Para el progresismo, la instalación del Sistema Nacional Integrado de Salud (SNIS) durante el primer mandato de Tabaré Vázquez (2005-2010), ha sido uno de los «principales logros programáticos». Más todavía. En cierta ocasión, el ex ministro Daniel Olesker (Partido Socialista), llegó a calificar la «reforma de la salud» como una medida de «carácter estructural» y […]
Para el progresismo, la instalación del Sistema Nacional Integrado de Salud (SNIS) durante el primer mandato de Tabaré Vázquez (2005-2010), ha sido uno de los «principales logros programáticos». Más todavía. En cierta ocasión, el ex ministro Daniel Olesker (Partido Socialista), llegó a calificar la «reforma de la salud» como una medida de «carácter estructural» y «proto-socialista». Una estafa más. Aunque no para las Instituciones de Asistencia Médico Colectivas (IAMC), entidades «sin fines de lucro que brindan servicios integrales de salud». O sea, las empresas médicas privadas que, además de sus propios negocios en el «mercado de la salud», se benefician de una millonaria subvención del Estado por vía del SNIS.
Mientras tanto, los centros de Salud Pública y el Hospital de Clínicas (Universidad de la República) están en pleno colapso. Allí se atiende la población «más carenciada». Es decir, la más precarizada y empobrecida. Faltan medicamentos, camas, camillas, enfermeros, médicos, ambulancias. La mugre se amontona en baños y corredores. Los alimentos se descomponen en depósitos malolientes. El destrato a pacientes y familiares es moneda corriente. Aunque son las «colonias psiquiátricas» quienes padecen con mayor gravedad las consecuencias de una crisis sanitaria imposible de esconder.
Martes 27 de marzo. Un paciente septuagenario es atacado por una jauría de perros salvajes en la cocina de la Colonia Etchepare (departamento de San José). Murió en la madrugada del sábado 28. Casi al mismo tiempo otros dos internados, un hombre y una mujer, eran atacados por otro grupo de perros. Según funcionarios y familiares, los animales «controlan» diversas áreas y se mueven con total libertad adentro de la Colonia Etchepare. La mayor parte de los enfermos padece minusvalías y eso los hace un «blanco fácil» de los animales. Los directores de la Colonia y otros funcionarios se trasladan en auto para evitar ser mordidos.
La Colonia Etchepare tiene unos 450 internos con patologías psiquiátricas de distinto tipo. Frente a ese establecimiento se encuentra la Colonia Santín Carlos Rossi, también «especializada en salud mental»; allí hay unos 350 pacientes. Ambos centros están instalados sobre predios de unas 50 hectáreas con intransitable forestación que cubre casi todo el terreno. Desde hace una año una cuadrilla militar se ocupa de limpiar el monte. En diferentes ocasiones se hallaron cadáveres de pacientes. Ningún funcionario había notado su ausencia.
Tras conocerse la muerte del paciente de 70 años (que llevaba muchos años internado) y la situación de abandono de otros, la jueza penal Viviana Granese, intimó a las autoridades de ASSE (Administración de los Servicios de Salud del Estado) «retirar todos los perros de las colonias», y «trasladar a los pacientes de ciertos pabellones», porque «se encuentran en grave estado de vulnerabilidad, en el entendido de que se encuentran gravemente afectados y desprotegidos sus derechos humanos fundamentales, como ser: su vida, su integridad física, su salud, su higiene y su bienestar in totum». Lamentablemente, habrá que esperar. Falta infraestructura, dicen los burócratas progresistas. El calvario de los «enfermos mentales» y sus familias continuará como si nada hubiese ocurrido. La nota y los testimonios que siguen, dan cuenta del infierno que son las «colonias psiquiátricas» bajo la «reforma proto-socialista» del Frente Amplio (Redacción de Correspondencia de Prensa)
Vivir en una Colonia Psiquiátric: Vidas rotas dentro de la Etchepare
Paula Barquetos/ El País, Montevideo, http://www.elpais.com.uy/
Tres mujeres llegan a la Colonia Etchepare el viernes 3 de mañana. El portón está abierto. Recibe a las visitas un guardia. «¿A quién quieren ver?», pregunta. «A Lourdes Etelvina Espiga», responde Delia Almeida, una de las tres mujeres, que es su madre.
El hombre no entiende bien el nombre pero no le importa. «¿A qué pabellón quieren ir?», continúa. «Al 26», contesta ella, y le extiende su cédula de identidad. Las otras dos mujeres hacen lo mismo pero el guardia dice que «con una sola alcanza».
Una calle interna con jardines a los costados conduce a los pabellones. Algunos efectivos militares están cortando el pasto. A un lado aparece una casa con un cartel de Antel.
Del otro, otra construcción vieja donde ha estacionado una ambulancia. El primer pabellón al que se llega, después de haber caminado unos 100 metros, es el 26. En el frente hay algunos internos apoyados sobre la pared o sentados en el zócalo. Rossana, de camisón y chancletas pero con la cartera puesta, da una bienvenida efusiva, con abrazo y beso. Otras residentes del pabellón se apuran para conversar con las visitantes. En eso aparece Etelvina, como le llama su mamá. Camina como si le costara pisar el suelo, dando pequeños saltos.
