Algunos críticos insisten en que la mayoría de los gobiernos «progresistas» latinoamericanos administran una fase postneoliberal, pero no postcapitalista, del desarrollo de sus sociedades, economías y Estados. No son revolucionarios, ya que el capitalismo sigue siendo el horizonte de su gestión política. Esa observación es descriptivamente correcta pero calla las razones de esa característica. Con […]
Algunos críticos insisten en que la mayoría de los gobiernos «progresistas» latinoamericanos administran una fase postneoliberal, pero no postcapitalista, del desarrollo de sus sociedades, economías y Estados. No son revolucionarios, ya que el capitalismo sigue siendo el horizonte de su gestión política. Esa observación es descriptivamente correcta pero calla las razones de esa característica.
Con sus respectivos matices, esos gobiernos fueron electos a consecuencia del daño y el rechazo sociales que las políticas neoliberales acumularon en el pasado período. Son, pues, el resultado del voto antineoliberal -pero no necesariamente anticapitalista- de millones de ciudadanos. Voto captado, a su vez, por unas izquierdas que ofrecieron programas electorales de baja intensidad, que prometían subsanar los efectos más perversos del neoliberalismo, pero que no hablaban de remplazar al capitalismo.
Después del colapso del «socialismo» soviético todavía falta claridad sobre qué es lo que cada pueblo podrá entender por socialismo y cómo construirlo (y en ese contexto se ha instalado esa noción de «postcapitalista», cuyo sentido es aún más impreciso). Si la opción que habrá de remplazar al capitalismo por ahora continúa así de indeterminada, difícilmente servirá para movilizar a millones de votantes, si de democracia y votar se trata.
En otras palabras, esos gobiernos latinoamericanos lograron elegirse y pueden sostenerse porque ofrecieron y cumplen programas que la mayoría ciudadana ya podía asumir (aunque algunos críticos dictaminen que, para el largo plazo histórico, esos no son los proyectos filosóficamente más correctos…). Su elección se hizo posible porque esos programas han sido programas políticamente acertados. En particular, ante una mayorías electorales que aspiran a un cambio sin riesgos, escaseces, hiperinflaciones ni sobresaltos.
Aún así, estos gobiernos progresistas son bastante más fructíferos que aquellos que, en tiempos de las teorías prosoviéticas, eran quiméricamente postulados como gobiernos «demócratico revolucionarios». Son progresistas respecto al pasado reciente y son progresistas porque han extirpado parte de la herencia neoliberal y, sobre todo, porque le han dado oportunidad de ciudadanía, empleo, alimentación y escolarización a millones de latinoamericanos, y porque impulsan la integración regional y han recobrado soberanía nacional.
En el ínterin, ese progresismo se asocia a cuatro aspiraciones: una participación más autodeterminada y eficiente en el mercado global; el reparto más justo de un mayor porcentaje de la riqueza social generada por esa participación; solidaridad política latinoamericana y mayor acotamiento de la influencia de los Estados Unidos en la región. Sin embargo, para la mayoría de los electores lo que vale es la mejoría de sus expectativas personales y familiares, y de sus posibilidades de organizarse para participar en la modelación del futuro previsible.
Ahora, frente a la consistente contraofensiva de las viejas y las nuevas derechas locales e imperiales, incluso los profetas más críticos admiten, si no defender a estos gobiernos, al menos protestar cuando se intenta derrocarlos. Obviamente, más vale la moderación de monseñor Lugo, que iniciaba una perspectiva democratizadora, que el previsible retorno de la barbarie stroessnerista y la consiguiente reinstalación de un baluarte regional de la reacción.
Así pues, el asunto no está en cómo calificar a esos gobiernos y sus limitaciones, sino en cómo prever y estructurar el paso a la siguiente etapa. Esto es, cómo realizar la formación, concertación y acumulación -ideológica y organizativa- de las fuerzas sociales apropiadas para impulsar esa transición, y sostenerla. Más que una tarea de los gobiernos progresistas y de los gurúes filosóficos esto es la misión principal de los partidos y movimientos revolucionarios, una misión que desde ningún sectarismo se podrá cumplir.
Al fin y al cabo, para tener gobiernos que vayan más allá, antes habrá que contar con mayorías ciudadanas que quieran emplazarlos y sostenerlos.
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