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Monseñor Romero, vivo y muerto

Fuentes: Rebelión

La mirada ingenua, conciliadora y aséptica que los medios de comunicación urden en los últimos tiempos -no de forma inocente, sino más bien planificada- sobre Óscar Romero, descontextualiza a su persona, y por lo tanto, evade su significado histórico y nuestra responsabilidad de mantenerlo, a él y a muchos, con vida. Se ha sostenido que […]

La mirada ingenua, conciliadora y aséptica que los medios de comunicación urden en los últimos tiempos -no de forma inocente, sino más bien planificada- sobre Óscar Romero, descontextualiza a su persona, y por lo tanto, evade su significado histórico y nuestra responsabilidad de mantenerlo, a él y a muchos, con vida.

Se ha sostenido que la canonización no era posible porque Romero estaba politizado, no solo por algunos conceptos marxistas presentes en su discurso, sino también porque la izquierda salvadoreña utilizaba su imagen. Lo que no dicen es que Romero no está limpio, no fue un adalid ingenuo, temeroso o lejano de la discusión política; sus palabras no estaban aisladas de su presente ni de su pueblo; su vida y su memoria no son propiedad privada.

Hasta hace algunos lustros, únicamente los sectores organizados del pueblo preservaron su memoria. El arzobispo apareció en anécdotas familiares y sociales, murales al interior de ciudades, pueblos y comunidades, acompañando consignas, canciones y discursos, mucho antes de que El Diario de Hoy, La Prensa Gráfica o Telecorporación Salvadoreña dispusieran del mártir para atraer publicidad a su pseudoperiodismo. En su momento, estos y otros medios, también acusaron a Romero. Las izquierdas salvadoreñas fueron las únicas que le difundieron sin temor. Por lo tanto, la idea de que el arzobispo está manchado de política no es del todo equivocada. Sus sermones no escapan a la necesidad de hacer política y participar de ella en las calles, en las organizaciones populares, o en los pocos espacios disponibles entre 1970 y 1980. El último llamado de Romero a las bases de la Policía, el Ejército y la Guardia Nacional, el 23 de marzo del 80, se encaminaba a exigir que al menos los soldados no impidieran la participación política del pueblo, desobedeciendo las órdenes de represión.

No fue Óscar Arnulfo un sacerdote ingenuo; actuó con pericia, valentía, combatividad, afán de investigación, apertura y liderazgo, precisos en las postrimerías de la década de 1970. Su asesinato demuestra hoy que el diálogo y la conciliación no doblegarían la nula voluntad de las élites económicas y militares del momento; antes bien, su desaparición física justificó la opción militar en bloque de importantes organizaciones de izquierda.

Romero es ejemplo de dignidad, valentía y lucidez porque confrontó directamente a las élites, quienes ejercían el poder de forma brutal y represiva; cuestionó a los militares obedientes a la oligarquía, polemizó con el imperialismo norteamericano: «le pido que si en verdad quiere defender los derechos humanos garantice que su gobierno no intervenga directa o indirectamente con presiones militares, económicas, diplomáticas, etc., en determinar el destino del pueblo salvadoreño» (Carta al presidente estadounidense Jimmy Carter, fechada en 17 de febrero de 1980).

Sus intentos de conciliación no fructificaron, pues sus demandas incomodaron a la oligarquía y supo entonces que sería destruido. Romero supo que no hay retorno para quien muestra compromiso. Seguramente tendría miedo, pero no podía ni debía retroceder. Fue también un héroe trágico pues, anunciada su muerte -física, objetiva- asumió su papel con entereza.

Es un santo porque defendió radicalmente sus ideales cristianos por la causa de los vulnerados: obreros, campesinos, estudiantes, maestros, sacerdotes, oposición política, y porque vivió al servicio de los oprimidos.

Es un líder ejemplar porque elige dirigir un trabajo que pocos se atreven a sobrellevar, con una vida carente de lujos, y porque no se cebó con la sangre de los pobres. Intentó la imparcialidad frente a los excesos de los grupos de poder -a estos con mayor contundencia, por sus cuantiosos abusos- y también plantó cara a las estructuras militares de izquierda. No mostró la misma neutralidad con su pueblo; con los salvadoreños, manifestó una opción preferencial: «En estos momentos estamos viviendo una grave crisis económico-política en nuestro país, pero es indudable que cada vez más el pueblo es el que se ha ido concientizando y organizando; y con ello ha empezado a capacitarse para ser el gestor y responsable del futuro de El Salvador y el único capaz de superar la crisis» (Carta a Jimmy Carter, 1980). No retiró su respaldo a sus sacerdotes, incluso aunque algunos simpatizaron con las guerrillas.

