No hace mucho, un amigo europeo relacionaba la corrupción en América Latina con el comercio internacional en una discusión informal. Le respondí que no descartaba que en ese rubro hubiera focos de corrupción. De hecho, en Argentina, hubo y posiblemente haya actualmente maniobras de evasión fiscal y especulativas por parte de los grandes grupos exportadores […]
No hace mucho, un amigo europeo relacionaba la corrupción en América Latina con el comercio internacional en una discusión informal. Le respondí que no descartaba que en ese rubro hubiera focos de corrupción. De hecho, en Argentina, hubo y posiblemente haya actualmente maniobras de evasión fiscal y especulativas por parte de los grandes grupos exportadores de commodities. En ocasiones el propio Estado estimula y consiente la evasión y el dolo. Sin embargo, le recomendé que dirigiera la mirada con mayor detenimiento hacia la obra pública y los diversos contratos celebrados con los Estados por parte de empresas privadas. Las prácticas corruptas requieren como mínimo de tres condiciones de existencia: el poder corruptor del capital, la venalidad de los funcionarios y la opacidad en la toma de decisiones. Casi inmediatamente después comenzaron a salir a la luz las confesiones de los más altos directivos de la empresa constructora multinacional Odebrecht (de origen brasilero pero operando en buena parte de los países latinoamericanos) en el marco de la ofensiva judicial anticorrupción local conocida como «lava jato». Sería aventurado concluir que la justicia brasilera hubiera conquistado la independencia y la voluntad indispensables para llegar a investigar a fondo, procesar y condenar la ramificada corrupción de su país. Por el contrario, sospecho que aún se encuentra sometida a grandes presiones o inclusive participando de ella. La justicia también forma parte del Estado y es potencialmente corrompible. No obstante, cada paso que logre dar para desnudar la trama fraudulenta debería ser celebrado, quienquiera resulte víctima de sus pesquisas. Izquierdas y progresismos no pueden especular con la lucha anticorrupción según quien o quienes puedan resultar objeto de procesamiento, al menos sin autocondenarse éticamente, para desgastar finalmente su legitimidad a mediano plazo.
Justamente el esmerilado constante de la legitimidad de las alternativas al neoliberalismo, es la estrategia predilecta de las derechas y de los oligopolios mediáticos aliados para el acceso al poder, en virtud del carácter antipopular y decadente de sus recetas programáticas. Evitarlo es casi tan importante como implementar un programa redistributivo y de ampliación de derechos. La dinámica restauracionista y demoledora que viene extendiéndose por la región, no es ajena al problema que intento exponer, más allá de otras posibles falencias de los gobiernos progresistas. Y no es casual que resisten esta oleada dos países cuyos presidentes sostuvieron que la política no es para el enriquecimiento personal: Bolivia y Uruguay. ¿Cómo sustentar, por ejemplo, la defensa de un gobierno que ha tomado indudables medidas populares como el anterior argentino, cuando su presidenta, dueña de un emporio inmobiliario y hotelero, tenía de inquilinos a los principales beneficiarios de concesiones en el negocio del juego y la obra pública, entre tantos otros casos escandalosos no sólo suyos, sino también de varios ex funcionarios? ¿Cómo no sospechar si el principal ocupante de inmuebles y habitaciones de hotel era a la vez la empresa de un ex modesto empleado bancario devenido dueño de una enorme empresa constructora, beneficiada por contratos con el Estado? Pero si todo se remitiera a una persona, o inclusive a un grupo político, al igual que en Brasil, no sería todo lo grave que es, ya que en asociación con ésta y otras empresas, se encuentra la -también constructora beneficiaria de grandes obras públicas- de la familia del actual Presidente Macri, subrepticiamente vendida a otro familiar cuyos antecedentes de fortuna no lo situaban en condiciones de adquirirla. Precisamente las empresas de la multimillonaria familia Macri fue particularmente beneficiaria de contratos con el Estado durante la dictadura, de manera completamente directa y discrecional. En suma, el problema se presenta mucho más estructural que faccioso o personal.
