Desde la década de los 80 del pasado siglo, las universidades de América Latina progresivamente se fueron adecuando a los criterios de la solvencia académica impuesta por el sistema mercantil. Las universidades dejaron de ser laboratorios de conocimientos situados y comprometidos, y se convirtieron en simples (malos) reproductores de respuestas foráneas. Con el advenimiento y […]
Desde la década de los 80 del pasado siglo, las universidades de América Latina progresivamente se fueron adecuando a los criterios de la solvencia académica impuesta por el sistema mercantil. Las universidades dejaron de ser laboratorios de conocimientos situados y comprometidos, y se convirtieron en simples (malos) reproductores de respuestas foráneas.
Con el advenimiento y la proliferación de las universidades privadas, desde la década de los 90 en adelante, la situación se puso más crítica. Las y los estudiantes ya no se forman más para comprender y transformar las realidades de los pueblos, sino para afianzar y reproducir el sistema cultural-financiero hegemónico. Al estudiante ya no le mueve el conocimiento por aprender, o construir (en el mejor de los casos), sino el título por recibir y su ilusorio ascenso social «automático». Al profesional únicamente le mueve el dinero y la fama que le pueda redituar su título universitario. El sistema neoliberal domesticó a la academia, sin importar si son de derecha o de izquierda.
Se nos inculcó que las universidades eran el alma mater del conocimiento, y la academia, la máxima autoridad para dirimir entre la verdad y la falsedad. La castración intelectual e ideológica de las universidades dejó, por un momento, casi ciego a los pueblos. Pero, la sabiduría popular multicultural se hizo sentir desde las acciones colectivas callejeras.
En las últimas dos décadas, ante la ausencia de lumbreras académicas, los sectores excluidos por el sistema cultural-financiero-político se articulan para repensar y reorganizar la realidad desde la acción colectiva. Son las y los no ciudadanos quienes, desde las calles trastocan, no sólo la poca o mucha institucionalidad impuesta, sino, sobre todo, los fundamentos teóricos aprendidos, reproducidos y defendidos por la academia funcional al sistema.
Cuando era docente de derecho en una universidad privada de Bolivia, el Director de Carrera, quien se había enterado de mi compromiso y complicidad con el movimiento social Coordinadora de Defensa del Agua y de la Vida, me dijo: «No te metas con esa chusma». En poco tiempo esa «chusma» reconfiguró no sólo las estructuras sociales y políticas de Bolivia, y apuesta a la emancipación cultural del país, sino que, ahora, académicos e intelectuales asumieron, por lo menos discursivamente, el leguaje y las categorías de análisis y comprensión promovidas por los nuevos sujetos sociopolíticos.
En países como Perú, Colombia, México, Guatemala, y otros, donde el sistema neoliberal no termina de activar aún una suficiente fuerza social deconstituyente, la academia, a nivel general, es aún detractora de los nuevos movimientos sociales. Académicos e investigadores, para ser reconocidos como tales, se siguen esforzando por memorizar nombres y frases de «lumbreras» europeas, cuando en aquel continente las mentes inquietas comienzan a prestarle mayor atención a los procesos de construcción colectivo de conocimientos (sobre la marcha) en América Latina.
Todavía es común leer o escuchar conferencias académicas sobre movimientos sociales elaborados desde los escritorios o producto de la ecuación lógica racional. Sin involucrarse, sin accionar dentro de los movimientos sociales, porque eso podría, no sólo ensuciar los zapatos lustrados de los ilustrados, sino porque podría contaminar la objetividad y la rigurosidad de sus investigaciones. Al límite que su objetividad los termina cegando al grado que no ven lo evidente, y simplemente terminan categorizando a la diversidad de los actuales movimientos sociales como neo populistas, emotivistas, tumultuosos, etc.
A la academia latinoamericana le costará salir de la «humillación» que sufren, producto de la emergencia de los nuevos movimientos sociales con sus propias agendas, marcos conceptuales y modos de construcción del conocimiento. En este duelo, muchos analistas, al verse rebasados y rezagados por los nuevos actores sociopolítico-culturales, simplemente tienden a estigmatizar y o invisibilizar a los nuevos actores que ya no siguen libretos o manuales elaborados por la academia.
Para que este desencuentro no sea demasiado largo y doloroso, la academia tiene el gran reto de desaprender y aprehender en la dinámica de los movimientos sociales, porque son estos sujetos quienes están repensando alternativas al sistema-mundo-occidental agotado. Se debe emancipar a las universidades de la mercantilización neoliberal. Las universidades deben promover profesionales capaces de formular las preguntas en los momentos adecuados, más que memoriones de respuestas o autómatas trajeados. El conocimiento no está únicamente en el corsé de la universidad.
Si no queremos volver al oscurantismo medieval, debemos abandonar la falsa idea de que la academia es quien tiene la potestad de decir qué es verdad y qué no lo es. Eso ocurrió en la Edad Media, y sólo se pudo salir de aquel oscurantismo cuando la inteligencia fue capaz de liberar a la ciencia de las manos autoritarias del Dios cristiano. Ahora, queda la tarea pendiente con la academia.
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