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Perú en la Operación Cóndor

Fuentes: Rebelión

Una denuncia publicada recientemente por la revista de César Hildebrandt referida a Carla Artez Rutila, nacida en el Perú y secuestrada con sus padres a fines de los años 70 y la presentación del general Francisco Morales Bermúdez ante el III Juzgado Penal de Lima que ve el caso de su extradición solicitada por la […]

Una denuncia publicada recientemente por la revista de César Hildebrandt referida a Carla Artez Rutila, nacida en el Perú y secuestrada con sus padres a fines de los años 70 y la presentación del general Francisco Morales Bermúdez ante el III Juzgado Penal de Lima que ve el caso de su extradición solicitada por la justicia argentina; reactivó el debate en torno la Operación Cóndor y su incidencia en el Perú. Como de por medio está una orden de captura y un requerimiento similar formulado por la justicia italiana, es bueno esbozar una idea de lo que significó la denominada «Operación Cóndor» impulsada en su momento por las dictaduras militares del cono sur, alentadas por El Pentágono y sustentadas por la Agencia Central de Inteligencia de los Estados Unidos.

Como se recuerda, la Operación Cóndor se concretó formalmente en un encuentro celebrado en el edificio de la Academia de Guerra, en Santiago de Chile a finales de noviembre de 1975, y al que concurrieron «delegados» de ese país, Argentina, Paraguay, Uruguay y Bolivia. El Perú no participó, porque la administración norteamericana no tenía confianza en los militares de aquí, que vivían aún influidos por la experiencia velasquista.

Es verdad que ya en ese momento Velasco había sido depuesto. Perú todavía su sucesor, Francisco Morales Bermúdez no se atrevía a develar todas sus cartas. Aún jugada al demagógico discurso de la «profundización del proceso», que engañó a muchos y desorientó a distintas fuerzas del continente. La administración yanqui, en ese contexto, no juzgó prudente la presencia peruana, decisión que fue compartida por los servicios secretos de los otros países que tampoco tenían muchas razones para confiar en el Perú.

La Operación Cóndor puso en marcha un siniestro plan de exterminio alentado por la idea de «acabar con la subversión», entendida esta como el conjunto de fuerzas que se oponían a la gestión militar imperante y obstruían la aplicación de los «modelos» económicos diseñados por el Fondo Monetario y que debían imponerse «por la razón o por la fuerza», como lo indicaba el lema del escudo nacional de Chile. Esto, conocido por diversos sectores de opinión, es sin embargo novedoso para las nuevas generaciones que fueron educadas en el espíritu del silencio ante estos hechos macabros, y cuyas mentes resultaron frivolizadas al extremo mediante programas que les enseñaron a vivir sin pensar, despreocupadas por lo que ocurría en su país y en la región.

En muchos casos las acciones de la Operación Cóndor fueron consideradas secretas. Es decir, que se desarrollaron a escondidas, amparadas en la oscuridad de la noche, la lejanía del campo, o el abandono de playas en las que numerosas víctimas eran torturadas y asesinadas. En otras, estuvieron disfrazadas y se presentaron bajo la táctica del «camuflaje» para no ser identificadas como prácticas castrenses.

Eso último puede acreditarse con hechos tangibles: miles de personas secuestradas en Argentina fueron abordados y luego trasladados a sus lugares de reclusión en vehículos no oficiales, y los locales en los que fueran hacinados los intervenidos eran centros clandestinos de reclusión -como la ESMA- o establecimientos comerciales privados, como Automotores Orletti, en Buenos Aires. Pero todas estas acciones tuvieron un común denominador: eran prácticas de exterminio masivo y se orientaban a acabar definitivamente con todo aquello que asomara como «resistencia» a la política oficial. Matar destacadas personalidades como el general Pratts, Orlando Letelier y Juan José Torres, o arrojar presos atados al mar desde aviones, era una rutina consustancial al esquema entonces vigente. Stella Calloni, brillante periodista argentina, ha documentado el tema en valiosos libros.

Uno de los líderes de esta práctica asesina, el general Iberico Saint Jean -gobernador de Buenos Aires en 1977- acuñó una frase que mostró muy claramente «la frontera» en la que debía terminar la acción: «Primero mataremos a todos los subversivos, luego mataremos a sus colaboradores, después a sus simpatizantes, enseguida a aquellos que permanecen indiferentes, y finalmente mataremos a los tímidos». Pero antes, había dicho también: «Los enemigos de la Patria no son únicamente aquellos que integran la guerrilla apátrida de Tucumán. También son enemigos quienes cambian o deforman en los cuadernos de nuestros niños el verbo amar; los ideólogos que envenenan en nuestras Universidades el alma de nuestros jóvenes y arman la mano que mata sin razonar y sin razón; los malos funcionarios que lucran a expensas de sus cargos; los aprendices de políticos que sólo ven en sus semejantes el voto que les permitirá acceder a sus apetitos materiales; los seudo sindicalistas que reparten la demagogia para mantener posiciones personales sin importarles los intereses futuros de sus representantes ni de la Nación; el mal sacerdote que enseña a Cristo con un fusil en la mano; los Judas que alimentan la guerrilla; el soldado que traiciona su unidad entregando el puesto de centinela al enemigo y el gobernante que no sabe ser guía ni maestro».