Fue Romero un idealista porque creía en el bien y la justicia, y aunque la realidad le asestaba golpes a través de la muerte de sus compañeros y amigos, sus principios le guiaron hasta el final.

Procedió como un realista porque siguió con método el camino de dignificación creado por su pueblo. Las evidencias de ese realismo y conciencia del contexto no quedan solamente en sus homilías y en su Diario. Testimonio de esta seriedad en su tarea, es la creación en 1977, de la Oficina de Socorro Jurídico del Arzobispado, otro antecedente de la actual PDDH, en el plano de la defensa y la investigación de las violaciones a los derechos humanos; el uso estratégico de canales de comunicación como la radio YS-AX y el semanario Orientación, para difundir la voz de los ignorados; su insistente contacto con las autoridades de gobierno responsables de la represión para insistir en la búsqueda de la verdad; sus relaciones públicas, sus visitas constantes al lugar de los hechos, cuando se registraban incidentes o macabros hallazgos, o para hacerse presente como amigo de obreros, campesinos, políticos amigos. Ejerció a través de la homilía, el periodismo, la investigación, la denuncia y la gestión como compañero de los pobres.

En 1979 no gana el Nobel de la Paz, porque estaba sucio de compromiso con su tiempo, y porque su labor era más polémica que la de Teresa de Calcuta. Romero no era un adinerado arzobispo, ni un simpático hombre amado por las clases altas de El Salvador, ni por la curia romana de aquellos días.

Si para los argentinos el 24 de marzo es la fecha en que se conmemora el inicio de la más sangrienta dictadura militar en el país rioplatense, y es día entregado a la Memoria por la Verdad y la Justicia, como recordatorio de lo que no debe volver a ocurrir; para los salvadoreños el 24 de marzo es la evidencia de que la Verdad y la Justicia cuestan la vida de sus defensores, y que pueden ser apagadas si los sobrevivientes no pasan la voz, no son escuchados, o sus herederos no luchan contra el olvido, la corrupción y la opresión en su presente.

La Guerra Fría, contexto geopolítico en que Romero y 75 mil salvadoreños fueron suprimidos solo entre 1980 y 1992, no concluye en El Salvador. Lo demuestran algunos pequeños eventos que se registran en cualquier rincón del país centroamericano. Cuando afirmamos a estudiantes de dieciséis años de edad que todos los trabajadores, sea cual sea su profesión u oficio, deberían ganar el mismo y justo salario, los adolescentes salvadoreños responden con cierto nerviosismo: «Eso es comunismo.» Si defendemos ante otro par de jóvenes, que sería maravilloso aspirar a la abolición de las clases sociales, reaccionan diciendo que eso es también comunismo. Romero fue acusado de profesar ideas próximas al comunismo, entre 1977 y 1980, incluso por Juan Pablo II; de modo que cualquiera que tuviese marcos de pensamiento distintos de los oficiales, merecía trato de criminal. El comunismo -concepto que la doctrina de seguridad nacional, pintó como delito-, condenó a muerte al arzobispo salvadoreño y a otros millares de hombres y mujeres.

Más allá de que las implicaciones de la guerra anticomunista sigan vigentes, que muchos niños imiten a sus padres anticomunistas, y por lo tanto, hayan heredado el lenguaje de la guerra fría, demuestra un adefesio histórico en El Salvador, que solo se resuelve transformando las estructuras económicas y culturales. El sistema educativo, si ha de renovarse, debe orientar el desarrollo de una conciencia intelectual, personal y colectiva, humana y liberadora.

La glorificación de Romero ocurre cuando aún su pueblo sigue obligado al retroceso, permanece dividido, engañado, ignorante, embrutecido. Las pandillas y el narcotráfico son programados herederos del terrorismo de Estado que se vivió en las décadas anteriores, y que todavía se avala como logro, por un importante sector de la población. Las tecnologías, a las que accede buena parte de la juventud salvadoreña, funciona más como vehículo de enajenación cultural, que como herramienta académica, informativa o política. Aún son pocos –pero son– quienes viven los valores por los que Romero fue asesinado.

