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Niñas y niños en Guatemala…

Humillados y olvidados

Fuentes: Rebelión

En un país donde cuatro de cada cinco habitantes vive en la miseria y donde existen más de 4 millones de infantes, constituyen el 25% de la fuerza laboral. Fluctúan entre los 5 y los 15 años, trabajan hasta 18 horas diarias y provienen, en un 70%, de áreas rurales ocupadas mayoritariamente por indígenas mayas. Son 1.2 millones de pequeños individuos que han ubicado a Guatemala en el primer lugar en exportación de arveja, el quinto de azúcar y el octavo de café. Pero también en el primero, en toda América Central, por explotación infantil.

Son evidencia del desarraigo. Su vida es difícil, cíclica y desamparada. Son producto de la crisis del minifundio y del desplome del café ocurrido en el año 2000 que obligó a familias enteras a emigrar a las ciudades y las fue dislocando, fragmentando, transfigurando… Son el resultado de un sistema que no les ha construido escuelas (ni siquiera en los lugares devastados por la guerra) ocasionando un nivel de escolaridad de 2.3 años, e incluso inferior en las áreas indígenas: 1.3 años. Y son producto de esa inmigración que antes era inimaginable adelantar sin los adultos, pero que hoy ellos efectúan solitarios y esperanzados.

Son niñas y niños cruzados por una historia similar: pertenecen a hogares extremadamente pobres donde los padres necesitaban apoyo adicional para el sustento colectivo. Antes de abandonar su casa ayudaron en la propia, trabajaron donde un familiar, un vecino o con el patrón de la familia. Después, aquellos que no se quedaron en el campo, lo dejaron todo con la anhelo de obtener dinero para saldar cuentas y necesidades.

Los niños son lustrabotas, fumigan y cortan caña de azúcar, cuidan carros, viviendas y predios, trabajan en jardinería, construcción y restaurantes, talan árboles, recogen basura, pican hule, son ayudantes de choferes y hasta conductores de microbuses, así no rebasen los 13 años ni porten licencia de conducir y sus ayudantes tengan su misma edad… Conducen por calles de pueblos donde no hay ni señalización, ni policía… Trabajan el doble, al miedo lo conjuran en los primeros asaltos, se han dejado explotar sin saberlo y en muchos casos han sido engullidos por las ciudades donde el hambre y las murallas les han convertido en delincuentes.

Las niñas, que en un 99% son indígenas, afrontan el exilio. Trabajan en ventas informales, mercados, ferias y lugares turísticos, ayudan en comedores comunales, seleccionan suchini (pepinillo), hacen tortillas, preparan comida para obreros, empacan flores y pelan arvejas. O están en las maquilas (conocidas por sus abusos y violación a los derechos humanos) o como domésticas, un trabajo codiciado porque tienen donde dormir, aunque les implica jornadas hasta de 20 horas en las cuales cocinan, sirven la mesa, asean la casa, atienden a «sus amos», cosen, hacen compras, lavan la ropa, planchan y cuidan niños menores que ellas. Cerca del 98% del servicio domestico en Guatemala lo efectúan niñas que empiezan estos oficios antes de cumplir los diez años.

También, ya sin distinción de género, se les ve limpiando terrenos, cultivando y cosechando verduras, especialmente hortalizas, y colaborando en los trabajos de fertilización.
Salen muy temprano de sus casas o pernoctan donde trabajan, su refugio son los parques por ser una réplica nostálgica que hacen de su pueblo y porque en ellos nadie les juzga y allí se encuentran con sus amigos y existe la opción de alguna nueva oferta laboral. Es fácil reconocerles: son menores, son pobres y provienen del campo… Son mayas que recorren, ataviados con sus tradicionales mochilas o faldas mayas, centros comerciales, paradas de buses, iglesias y camposantos.Ellas y ellos trabajan porque les toca, lo hacen por sus padres y hermanos, por comida, por dinero, para cancelar una deuda familiar…. La mayoría labora hasta 20 horas recibiendo salarios míseros. Si tienen menos de 14 años no reciben más de 30 dólares al mes, y si tienen más de 15 lo máximo que devengan son 47. El que menos gana «gana nada», porque los padres ya han cobrado, o porque al «patrono se le antoja» que tener un «trabajo ya es bastante», y entonces son explotados con desfachatez y, en algunos casos, maltratados o hechos víctimas de abuso sexual.

En el campo ellas y ellos pastorean ovejas, cortan y recogen leña, hacen carbón, trabajan en las fincas, siembran café, azúcar, cañilla, flores y verduras.

En la ciudad las cosas se complican: teniendo entre cuatro y 14 años «ingresan» en la industria pirotécnica fabricando cohetes y juegos artificiales sin ningún tipo de seguridad, y son muchas veces víctimas de explosiones de pólvora o intoxicación. Son 3 mil 700 niños y niñas que a cambio reciben tan solo alimentación, ropa y zapatos.

