

Ahora póngase el babero

Así nada se le escapa

A ver si tragó?

No vomite ni me arroje

Te tocó Uruguay

No me achique ni me afloje»

La Mojigata, 2004

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso de los autores mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.