Para ir al patio y sentarse a conversar hay que atravesar el comedor. Allí una mujer está tirada en el piso, agarrada de un banco con una mano, como queriendo levantarse pero sin hacer movimientos. Otros toman mate y miran la televisión. Alguien se orinó encima y dejó un charco en el piso. Una enfermera pregunta quiénes son las visitantes y se conforma con la respuesta «familiares y amigas».
Afuera, el sol está fuerte pero corre aire. Etelvina y sus visitantes buscan sombra debajo de una malla negra. El patio luce casi nuevo. Hay mesas y bancos de ladrillo y hormigón, todos pintados de blanco, y también un parrillero sin estrenar. El 26 es uno de los cuatro pabellones que ASSE logró refaccionar en los últimos años. Allí duermen 40 mujeres. En total son 15 los pabellones en uso, pero el fallo judicial que se precipitó por la muerte de un paciente determinó el cierre de tres pabellones por las malas condiciones edilicias y «vulneración de los derechos humanos» de los allí residentes (ver aparte) .
Cuando se sienta y ve a su mamá frente a frente, Etelvina se vuelve a poner de pie, se acerca a ella y en silencio, en un gesto de amor, le acomoda el pelo por unos segundos. Se lo corre para atrás de los hombros, se lo acaricia e intenta alisarlo. Delia no dice nada, permanece seria.
Hace poco más de un año que Etelvina, de 32 años, entró a la Colonia Etchepare. Cuenta su mamá que fue un martes de Carnaval en el que su hija había ido a buscar bizcochos para el mate como todas las mañanas. En la panadería la interceptó un policía y le dijo que tenía orden de un juez de llevársela. Y se la llevó.
Durante los primeros tres meses Delia no pudo ir a visitarla porque no tenía dinero para viajar desde Nueva Palmira, donde vive, a San José, donde internaron a su hija. Hace 20 años cantaba y tocaba la guitarra en shows callejeros y ferias, pero luego enviudó y todo se complicó. Ahora se gana la vida lavando ropa ajena, aunque a veces tiene muy pocos pedidos.
Cuando por fin juntó los pesos y la vio en la colonia por primera vez, se sentaron en un banco como en el que conversan ahora, Etelvina se le acurrucó en la falda y ambas lloraron por un rato largo.
Pimienta blanca
La vida de Etelvina contada por su madre es una tragedia que empieza a sus nueve años de edad. Un día, al salir de la escuela con moña, cartera y todo, la secuestró un hombre joven. La tuvo 17 días encadenada en un garaje. Cuando la encontraron no contó nada, pero unos años después reveló que esta persona la había violado varias veces. Después de ese episodio Etelvina no volvió a ser la niña de conducta y rendimiento perfectos que era. Dejó la escuela y también dejó de dormir en su casa.
En cambio, siguió viendo a ese hombre que, según su madre, «le arruinó la vida para siempre». Andaba en bandita con él y otros amigos, se drogaba y llegaron incluso a copar la casa de Delia, que tuvo que denunciarlos a la Policía.
A los 18 años nació el primer hijo de ambos. Cuatro años después quedó embarazada otra vez, pero él estaba seguro de que no era suyo, entonces le pegó duro y la revoleó contra el piso. Etelvina estuvo en CTI, casi se muere pero se salvó, y la niña que llevaba en el vientre también.
La historia solo empeora porque en un momento a Etelvina se le despertó una esquizofrenia. Salía a caminar de noche sola y con frecuencia dormía en las calles del centro de Nueva Palmira. A veces Delia salía a buscarla por ahí con esperanzas de rescatarla. Dice que el padre de sus nietos se abusaba de la debilidad de Etelvina y la obligaba a vender pasta base haciéndole creer que era pimienta blanca. Dice, también, que ese hombre al que llama «psicópata» (pero que hoy tiene la tenencia de los niños) estuvo preso más de una vez.
Etelvina empezó a frecuentar el hospital. Tenía internaciones cortas, de dos o tres días, y le daban el alta después de compensarla. Hasta que un día un juez entendió que la solución era la internación permanente. «Me dijeron que es una enfermedad que no tiene cura. Entonces, ¿para qué la tienen encerrada?», se pregunta esta señora de 70 años con una mezcla de ingenuidad y sentido común.
Delia intenta visitarla los lunes porque es el día que va el psiquiatra tratante pero, aun así, no tiene información sobre el avance o retroceso de la enfermedad. A veces hace el esfuerzo de ir un lunes y le dicen que el médico faltó.
Lo que sí ve es que a su hija se le empezó a hinchar la panza. Nunca nadie del personal de la Etchepare le informó nada, pero ella sospecha está segura que su niña, la menor de siete, está embarazada y que es fruto de una violación. A diferencia de otras pacientes, ella no tiene novio ahí adentro. Y no salió ni una vez de la colonia desde que la ingresaron.
