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Rotación y poder

Fuentes: Rebelión

Con la intención de aproximarme a algunos problemas y consecuencias del ejercicio del poder contrahegemónico, el domingo pasado me permití formular 6 hipótesis que contribuyan a pensar algunos horizontes y prácticas, tanto progresistas como pretendidamente revolucionarias, que podrían oponerse directamente a sus propósitos declamados o, en otros términos, ser ideología pura en su acepción más […]

Con la intención de aproximarme a algunos problemas y consecuencias del ejercicio del poder contrahegemónico, el domingo pasado me permití formular 6 hipótesis que contribuyan a pensar algunos horizontes y prácticas, tanto progresistas como pretendidamente revolucionarias, que podrían oponerse directamente a sus propósitos declamados o, en otros términos, ser ideología pura en su acepción más encubridora. Dichas hipótesis se inscriben en el objetivo de superar el economicismo excluyente que domina a buena parte de las tradiciones políticas críticas y combativas que heredamos, con las que, mediante el acceso al poder político de varias de ellas en América Latina, intentamos transformar la vida social y alterar el curso bárbaro de la historia. Aquí o allá, radicalmente o con ritmo paulatino. Pero el arado de nuevos surcos históricos no puede soslayar el deterioro por descuido de los instrumentos de labranza. Ya sea para revolucionarios o reformistas, los regímenes políticos y los dispositivos organizativos de poder nunca gozaron de preocupaciones críticas y, en consecuencia, quedaron huérfanos de interés transformador.

No me propongo discutir un caso histórico contemporáneo en particular, ni tampoco un nivel de organización político-social específico, sino extraer de las experiencias y reflexiones, analogías y diferencias que hallen denominadores comunes y permitan formular algunas tesis para replantear la propia noción de poder contrahegemónico y, fundamentalmente, medidas prácticas consistentes con tal replanteo. A lo sumo traeré algún ejemplo. Si aquellas hipótesis telegrafiadas el pasado domingo tuvieran algún viso de verosimilitud, o si el lector acompañara sólo metodológicamente sus suposiciones, podría arribarse a la conclusión sintética según la cual, en el mejor de los casos, las izquierdas y progresismos se han concentrado, aún con sus significativas diferencias, en pensar e intervenir sobre la distribución de la riqueza material, desinteresándose por la distribución del poder, o en términos más graves aún, luchando por su concentración, cual avaros capitalistas para con la plusvalía, pero en este caso, con la potestad decisional.

Consecuentemente, revertir esta tendencia conlleva la necesaria predisposición para que tal distribución forme parte inescindible de todo programa y práctica política que pretenda alterar el statu quo y eludir o mitigar las tendencias degenerativas y burocratizantes a las que están expuestas todas las formas organizativas que disputen o ejerzan alguna forma de poder, independientemente de su magnitud. Desde las más abarcativas como el Estado para con la ciudadanía hasta las más acotadas como los movimientos sociales o partidarios para con sus integrantes. El interrogante al que propongo someter a todo tipo de organizaciones, es su nivel de democraticidad. Va de suyo que con el objetivo de expandirlo mediante una conjunción de institutos políticos que confluyan hacia este propósito. No existe un único instituto para lograrlo, ni fórmula mágica y simple que lo garantice. Pero a fin de iniciar el debate y puntualización me inclino por discurrir sobre aquel que por su universalidad y proximidad con el propósito distributivo reviste particular relevancia y eficacia: la rotación.

En efecto, la rotación esmerila tanto el caudillismo como la reproducción de jerarquías y contiene parcialmente la burocratización. Inversamente, la reelección y la cultura reeleccionista en general producen efectos anestesiantes para la sociedad y sus organizaciones impidiendo advertir las ablaciones a las que son sometidas. Induce la creencia y hasta la confianza ciega en dirigentes «insustituibles» y facilita por tanto la perpetuación y concentración de poder. No estoy formulando nada novedoso, ya que por ejemplo -para no situarnos en la actualidad en la que varios países del giro progresista tuvieron debates y modificaron sus constituciones- en la lejana revolución mexicana y su reforma constitucional (1917) se estableció para el poder ejecutivo la prohibición de la reelección, cosa que posteriormente hicieron Costa Rica (1949), Ecuador (1978), El Salvador (1983), Guatemala (1985), Honduras (1982) o Uruguay (1997), aunque este último sólo lo impide consecutivamente. Varios otros países latinoamericanos lo limitaron a dos mandatos.

