Cuentan quienes tuvieron la posibilidad de estar cerca del Comandante Hugo Chávez Frías, el extinto Presidente de la República Bolivariana de Venezuela, que éste tuvo siempre una gran simpatía por el Perú. Bien podría decirse que eso resulta natural en una persona de alta sensibilidad revolucionaria, guiada por elevados valores, sentimientos y mirada humanista en […]
Cuentan quienes tuvieron la posibilidad de estar cerca del Comandante Hugo Chávez Frías, el extinto Presidente de la República Bolivariana de Venezuela, que éste tuvo siempre una gran simpatía por el Perú.
Bien podría decirse que eso resulta natural en una persona de alta sensibilidad revolucionaria, guiada por elevados valores, sentimientos y mirada humanista en relación a pueblos y países. Tener simpatía por uno de ellos, es una manera de expresar la adhesión a todos, porque corresponde esa sensación al modo de ser identificado con la razón y la cultura, elementos esenciales de la formación humana. Pero resulta que más allá de eso, el Comandante Chávez se sintió vinculado a la experiencia peruana porque la conoció de cerca.
Vivió en el Perú en sus años mozos y tuvo una relación particular con nuestro suelo en una circunstancia excepcional para la patria. Eran esos los tiempos en los que ella reverdecía, a la luz del proceso democrático y antiimperialista conducido por el general Juan Velasco Alvarado, el único mandatario que supo honrar el compromiso que -por voluntad propia- asumió en ese entonces y que, al decir de Jorge Basadre, fue «el mejor Presidente del Perú en el Siglo XX».
Hugo Chávez, nacido precisamente un día de la Independencia peruana -un 28 de julio, en 1954- tenía catorce años cuando Velasco anunció en octubre de 1968, la expulsión de la empresa imperialista Internacional Petroleum Company, y dio inicio a un profundo proceso de cambios que se frustró siete años después por la conjura derechista impulsada por militares ligados a los servicios de inteligencia yanquis en 1975.
Cuando se celebró en el Perú el sesquicentenario de la batalla de Ayacucho en diciembre de 1974, Hugo Chávez -20 años y mirada curiosa y vivaz- era alumno estudioso de la Escuela Militar de Chorrillos, y admirador del militar peruano con quien pudo identificarse aún más en la actividad patriótica celebrada en ese entonces en la Pampa de la Quinua.
30 años más tarde -en el 2004- el mismo Chávez, ya Presidente de su país, llegaría a aquel lugar, y evocando al Juan Sin Miedo de nuestra historia, diría: «Juro por mi honor, mi general Velasco, que tu obra será continuada». No es necesario decir que cumplió su palabra.
De estos años, hay registro vivo. Humberto Gómez García, uno de sus más entrañables amigos, dice en su libro «Hugo Chávez Frías, del 4 de febrero a la V República», lo siguiente: «Los años 74 y 75 serán claves en su proceso de toma de conciencia política. El año 74 viaja a Perú y allí entra en contacto con el formidable proceso revolucionario que encabeza el general Velasco Alvarado. Conoce, de primera mano, la realidad de un nacionalismo revolucionario impulsado por militares, que enfrenta valientemente, con el apoyo de las grandes masas peruanas, el neocolonialismo y la dominación imperial norteamericana y busca la dignificación del Perú, la defensa de su soberanía e integridad».
El nacionalismo, que en los países altamente desarrollados puede generar una deformación agresiva, chovinista y aún fascista; en los países en vías de desarrollo tiene una connotación distinta, que fue percibida por José Carlos Mariátegui. Enfrentado al Poder Extranjero causante de su atraso, miseria y subdesarrollo, podía jugar -y de hecho así ocurrió en el Perú del 68 y sucede en la Venezuela de hoy- un rol positivo, y convertirse en una herramienta de liberación nacional y social.
Esa idea quedó afirmada en muchísimos países coloniales y semicoloniales que después de la II Guerra Mundial y más precisamente a partir de los años 60, rompieron los lazos que los ataban desde mucho antes a las potencias europeas. Liberados, diseñaron un camino propio, enarbolando el propósito de defender los intereses de la Nación, a partir de un nuevo liderazgo.
Los militares que se enrolaron en la experiencia velasquista se propusieran en su mayoría modificar radicalmente el papel de la Fuerza Armada y trocar el papel de cancerberos que le asignara la vieja sociedad capitalista, por el honroso papel de libertadores que les era demandado por los sectores secularmente postergados en el Perú.