O también (de acuerdo a la Organización No Gubernamental ‘Casa Alianza’, la Coordinadora Nacional de Organizaciones Indígenas y el Consejo de Organizaciones Mayas) ejercen contra su voluntad la prostitución (más de 15.000), son utilizados en la industria pornográfica (sobre todos los miembros de la etnia Kakchiquel) o como esclavos para descargar camiones que portan materiales de construcción.

Los indígenas, presa fácil

En el caso de las comunidades autóctonas, las 21 etnias que constituyen la población indígena residen en doce de los 22 departamentos guatemaltecos, la costa y el occidente. En su mayoría no saben leer ni escribir y difícilmente hablan castellano. Por ello, y por la miseria, la discriminación, la negación a un servicio de salud y por el despojo de tierras que padecen, son víctimas importantes en el fenómeno de la explotación infantil.

Para el ‘Programa Internacional para la Erradicación del Trabajo Infantil para América Central, Haití, México y República Dominicana’ de la OIT, el cultivo y recolección de caña y café son la más abyecta forma de explotación laboral que soportan los adolescentes indígenas. Éstos deben abandonar sus estudios y poner en riesgo su salud, ya que las familias se trasladan hasta las grandes fincas para los tiempos de cosecha, que son bastante exigentes: el café tiene un ciclo de 8 meses y los cañaverales están listos para su recolección en noviembre. No hay entonces oportunidad para los estudios, pues el año escolar va de enero a octubre. Su vida – a la que pretendían dar un giro redentor – transcurre en el hacinamiento y en jornadas que empiezan casi a la media noche con la preparación de alimentos y tortillas para los trabajadores, y terminan el siguiente día. No les queda tiempo para jugar ni estudiar, y el descanso lo cumplen en lo que se les asigna como único espacio habitacional: la cocina, de la cual no salen y en la cual muchas veces deben compartir con otros menos y varios adultos.

Según la OIT, casi 500 mil niñas, niños y adolescentes mayas viven esa vida que en ocasiones cambia de escenarios, no menos esclavistas, como el del comercio y las fábricas. O lo peor, en razón a que los ingresos son menores, pues la recolección les deja sólo 47 dólares al mes, ayudan a cortar y recolectar amapola y marihuana. Por arbusto reciben 2.6 dólares. No hay otra salida desde que cayó la producción de los productos agrícolas.

Los menores – indígenas o no – tienen mucha demanda porque no conocen sus derechos, no saben protestar, ignoran la balanza de salarios y lo que valen sus oficios. Además, les eligen porque son mejores obreros, sus manos son pequeñas y no arruinan las verduras, porque son más rápidos, más baratos, más dispuestos a trabajar de noche y hasta 24 horas seguidas… Y porque lo lúdico en ellos es una ventaja para explotarles. Se sabe, por ejemplo, que en el campo contratan niños entre los 7 y los 12 años para que pelen vegetales y aunque esta tarea causa heridas en manos, ojos y vías respiratorias, los niños son felices jugando imaginando otros escenarios y olvidan o no reconocer el dolor.

Lo cierto es que las extensas y arduas jornadas laborales les conduce al abandono definitivo de la escuela: 400 mil niños trabajadores están fuera del sistema educativo.

Sus padres no pueden ni quieren evitarlo. Su actitud permisiva, y en ocasiones de imposición, es una estrategia de sobrevivencia, y ciertos elementos culturales sustentan esta situación, por ejemplo, que las niñas mayas sólo sirven para domésticas y que, en general, ser indígena «no tiene valor». De allí el sometimiento, la pérdida de autoestima por su estatura, el permitir que se les discrimine por su idioma y sus vestiduras y se les encause, a las mujeres, a permanecer en la cocina y a limpiar, y a los hombres, a no aspirar a nada distinto que a la servidumbre.
Los peligros que enfrentan son muchos. Los riesgos físicos y psicológicos inevitables. Además, carecen de vínculos con los factores protectores, con la familia y con la escuela.
El gobierno reacciona de manera pasiva porque no hay un plan nacional, condena a los delincuentes pero no actúa para evitar que los menores lleguen a serlo. No le preocupa que no tengan los servicios de salud, de recreación y educación. Le parece abominable ver niños en la calle, pero no hace nada para evitarlo. Y lo más condenable, habiendo ha firmado y ratificado el Convenio 182 de la OIT (que define las peores formas de trabajo infantil y su inmediata eliminación, entre las que se incluye la utilización de niños en trabajos que dañan su salud, seguridad y moralidad), sigue indiferente… inmóvil.

