Guadi Calvo

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El pasado 13 de noviembre, tras treinta años de alto el fuego, el Frente Polisario (Frente Popular de Liberación de Saguía el Hamra y Río de Oro) anunció por intermedio de su secretario general y presidente de la República Árabe Democrática Saharaui (RASD), Bahim Ghali, que consideraba roto el acuerdo firmado con Marruecos en 1991, tras quince años de lucha, bajo los auspicios de Naciones Unidas que preveía un referéndum de autodeterminación, que nunca ha sido llevado a cabo.

El repentino inicio de la guerra en Tigray, una provincia con antecedentes separatistas en el norte de Etiopia, tuvo su origen en una serie de hechos que comenzaron a precipitarse a partir de que el pasado dos de noviembre se conoció que al menos 53 integrantes de la etnia Amhara, aunque otras fuentes hablan de 200, la más numerosa del país después de los oromo, habían sido asesinados, en Oromia, al oeste de Etiopía, durante el fin de semana anterior, después saquear las propiedades, quemarlas y robar el ganado.

Lo que tímidamente comenzó en octubre de 2017 con las primeras acciones del grupo insurgente, afiliado al Daesh global, conocido vulgarmente como al-Shabbab, por el grupo fundamentalista somalí, aunque su verdadero y cada vez más resonante nombre es: Ansar al-Sunna (Seguidores del Camino Tradicional o Defensores de la Tradición), que opera primordialmente en la provincia de Cabo Delgado al norte de Mozambique, en estos momentos se ha convertido en una pesadilla, no solo, para los pobladores de la región y las autoridades tanto locales como nacionales, sino también para las fuertes inversiones que distintas empresas energéticas, particularmente la francesa Total, están realizando tras el descubrimientos de ricos yacimientos de gas y petróleo a unos sesenta kilómetros de la costa.

Trump, más allá de su discurso repugnante, quizás se pueda retirar con un récord absoluto: En por lo menos los ocho o diez últimos gobiernos, fue el único presidente en no iniciar una guerra.

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