Las grandes masas peruanas que apoyaron ese proceso, fueron, sobre todo, masas obreras y campesinas, unidas por una vieja tradición de lucha, pero también por el mensaje de Mariátegui y el coraje heredado de Tupac Amaru. Ellas encontraron en las banderas de la CGTP de entonces su derrotero natural y comprendieron la importancia que tenía el que los sectores militares más avanzados asumieran un rol liberador que caló hondamente en la conciencia de los peruanos.
La lucha por la dignidad nacional, la defensa de la soberanía y el respeto a la integridad nacional, fueron los pilares de una concepción que, en tales condiciones, sirvió para despertar la conciencia revolucionaria de muchos peruanos, pero que tuvo también incidencia continental.
En aquellos años surgieron, en efecto, mandos militares progresistas, algunos de los cuales se entregaron de lleno a la tarea de alentar aires de renovación. Liber Seregni, en el Uruguay, asumió con vigor la Presidencia del Frente Amplio, que disputó fuerzas con los partidos tradicionales en reñidas competencias electorales. Juan José Torres, en Bolivia, dio forma a un proceso de cambios que -aunque terminó abruptamente- selló una impronta y marcó un tiempo nuevo en el altiplano latinoamericano. Carlos Pratts arriesgó su vida y finalmente la entregó procurando afirmar un sentimiento democrático en la oficialidad chilena arrasada por el fascismo. Poco más tarde, Omar Torrijos, en Panamá, abrió cauce a un proceso que golpeó a los yanquis.
Para enfrentarlos -recuérdese- los medios de comunicación al servicio del Imperio hablaron de «los generales rojos», a los que adjudicaron propósitos siniestros, creando las condiciones para que fueran descargados contra los pueblos las baterías de una represión desenfrenada.
Hugo Chávez fue, por cierto, heredero de esta experiencia. Pensó en ella cuando en diciembre de 1982 se concertó con otros oficiales y fundó el Movimiento Bolivariano Revolucionario, comprometiendo a sus colaboradores en la tarea de reformar el ejército y construir una nueva República. Y pensó también en ella cuando diez años después encabezó una rebelión para poner fin a la bufonesca opereta representada por la seudo democracia venezolana de aquellos tiempos y a la cabeza de la cual estaba Carlos Andrés Pérez.
Chávez maduró su idea en la prisión, no obstante que le fuera arrebatado por sus verdugos el pequeño libro con los discursos de Velasco Alvarado que tuvo en su cabecera en sus noches de vigilia. Y le dio forma a partir de 1998 cuando, finalmente, logró ganar las elecciones y asumir la conducción de su pueblo ejerciendo un poder legítimo que supo honrar.
Por eso, cuando en el transcurso de los catorce años de gestión gubernativa, visitó el Perú, o aludió a nuestra patria, habló siempre con marcada simpatía por su historia, saludó con entusiasmo a nuestro pueblo, veneró el suelo ayacuchano en el que se consagrara la Independencia de América hace casi doscientos años y subrayó su admiración por la experiencia velasquista que tuvo presente en su memoria.
Un modo de afirmar su simpatía por el Perú la expresó Chávez al suscribir los acuerdos de colaboración en materia energética y petrolera con el gobierno de Ollanta Humala; pero aún antes, cuando en el año 2007 dispuso la construcción de casas para los damnificados del terremoto de Chincha, ocurrido en ese entonces. Y también cuando quiso advertir a los peruanos para que nos protegiéramos de politiqueros de turno, haciendo votos para que «Dios libre a nuestro hermano pueblo peruano de un truhán como éste, un bandido como éste, ladrón de cuatro esquinas, corrupto de siete suelas, como es Alan García, el Carlos Andrés Pérez del Perú. Dios libre al Perú, a su esencia, a su pueblo, a su gloria, de un ladrón como éste».
Por todo eso es que en nuestro país la derecha más reaccionaria lo odió con mayor predilección que en otras partes. Por eso los grandes medios de comunicación a su servicio, idearon todas las campañas para infamarlo y desacreditarlo. Y por eso levantaron contra él una inusitada carga de vilezas que rebasó los límites de lo imaginable, llegando incluso a pretender mimetizarlo con Alberto Fujimori como si ambos no representaran justamente la antípoda en materia de política y de ética.
No debiera sorprendernos, en este marco, que asomen expresiones de odio aldeano en personas tan primitivas como Lourdes Alcorta, Luis Galarreta, Juan Carlos Eguren o Cecilia Valenzuela. Después de todo, ellas solamente expresan lo que la entraña de la más rancia oligarquía excreta. Y es que saben que Chávez y el Perú, sueñan lo mismo.
Gustavo Espinoza M. del Colectivo de Dirección de Nuestra Bandera
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