La heterogeneidad del giro progresista de buena parte de los países sudamericanos (y de algunos otros latinoamericanos) no proviene exclusivamente de las grandes diferencias ideológicas y organizativas entre los sujetos y organizaciones políticas que lo impulsan en cada país, sino también de las herencias recibidas, de la complejidad de las contradicciones contenidas en el punto […]
La heterogeneidad del giro progresista de buena parte de los países sudamericanos (y de algunos otros latinoamericanos) no proviene exclusivamente de las grandes diferencias ideológicas y organizativas entre los sujetos y organizaciones políticas que lo impulsan en cada país, sino también de las herencias recibidas, de la complejidad de las contradicciones contenidas en el punto de partida desde el que inician su derrotero histórico. La asimetría reconoce tanto las tareas a desarrollar y demandas a satisfacer cuanto las condiciones políticas en las que se desenvuelven las pretendidas reformas. Las políticas de Derechos Humanos (DDHH), y en particular el desmantelamiento de la impunidad, no se encuentran excluidas de esta diversidad. Y si bien es una de las tantas labores políticas a encarar, la concibo vital, no sólo por razones defensivas elementales, o dicho en otros términos, como contribución a evitar que estas formas de la barbarie se vuelvan a repetir, sino también como impulso a la conquista práctica de más amplias acepciones del propio significado de los DDHH, e inclusive del cumplimiento pleno de los aún demorados en nuestras sociedades -respecto a la Declaración Universal de Naciones Unidas de 1948- especialmente los artículos relativos a derechos sociales (del art. 22 en adelante).
Es indudable que durante el siglo XX se sucedieron toda clase de violaciones en todos los países del subcontinente y muy particularmente en el sur a partir de los años ´70 donde se implantaron a sangre y fuego estados terroristas (coordinados entre sí para el exterminio mediante el llamado Plan Cóndor). Estos últimos no sólo requieren especial atención historiográfica y jurídica por la naturaleza monstruosa del régimen, sino también por la proximidad en el tiempo con resultados que confirman la heterogeneidad señalada. Desde la transición hacia regímenes constitucionales se sucedieron casi dos décadas de plena impunidad, corregida luego parcialmente y de manera desigual según los países. Mientras en Paraguay no hay prácticamente procesos judiciales y en Chile son contados (y hasta donde los hay, quedan libres como esta semana cuatro de los siete asesinos de Víctor Jara), en Argentina se llevaron y se llevan a cabo decenas de juicios que hasta el momento lograron la condena de casi 400 represores pero también la absolución de más de 30 (negando de este modo toda apelación ideológica al carácter político o vengativo de los procesos, ya que no hay condenados sin pruebas). En Uruguay, a pesar de la vigencia de la ley 15.848, llamada «de caducidad», se logró eludirla en unos 19 casos aprovechando resquicios de la propia ley como los casos de delitos ocurridos fuera del territorio, o por civiles o altos mandos militares o policiales. Todos ellos en el gobierno del Frente Amplio, 16 de ellos en la primera presidencia progresista.
Una primera conclusión es que si esto fue posible recién después de dos décadas (4 períodos presidenciales de 5 años) con la ley de caducidad vigente y contemplando su alcance, los tres presidentes que ejercieron en esos períodos incurrieron claramente en encubrimiento, ya que esos crímenes se dieron en circunstancias o fueron cometidos por sujetos no contemplados por la propia ley. Pero tan retorcida es la norma, que le transfiere al poder ejecutivo facultades interpretativas propias del poder judicial, lo que no lo alivia de compromiso y responsabilidad. Por ejemplo en su art. 3° obliga al ejecutivo a indicar expresamente a la justicia (a su requerimiento) «la clausura y archivo de los antecedentes», de lo contrario la investigación avanzará, además de obligarse por el art. 4° a disponer » de inmediato las investigaciones destinadas al esclarecimiento de estos hechos» y a dar «cuenta a los denunciantes del resultado de estas investigaciones y pondrá en su conocimiento la información recabada». ¿Acaso ningún juez remitió nada? No hay que ser muy suspicaz para inferir que los ex Presidentes Sanguinetti, Lacalle y Batlle fueron aquiescentes con la dictadura o que ejercieron algún tipo de complicidad. Pero el concepto de encubrimiento ya supera el juicio moral para situarse en el jurídico. No se trata de someter a crítica su defensa de la ley de impunidad (que es tan legítima como la de la mayoría ciudadana que la ha ratificado recientemente) sino de señalar que ni siquiera la aplicaron allí donde la propia ley lo exigía como en los casos extraterritoriales o con civiles.
