La Red de Comunistas de Italia inicia una campaña contra el imperialismo, contra el bloqueo y en defensa de los procesos revolucionarios y la autodeterminación de los pueblos.
Como Rete dei Comunisti, hemos organizado este ciclo de iniciativas para enmarcar adecuadamente los futuros eventos electorales que este otoño atravesarán lo que antes se llamaba el Nuevo Mundo (desde los EE.UU. hasta Venezuela, desde Bolivia hasta Chile) en el contexto de la transformación de todo el continente, y especialmente en relación con la fase histórica que estamos atravesando.
Desde décadas, el modo de producción capitalista se encuentra en una crisis sistémica de la que no consigue salir. Tras el empuje de la expansión del mercado mundial dado por la implosión del bloque soviético y la apertura de China en los años noventa, las dificultades para valorizar el capital se agudizan cada vez más, lo que genera una serie de contradicciones cuyo desarrollo es cada vez más destructivo, desde la inestabilidad financiera hasta la tendencia a una guerra no frontal sino generalizada, desde la crisis ambiental hasta la crisis sanitaria. Esta incapacidad de generar beneficios adecuados para satisfacer las necesidades del capital se refleja en Occidente directamente en un descenso de las condiciones de vida de la mayoría de la población, a quien llega una porción cada vez más pequeña de una riqueza cada vez más pequeña. Esto ha erosionado progresivamente la capacidad hegemónica de la clase dirigente, exasperando las fracturas internas de la sociedad que se manifiestan cíclicamente de manera variada según las situaciones concretas.
En este momento en ningún otro país occidental estas contradicciones se manifiestan tan claramente como en los Estados Unidos. Después de haber luchado con otro puñado de países por el título del país que gestionó peor la pandemia de COVID-19, y de haber experimentado la mayor contracción del PIB de su historia (-32,9% en el segundo trimestre de 2020), los EE.UU. se acercan a la fecha de las elecciones del 3 de noviembre en una atmósfera que a veces se asemeja a la de una guerra civil. La situación nunca se ha normalizado después de las protestas del pasado mes de mayo, tras otro brutal asesinato más por parte de la policía. A la ira de la comunidad negra se sumó pronto la de otras minorías ya duramente afectadas por la pandemia del coronavirus (de modo más que proporcional a su presencia demográfica), pero también la de sectores enteros de la clase obrera blanca empobrecida por la desindustrialización y la crisis. Las huelgas e importantes iniciativas en sectores clave de la logística y de la gig economy han mostrado las fisuras de una paz social que ha durado décadas, mientras que la respuesta de las autoridades ha sido extremadamente violenta, con Trump qua a desplegado fuerzas federales en las ciudades más problemáticas incluso en contra de la opinión de los gobiernos locales. La ruptura social entre las diferentes almas del país se manifestó en toda su violencia, hasta los enfrentamientos directos y los tiroteos entre los manifestantes y las milicias armadas de extrema derecha, estas últimas apoyadas naturalmente por la policía.
Esta desintegración social que actúa a varios niveles (tanto verticalmente entre el establishment y los gobernados como horizontalmente dentro de la clase obrera, y en parte también dentro de la burguesía) es, como dijimos antes, una consecuencia directa de la incapacidad del capitalismo de salir de su crisis sistémica, pero tiene para los EE.UU. características específicas vinculadas a su historia reciente y al papel que desempeña en la governance mundial. De hecho, los EE.UU. ven disminuir su hegemonía global, y con ella la capacidad de “externalizar” las contradicciones que se desarrollan en su interior. Si, de hecho, tras el fin del mundo bipolar, los EE.UU. mantuvieron durante unos años el liderazgo mundial en los principales sectores estratégicos (militar, financiero, recursos naturales, innovación tecnológica), hoy en día su liderazgo, que sigue siendo un hecho objetivo, se está erosionando significativamente en todas estas áreas (excepto en el sector militar).
Esta dinámica tiene importantes consecuencias, no sólo en la agresividad que la política exterior de los EE.UU. están poniendo en marcha, sino también en la redefinición de las cadenas de valor internacionales. En el decenio de 1990, los EE.UU. habían encontrado en China una reserva de mano de obra disciplinada y de bajo costo, que a sido fundamental para el ciclo de crecimiento iniciado en esos años. Sin embargo, en los últimos años, China se ha identificado cada vez más como un antagonista más que como un competidor, y la clase dirigente de los Estados Unidos está comenzando a evaluar cuán estratégicamente insostenible es que se reubique una parte tan grande de su producción en territorio enemigo. Por esta razón, también, la cuestión de la reubicación, una de las principales preocupaciones de Trump en su primera campaña electoral, ha aparecido con fuerza en el discurso estadounidense en los últimos años.