Pero si desde hace casi un siglo resultó objeto de debate e institucionalización para la máxima instancia del poder del Estado en América Latina, ¿cuál es la razón para que ese mismo propósito no se aplique a todas las instancias y funciones? Personalmente subrayo el instituto de rotación, o si se quiere el contrainstituto de la prohibición de la reincidencia en cargos electivos o de «confianza», con el objetivo de desprofesionalizar (cosa que no abordaré en este texto) y desconcentrar el ejercicio del poder en todas las instituciones. Aunque a la vez reitero que este solo instituto, sin una batería de otros coherentes que lo acompañen en el propósito distributivo, no resulta suficiente y hasta es fácilmente eludible si no se generaliza. El caso de la revolución mexicana mencionado resulta ilustrativo. El instituto de la rotación formó parte de su apasionante historia desde los mismos orígenes del proceso revolucionario. Ya en 1910 se fundó el «Partido Nacional Antireeleccionista» y en general el antireeleccionismo acompañó culturalmente los diversos pasos y etapas de la revolución. Hasta una calle importante de la ciudad mexicana de Cuernavaca se llama -aún hoy- «No reelección». Pero acotó el impedimento al cargo presidencial. Es el único que en México no puede volver a ocupar ciudadano alguno. La práctica del Partido Revolucionario Institucional (PRI), hoy nuevamente en el poder, fue incubando en su seno una verdadera oligarquía partidaria que se va sucediendo en las diversas franjas de los poderes legislativo y ejecutivo (y con cada jerarca, medio centenar o más de familiares y amigos) aunque carezca del más mínimo conocimiento del área. Los jerarcas del PRI pueden «rotar» de una dirección de pesca a una de comunicaciones y de allí a una jurídica, llevando consigo a toda su cohorte de asistentes en cada cambio de gestión. Es un caso de burla práctica del espíritu originario del instituto específico, por haber quedado restringido a una única función. Un ejemplo inverso es el de ausencia de este instituto pero en un contexto normativo de pretensiones democratizadoras como el venezolano actual, lo que supone una contradicción dilemática. Venezuela es el único país que cuenta con el vigoroso y oxigenante instituto de plebiscito revocatorio a la mitad del mandato presidencial, tanto como aquél que permite la reelección ilimitada. Obviamente que esto no guarda relación alguna con las maniobras y violentaciones de cuneo golpista o fácticamente revocatorio de las que está siendo objeto por parte de los privilegiados propios y ajenos. La única rotación de hecho se dio por imperio de la biología y sus ciudadanos son los únicos que tienen el privilegio de poder someter la continuidad del mandato presidencial a la opinión ciudadana. Tienen todo el derecho a protestar por lo que quieran, a movilizarse y organizarse. Pero no les asiste el menor derecho a ejercer violencia o reclamar destituciones.

Aún en pequeñas instituciones como las organizaciones de la sociedad civil la reelección instaura una antidemocrática desigualdad de oportunidades entre los candidatos reelegibles y los candidatos de opción o de oposición. Favorece a los primeros con el poder y sus manipulaciones, y les otorga enorme ventaja en difusión y prestigio. También resulta culturalmente autoritaria. Refuerza los roles jerárquicos, consolida la división entre dirigentes y dirigidos, facilita la burocratización (y, con ella, la corrupción), infunde la superioridad imaginaria del «dirigente profesional», suprime o disuade todo análisis de costo-beneficio del instituto, organiza la red de cooptación y resguarda a sus usufructuarios.

Podrá objetarse que la rotación conlleva el costo de presunta pérdida de experiencia acumulada y produce un hiato perjudicial en la acción ejecutiva o legislativa, pero existen otros institutos que pueden compensar la hipotética desventaja que sólo enuncio aquí para desarrollar en alguna futura oportunidad. Por ejemplo, la organización por cuerpos colegiados (a diferencia de los cargos unipersonales) y el mecanismo de renovación parcial de éstos. Nada impide a la vez que quién haya acumulado conocimientos en el ejercicio de un cargo o función no pueda asesorar a sus sucesores y socializar su experiencia de manera honoraria o militante.

En suma, considero que el principio institucionalizado de rotación debe insertarse en todas las instancias de la vida política de toda sociedad que pretenda seguir un curso tanto revolucionario como progresista y que debe extenderse hacia todo cargo electivo o de confianza política. En las constituciones nacionales y en los estatutos de todas las instancias de organización estatal o civil. Luego cada instancia y cada país con su cultura y tradiciones, deberá establecer los períodos y plazos específicos para instituirlo. El ejercicio de cualquier forma de poder debe ser algo transitorio y cada vez más distribuido en la vida ciudadana.

El sueño libidinal de un poder personal vitalicio, sólo transmite somnolencia a aquellos sobre los que se ejerce la potestad. Tal vez sea hora de comenzar a despertar.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.