En Brasil no es menos sistémico, aunque el vértice (me refiero a los ex presidentes Lula y Rousseff) estén aparentemente indemnes de usufructo personal o participación directa en los delitos, cosa que no es menor para explicar la actual popularidad de Lula. Baste considerar que el actual presidente y anterior vicepresidente, producto de la alianza electoral del PT con el PMDB y gestor del golpe institucional que lo sentó en el máximo cargo, ya fue grabado exigiendo coimas a un acaudalado empresario que lo califica como líder de la «mayor mafia criminal» del país donde se incluyen una gran proporción de líderes políticos, varios de los cuales ya cumplen condena. Como también la cumplen más de una decena de altos dirigentes del PT, entre ellos el ex jefe de gabinete de Lula. Es así que la actual movilización por las «diretas ja» -además de remitirme a las movilizaciones de las que participé a mediados de los años ´80 en San Pablo- sólo cumplen con la elusión de la inevitable caída del corrupto actual y su sustitución mediante el voto parlamentario, según prevé la constitución. Si el PT no revisa a fondo su participación en la urdimbre corruptora y su política de alianzas, de poco servirá que Lula o cualquier personalidad, concite expectativas populares, ya que sólo reproduciría las causas de la crisis. La pregunta ante una denuncia de corrupción no es quién la formula, ni sobre quién, sino qué veracidad probable contiene y qué pudo y puede hacerse en adelante para evitarla.
A diferencia de estos dos casos mencionados, limítrofes con Uruguay, esta semana la oposición intentó conformar en el senado una comisión investigadora sobre supuestas prácticas delictivas del más masivo sector del oficialismo, el MPP, incluyendo el posible rol que el ex presidente Mujica habría tenido. No creo que pueda desecharse genéricamente la creación de comisiones parlamentarias, pero sólo se justifica en países en los que la justicia se vea impedida de actuar. No existe un solo indicio en Uruguay que permita sospecharlo. La iniciativa está alentada por la revelación en un libro del testimonio de un ex militante cuyo nombre está oculto bajo un seudónimo. Y no es nada novedoso, hay insinuaciones de ello en el libro sobre Zabalza y otros textos, sin que se haya podido probar absolutamente nada, salvo la participación individual de algún militante en atracos en la década del ´90. Este nuevo «aporte» está en manos de la justicia y Mujica ha manifestado que no se amparará en fuero alguno. Justamente en lugar de revelar corrupción como en los casos mencionados líneas arriba, exhibe la voracidad táctica derechista internacionalizada como deslegitimación de izquierdas y progresismos a cualquier costo y con cualquier excusa, al punto de haber sugerido que hasta se habría beneficiado con la adquisición de la propia chacra que habita con fondos ilícitos. Algo así como acusar de homicidio a la Madre Teresa de Calcuta.
La intervención de Mujica en el debate merece ser tomada como antecedente institucionalizable. No sólo por la explicación política de las finanzas de su organización, sino por el detalle con el que expuso sus pertenencias, sus ingresos actuales y pasados, las limitaciones autoimpuestas al usufructo personal y el destino de sus recursos. Porque no sólo sería útil para la ciudadanía, conocer la declaración de bienes de todos los políticos, sino también la trayectoria laboral y económica de cada uno de ellos. Más aún lo sería para replantearse el serio problema del financiamiento de la política.
La insidia de las intervenciones posteriores del Partido Nacional, contrastantes -para mi sorpresa- con la digna postura del senador Bordaberry del Partido Colorado a pesar de haber participado de la frustrada iniciativa de la comisión, resulta una prueba más del oportunismo degradante de la táctica derechista. Sin duda la intervención del ex presidente es un ejemplo de ética que no moraliza por ello la política al dejarla sometida a la libre decisión individual de los políticos. Si se trata de desvincular el ejercicio político de los intereses económicos de los actores, como explícitamente se aspira, no basta con apelar a la honestidad individual, la autoimposición o la filantropía. Será indispensable hacerle un piquete al puente del provecho.
Con nuevas reglas políticas como barricadas.
Emilio Cafassi. Profesor titular e investigador de la Universidad de Buenos Aires.
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