Es importante subrayar que desde el punto de vista estratégico de los EE.UU., cuando se habla de reubicar la producción a América, no sólo se considera su territorio, sino todo el continente americano.
La idea de expandir sus cadenas productivas hacia el sur había sido la base en los años 90 del TLCAN (sustituido este año por el USMCA), un acuerdo de libre comercio con Canadá y, sobre todo, con México, que pretendía expandirse a todos los países del continente a través del proyecto FTAA/ALCA (Área de Libre Comercio de las Américas). Este último fue abandonado, no sólo por la oposición que había encontrado en los países que luego se organizaban en el ALBA, sino también porque el capital transnacional había identificado a China como un entorno más favorable.
Es también en la reanudación de este proyecto imperialista, así como en el deseo de asegurar un acceso garantizado a las materias primas de las que el continente es rico, que debemos leer la renovada escalada del conflicto de clases en América Latina en los últimos años.
En los últimos años, la combinación de las dificultades económicas mundiales y el renovado interés estratégico de los Estados Unidos en lo que consideran su “patio privado” han creado situaciones de gran inestabilidad en muchos países de América Latina. Tales situaciones no son más que elementos de un conflicto de clases a nivel continental en el que la oligarquía propensa al imperialismo norteamericano contrasta con los sectores populares que han visto mejorar drásticamente sus condiciones de vida en países donde, desde finales del siglo pasado, se ha iniciado el ciclo histórico progresivo ahora atacado: el golpe de Estado en Bolivia; los continuos y cada vez más violentos intentos de desestabilizar a Venezuela; las gigantescas movilizaciones populares en el Ecuador y especialmente en Chile, país que ha sido, más que ningún otro, el campo de experimentación social de la tristemente célebre escuela de Chicago desde la época de Pinochet; el regreso a la guerra armada de algunas facciones de las FARC en Colombia, tras la continua e impune masacre por parte de narcotraficantes y fascistas de sus militantes y sindicalistas; el “golpe blanco” en Brasil, la victoria en las elecciones del Bolsonaro y la masacre aún en curso causada por el coronavirus. Sólo dentro de este choque continental podemos enmarcar las próximas elecciones: las elecciones en Bolivia y Venezuela y el referéndum constitucional en Chile.
Este choque nos impulsa hoy a afirmar que la elección, tomando prestado el popular slogan del movimiento comunista “Socialismo o Barbarie”, es entre “Socialismo y Barbarie” donde el socialismo está concretamente presente en América Latina y la barbarie está igualmente presente concretamente en los EE.UU. . En resumen, el continente austral se ha convertido en el eslabón débil del imperialismo moderno, no sólo norteamericano.
De hecho, la situación es muy diferente de la del decenio de 1990, cuando los EE.UU. pudieron imponer el TLCAN sin tropezar con obstáculos particulares. En primer lugar, ya no nos encontramos en el inicio de una fase expansiva a nivel mundial, sino que estamos inmersos en una crisis económica y social cuyas consecuencias, como decíamos, también se sienten profundamente en el corazón del imperio.
De hecho, los EE.UU. ya no son el único actor importante de la región: solo hay que tomar como ejemplo el apoyo que la Federación de Rusia ha prestado a Venezuela en los últimos años, o el proyecto, cofinanciado por los chinos, de un canal en Nicaragua para competir con Panamá. A esto hay que añadir, sin duda, la determinación de los pueblos de América Latina, que en los últimos decenios han demostrado una capacidad de resistencia y a veces de contraataque. Por último, no podemos dejar de señalar que la actual pandemia, al mostrar las deficiencias del capitalismo, enseña claramente la necesidad de una alternativa sistémica. Y desde este punto de vista, el ejemplo de la gestión de la pandemia por parte de Cuba y Venezuela, dos países que han estado bajo embargo, bloqueo y sanciones durante años, se presenta a los ojos del mundo como un desaire a la barbarie que está tratando de avanzar.
En este marco general, proponemos pues la organización de una serie de iniciativas de discusión y confrontación en los territorios donde hay interés y condiciones para ello.