En esa concepción, enemigos de estos «Cruzados» de nuevo tipo eran todos: estudiantes, intelectuales, profesionales, sacerdotes, militares. Ellos creían ver, en quienes no sustentaban sus elucubraciones demenciales, adversarios demoniacos a los que había que aniquilar a cualquier precio. Esas prácticas y sus teorías llegaron al Perú un poco después, cuando los requerimientos de la «Operación Cóndor» demandaron no solo acciones, sino también información referida al «accionar subversivo». Proporcionar esa información, era un modo de hacer «mérito» ante los servicios secretos chilenos, argentinos o norteamericanos. Ahí asomó la presencia peruana en Cóndor.

Cuando en los primeros días de marzo de 1977 se anunció la visita al Perú del general Carlos Rafael Videla -que finalmente no se concretó- la policía hizo aquí algunas capturas. Entre los detenidos estuvo Carlos Alberto Maguid, un ciudadano argentino que vivía en el Perú después de haber huido de su país en procura de salvar su vida. Lo conocí personalmente porque me tocó compartir celda con él los cinco días en que ambos estuvimos detenidos en Seguridad del Estado por el mismo motivo: el interés del gobierno peruano de asegurar que no habrían actos hostiles que empañaran la visita del general Videla. Maguid era un hombre claro, lúcido y valiente. Estaba plenamente consciente de la situación que se le había creado y sabía que ella podría serle fatal, como que así ocurrió. A poco de liberado, fue capturado nuevamente, torturado en forma salvaje y finalmente asesinado. Unos dicen que murió aquí, y otros, que fue entregado a las autoridades de su país, pero en cualquier casi, se convirtió simplemente en un Desaparecido. Fue el primer hito demostrable en la relación ya entonces establecida entre los servicios secretos peruanos y la Operación Cóndor. Alguien deberá responder por eso.

14 meses después, en mayo de 1978, ocurrió otro caso tangible: la detención y deportación de un grupo de personalidades políticas del Perú por parte del gobierno militar de Morales Bermúdez. La medida comprendió a dos altos oficiales de la Marina de Guerra, de orientación velasquista; un periodista de derecha, dos dirigentes sindicales, y personalidades de la izquierda. Todos ellos, capturados en Lima y Arequipa, fueron enviados clandestinamente a Argentina y depositados originalmente en Jujuy, y luego transferidos y ubicados incluso en La Patagonia. Aunque se dijo que la intención era matarlos, los afectados lograron recuperar su libertad y salir de ese país salvándose de peligros mayores. Pero ese fue sin duda un nuevo hito en la relación entre las autoridades militares peruanas y la Operación Cóndor.

Dos años más tarde, en junio de 1980, y afianzados los vínculos entre los servicios de inteligencia del Perú y la Operación Cóndor se produjo el secuestro de un grupo de presuntos Montoneros -hombres y mujeres- que fueron intervenidos en el barrio de Miraflores. Algunos, no aparecieron más y otra, Esther Gianotti de Molfino, fue encontrada muerta en un hotel de Madrid. En su libro «Muerte en el Pentagonito», Ricardo Uceda aborda el tema y responsabiliza del hecho a un grupo de oficiales peruanos liderados por el Comandanta Carlos Morales Dávila, apodad «Britzo», quien luego simplemente se hizo humo.

Estos hechos, no obstante, fueron insuficientemente investigados y de ellos no derivó ningún proceso penal. Quienes cuestionan hoy el que se busque justicia en tribunales internacionales, deben recordar que las autoridades judiciales de nuestros países simplemente soslayaron el tema en la ocasión. Y omitieron investigar también otro caso en el que hubo sospechosa intervención terrorista: la voladura de helicópteros en accidentes provocados que segaron la vida a Omar Torrijos, el ecuatoriano Jaime Roldós y el general peruano Luis Hoyos Rubio, entonces Comandante General del Ejército Peruano y el último de los militares velasquistas de la época. Estos hechos bien pudrían ser atribuidos a la misma autoría.

Aunque los hechos hayan «envejecido», resulta indispensable investigarlos y deslindar las responsabilidades a las que hubiera lugar. Francisco Morales Bermúdez y sus colaboradores más inmediatos, deberán responder por ellos, que quedan como experiencias que Jorge Luís Borges bien podría haber incluido en su «Historia universal de la infamia».

Gustavo Espinoza M. Del Colectivo de Dirección de Nuestra Bandera 

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.