Ofelia

Ofelia Chiroy Sebaquijay es un espejo que multiplica la realidad en Guatemala, aunque hoy la lleva sólo en sus recuerdos. Tenía nueve años y cursaba tercer grado cuando perdió a su padre. Un día llegó de estudiar y le encontró agonizante. Estaba borracho y había ingerido insecticida porque, agobiado por la falta de dinero, quiso quitarse la vida. Ofelia lo recuerda así, tanto como recuerda cuánto le quería, el dolor que le causó esa pérdida y lo que implicó en su vida. Una semana después le anunció a su madre que iba a trabajar, pues sabía que lo que ganaba en el campo y la casa resultaba insuficiente.

Y así Ofelia, que había nacido maya en Santa María de Cauque, un municipio de Sacatepequez donde se siembran verduras, se sumó a la cadena de niños trabajadores. Sus dos hermanos estaban casados y no contribuían a la casa, y de sus tres hermanas sólo una, la mayor, se unió a ella para asumir la economía del hogar.

Su madre no quería que abandonaran el estudio, pero Ofelia insistió. Su primer trabajo fue en pueblo sirviendo como empleada de unos familiares de la esposa de uno de sus hermanos. Allí estuvo un año. Trabajaba de 6 de la mañana a 8 de la noche y le pagaban 200 quetzales al mes. No tenía descanso. Primero le dijeron que se encargaría de la limpieza, pero luego le encargaron la cocina y todo lo que fuera necesario. La remuneración no aumentó y aunque nunca la golpearon, la hicieron blanco de repetidas ofensas verbales. Dormía allí y los domingos iba a visitar a su madre.

Ofelia no volvió a jugar, ni a estudiar. Extrañaba la escuela y a sus amigas de aula y de juegos, y eludía sus miradas porque se sentía terriblemente mal siendo una criada a los nueve años.
Harta de los malos tratos de sus patrones, aceptó sin pensarlo la oferta que le hicieran en una cooperativa de empaque de alverjas. Tenía que quitarles la cáscara minuciosamente y dejarlas a buen recaudo. Trabajaba todos los días de 7 de la mañana hasta cuando fuera necesario, pues los pedidos se daban a horas diversas, media noche o tres de la madrugada. Trabajaba hasta el amanecer, salía a desayunar y a recoger el almuerzo de su casa, para luego volver sin haber dormido. Era agotador, sus manos le dolían y varias veces sus ojos se infectaron. Con ella trabajaban cincuenta niños, pero no hablaban mucho entre sí porque les quitaba tiempo y posibilidades de ganar más dinero. Les pagaban, «si de apuraban», hasta 300 quetzales al mes. Ofelia, aunque explotada, era feliz de recibir dinero y de que «al menos» su patrón fuera amable. Ofelia guardaba para ella 200 y lo demás lo entregaba a su madre, a la que ayudaba en casa los domingos cuando regresaba al pueblo. También iba a la iglesia.

No quería pensar en lo que produjera dolor, ya que creía que su situación jamás cambiaría.

Un día, una amiga que participaba en las actividades de un proyecto social, le preguntó si quería estudiar. Ofelia se llenó de alegría y asintió. Se lo comentó a su madre y está lo aprobó inmediatamente. Quería estudiar y mientras le daban el cupo, participó en las actividades culturales, talleres y bailes de la asociación.

Transcurrió el tiempo y su espíritu se fue fortaleciendo. Dejó de trabajar a los 13 años y le ofrecieron ser promotora, le pidieron que contara su experiencia, sus dificultades y su esperanza, a otros niños y niñas. Aceptó, le financiaron el estudio y después le propusieron trabajar los fines de semana re-educando a otros menores, a cambio de 2.500 quetzales al mes.

Hoy, vive feliz, hace lo que le gusta. Es facilitadora, dicta clases a niños que no saben leer ni escribir. Todo lo aprendió escuchando y observando a sus tutores, al punto de apasionarse y planear como profesión el ser educadora.

Nadie la reprende ni la insulta ni la explota, cursa tercero básico y es buena alumna. Contribuye económicamente en su casa, comparte con sus amigos su risa fácil y su destreza en el fútbol. También lee cuentos, escucha música, baila los ritmos de su región y le gusta el sonido de las marimbas y los trajes típicos maya. Además viaja a otros países contando la realidad del propio y sus propias vivencias.

No tiene novio. Su prioridad es entrar a la universidad. No quiere ni puede olvidar las condiciones de su patria y considera que ningún niño o niña menor de 16 años debería trabajar. Confiesa que verlos trabajando le produce tristeza porque en su pueblo hay muchas niñas que laboran desde las 5 de la mañana hasta las 10 de la noche, y se pone a pensar que ellas cuidan niños, cuando más bien ellas mismas deberían ser cuidadas. Y le causa tristeza ver a su hermana que sigue trabajando y que ya no estudiará porque es mayor y siente vergüenza y prefiere seguir en las maquilas.

*Mónica del Pilar Uribe Marín: Periodista freelance internacional, especializada en Derechos Humanos, Política y Medio Ambiente. [email protected].