El embarazo es evidente, pero Etelvina no parece verlo. Dice que como engordó tuvieron que darle ropa nueva. Cuenta que hace un tiempo le duele «la boca del estómago» y por eso se saltea algunas comidas. Rossana, la que anda de camisón y cartera, en un arranque de astucia le dice a su amiga Etelvina que se le metió un bicho por adentro de la camisa holgada y así logra levantársela. Por unos segundos, la innegable panza de embarazo queda a la vista. Parece de cinco o seis meses.
Cuenta Etelvina que hace un tiempo los internos del pabellón 29 donde hay «gente brava y violadores» entraron al dormitorio del 26 y «violaron gurisas». «A mí no me pasó nada, me salvé. No me tocaron», asegura Etelvina a El País. «Pero a Albita sí, se la llevaron al campo». Albita, que está a su lado haciendo como que le cambia los pañales a un bebé de plástico, tiene una parálisis facial severa pero se hace entender: «Me taparon la boca. Me bajaron la bombacha».
Ahora Delia, impulsada por una vecina que la aconseja, planea pedirle a uno de sus hijos, que vive en Argentina pero está de paso en Uruguay, que vaya a la colonia y que exija saber si Etelvina está embarazada. Por ahora no le da el alma para pensar en la criatura.
Yo soy libre
«Me quiero ir. Extraño a los gurises. Quiero estar con mi familia. No quiero que ellos vengan porque acá hay mucho degenerado. Ese comentario de que yo ando con drogas es mentira, no me gusta. El médico me dice andate cuando quieras pero sola no puedo porque tengo una valija. ¿Qué pasa que no me sueltan? Yo soy libre. ¿Por qué no me dan el alta? ¿Por qué, si viene mi mamá, no me puede llevar? ¡Es mi madre!».
Etelvina está desesperada por hablar con el médico y concretar su salida de la colonia. Cuenta que Margarita, una de sus hermanas, fue a verla y le dijo que podría llevársela a su casa. Delia asiente con la cabeza dando por buena la versión.
En la Etchepare solo come, duerme, toma mate y fuma. A veces sale a caminar pero poco. La comida es buena pero es siempre la misma, dice. Asegura que hay una enfermera que es «atrevida», que la «maltrata» y que le tira baldes de agua para obligarla a bañarse.
«Sáquenme de acá. El médico me quiere dar una inyección para matarme. No sé por qué me quiere matar, si yo no he hecho nada», dice Etelvina, e insiste: «Me quiero ir, sáquenme de acá».
Embarazos, noviazgos, denuncias de abuso y fugas
Carlos Grecco tenía 72 años y estaba desde los 18 en la Colonia Etchepare. Murió el miércoles 25 por las mordeduras que sufrió de una jauría de perros. Otros dos pacientes resultaron heridos ese día. Esto tiene un único antecedente en 2001, cuando también falleció un hombre en condiciones similares. Lo que sí es frecuente son las fugas. Una funcionaria cuyo nombre pidió preservar dijo a El País que el único control que se ejerce sobre los pacientes consiste en contarlos cada algunas horas. La mayoría del tiempo se los deja caminar por los campos de las colonias, que tienen un tejido perimetral fácilmente evitable. «Ha pasado que se fugan y aparezcan muertos. Se lleva un registro de las muertes, pero no lo conozco», afirmó. La funcionaria dijo que es común que los pacientes se ennovien y tengan relaciones sexuales durante el día, pero afirmó que de noche cada uno duerme en su cama. Así es que hubo internas embarazadas. También hubo denuncias de abuso sexual de parte de funcionarios a internas, aunque nunca se pudo corroborar. El País intentó comunicarse con autoridades de ASSE pero desde ese organismo dijeron que recién la semana que viene se habilitarán entrevistas y recorridas.
Cambio del modelo asilar: cuestión de derechos
En 1984 se anunció la creación de un Plan de Salud Mental. Sus objetivos eran la «potenciación del primer nivel de atención», la «creación y desarrollo de unidades de salud mental en hospitales generales» y la «inclusión de los nuevos modelos de asistencia», con la «voluntad de superar el modelo asilar».
En 2012 se cumplieron 100 años de las colonias. Si bien hay voces a favor de cerrarlas, aún no hay unanimidad entre autoridades y especialistas.
Para el psiquiatra Ricardo Acuña, que estudió la historia de la salud mental en Uruguay, la gravedad de que no se haya concretado el cambio reside en los derechos humanos de los pacientes. Acuña se pregunta: «¿Qué tanto se ha afectado a los cerca de 1.000 residentes en todos estos años? ¿Cuántos de ellos sufrieron un proceso regresivo provocado por la propia institucionalización que profundiza los déficits de la patología? ¿Qué habría pasado si hubieran sido sometidos a tratamientos de recuperación, estímulo e inclusión social, como se hace en algunas partes del mundo con programas especiales? ¿Cuánto pesa el estigma de la enfermedad mental?
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso de los autores mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.