El caso uruguayo es particularmente ilustrativo de las limitaciones que imponen las herencias y culturas políticas dominantes (y sus principales protagonistas), cuya etapa final en este aspecto fue implementada esta vez por la Suprema Corte de Justicia (SCJ). Al declarar la inconstitucionalidad de los artículos 2° y 3° de la ley 18.831, llamada «interpretativa de la ley de caducidad», ha producido un embrollo jurídico-político que bloquea aún más la posibilidad de avanzar sobre la impunidad, si no es que directamente la consagra y celebra, aunque exhibiendo contradicciones insalvables. He tenido oportunidad de exponer mis reparos a esa ley desde estas páginas tanto como el reconocimiento del resultado del último plebiscito, muy a mi pesar, pero la negación de hecho del carácter de «crímenes de lesa humanidad» (art. 3°) supera todo lo imaginable en materia de argumentación jurídica. A excepción del Ministro Pérez Manrique (cuyos fundamentos merecen ser publicados in extenso) los otros cuatro miembros acordaron en su fallo que «la aprobación e incorporación a nuestro derecho interno de los denominados «Crímenes de Lesa Humanidad» se produjo con posterioridad a la comisión de los hechos de la presente causa, por lo que las reglas que establecen su imprescriptibilidad no pueden ser aplicadas al sub lite pues ello significa, lisa y llanamente, conferir a dichas normas penales carácter retroactivo, lesionándose así normas y principios constitucionales (…) La Corte, coincidiendo con el Tribunal entiende que la figura no resulta aplicable, en virtud que el delito de Desaparición Forzada, fue creado por el artículo 21 de la Ley No. 18.026, de fecha 25 de setiembre de 2006, es decir que al no existir la norma al momento de ejecutarse los hechos a juzgar, no corresponde su aplicación en forma retroactiva, pues ello resultaría en franca vulneración a lo dispuesto en el art. 15 inc. 1 del Código Penal y a los pilares básicos en que se fundan los principios que rigen el Derecho Penal».
¿La corte pretendía que los crímenes de lesa humanidad fueran incorporados al derecho penal por la dictadura que los cometía, o por el gobierno de Sanguinetti y sus legisladores y aliados antes de la sanción de la ley de caducidad cuyo propósito es precisamente no condenarlos sino condonarlos? ¿No es consciente de que los delitos prescriben no ya por pasar a ser comunes, sino porque -aún los que exceden a la propia ley de caducidad- estuvieron 20 años cajoneados por encubridores de esos delitos? ¿No puede pensar más allá de silogismos elementales de escuela secundaria, cosidos a las apuradas con hilos de formalismo jurídico por fuera de todo contexto político y de datos objetivos de la historia? Si se hubieran aplicado razonamientos jurídicos de tan bajo vuelo, ni siquiera hubieran tenido lugar los procesos de Nüremberg cuyo estatuto fue fijado en 1945, es decir con posterioridad al holocausto, ni tendría aplicabilidad alguna la declaración de 1948 hasta que no se incorpore cada uno de los derechos explícitamente en las legislaciones nacionales. La pluma irónica de Lenin llamaba a estas actitudes «cretinismo jurídico».
Sin embargo, no considero que estemos ante un caso de incompetencia, sino de clara intencionalidad política. Lo ratifica el desplazamiento de la jueza Mota (sobre el que también nos expedimos colectivamente en una carta pública que escribimos junto a Majfud, Galeano y Gelman), que tenía a su cargo las investigaciones de unas 50 causas, al que ahora se suman traslados de jueces en San José y Tacuarembó, que también estaban investigando violaciones a los DDHH, como informa el semanario Brecha. Todos ellos por disposición precisamente de la SCJ.
Al final del oscuro túnel que cavó la SCJ queda la tenue luz que aporta el carácter esquizoide de sus fallos y la particularidad del sistema jurídico oriental. Por un lado, en el 2009 la misma SCJ declaró la inconstitucionalidad de la ley de caducidad en otro caso específico y lo reiteró en 2010 y 2011 ante otras consultas. Por otro, ayuda el carácter limitado al caso puntual analizado de sus declaraciones de inconstitucionalidad en la legislación uruguaya. A diferencia de otros países, un fallo de inconstitucionalidad por parte del máximo tribunal no deroga una ley aunque constituye un potente antecedente jurisprudencial. Muy curioso es además que en uno de esos fallos ratifica que las convenciones internacionales se integran a la constitución a través del art. 72, lo que impediría la aplicación de excepciones e inclusive prescripciones, o bien directamente reconoce la incorporación de la figura de crimen de lesa humanidad al arsenal jurídico vigente. Si proyectamos de sus fallos sobre casos específicos una conclusión general, para la SCJ serían inconstitucionales la ley de caducidad, la ley interpretativa y hasta podrían serlos o no, según a qué fallo recurramos, los propios derechos humanos violados con anterioridad al 2006. Una comedia de enredos, si no estuviéramos hablando de la mayor tragedia de la historia moderna de esa Nación.
Los latiguillos de olvidar el pasado y mirar hacia adelante, tan recurrentes en las derechas, los cómplices y los indiferentes, son sólo recursos ideológicos precarios para que el fantasma del pasado perviva en el presente, invocando miserias y horrores con propósitos disciplinarios. Todos queremos mirar al futuro. Pero la pervivencia de la impunidad es una pesada losa que lo aplasta y aherroja. Si Uruguay no revisa a fondo su Suprema Corte, además de pasar suprema vergüenza, corre el riesgo de erigir su proyecto sobre una sociedad de humanos sin derechos.
Emilio Cafassi. Profesor titular e investigador de la Universidad de Buenos Aires, escritor, ex decano.
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