No debe ignorarse que el obispo que murió a punto de iniciar el ofertorio, murió además porque la oligarquía fomentó el asesinato, a través del ex mayor, militarista de seguridad nacional y uno de los fundadores de los escuadrones de la muerte, Roberto D’Aubuisson, quien encomendó a mercenarios el homicidio de Romero en el Hospital de la Divina Providencia. La identidad de los criminales está documentada. No es invento de la izquierda. Hay cartas, publicaciones de prensa, testimonios escritos e investigación científica del crimen. La Organización de las Naciones Unidas publicó el 15 de marzo de 1993, datos concluyentes en el hoy despreciado Informe de la Comisión de la Verdad «De la locura a la esperanza». D’Aubuisson está muerto, pero los adversarios oligarcas de Monseñor Romero siguen gestionando los golpes contra nuestra autodeterminación e identidad nacional, y perpetúan su adhesión al imperialismo estadounidense.

Hoy, 14 de octubre de 2018, fecha de la canonización de Romero, en Santa Tecla, municipio del departamento de La Libertad, se alza como héroe la figura del asesino D’Aubuisson en un redondel humillante. Solo después de 38 años, Romero es legalmente santo. Muchos salvadoreños y salvadoreñas siguen ocultos en esos miles de nombres que no conocemos o yacen enterrados en simple efeméride.

Ensalzado por los grandes empresarios, el principal partido de derecha puede ampararse en que el crimen de su fundador no enfanga sus manos. Sabemos que sí. Fue la oligarquía quien se negó a abrir los espacios al pueblo en los momentos previos a la guerra de 1980, y por lo tanto, quien provocó la muerte del máximo jerarca salvadoreño.

Hoy, auxiliada por el estancamiento y falta de carácter del único partido de izquierda, la derecha oligárquica ha frenado en los últimos nueve años, avances que podrían haberse construido sin la obstrucción de una Sala de lo Constitucional conservadora, una Corte Suprema de Justicia y Fiscalía General de la República corrompidas. No ayuda mucho una masa ignorante y amante del circo.

Una parte minúscula pero estratégica de salvadoreños persiste en la mejora de sus condiciones de vida. Ocupados por el agua, la salud, y la vida, otros compatriotas la han perdido sin que los medios pronuncien constantemente sus nombres: Marcelo Rivera, Ramiro Rivera y Dora Sorto, por mencionar algunos, fueron ultimados entre 2009 y 2010, por su activismo contra la minería multinacional en El Dorado, Cabañas. La Ley de prohibición de la minería metálica, emitida en 2017, es consecuencia del esfuerzo del pueblo organizado, no un regalo de los poderosos.

¿Podemos hablar de un Romero despolitizado, desclasado, divorciado de su época y de su pueblo? ¿Es coherente sostener que el arzobispo fue solo víctima del odio a la fe? Un auténtico Profeta muere por la denuncia de la corrupción presente y su lucha contra la corriente. Si la fe es la certeza de que los seres humanos podemos ser mejores, sin renunciar a nuestra humanidad; capaces de conquistar los valores más elevados de nuestros pueblos, y que ser santo es luchar por la justicia, hay miles de millones de santos en este mundo. 

Óscar Arnulfo Romero Galdámez vive solo metafóricamente. Nadie puede borrar el crimen. Por más que insistamos en su vida y obra; por más inmortal que hoy parezca su presencia en monumentos, libros de texto, medallas y estampas, él no está más entre nosotros. Y tras intermitente llanto por esta y muchas ausencias dolorosas, quizá los Olimareños nos brindan nuevamente consuelo y atizador, cuando ponen en boca del Fusilado: «Sepan que solo muero / si ustedes van aflojando / porque el que murió peleando / vive en cada compañero».

Si aflojamos y claudicamos; si no nos formarnos como cuadros para transformar el presente; si insistimos en nuestros excesos de alcohol, drogas, pereza, redes sociales, programación mediática y alienante, violencia irracional; si practicamos la corrupción; si nos hundimos más en la mediocridad vital e intelectual; si perseveramos ciegos del momento histórico… Romero efectivamente sigue muerto, eliminado, ausente, y sus asesinos siguen triunfando.

Si importunamos y plantamos resistencia concreta a los enemigos de la dignidad, a través del estudio, el seguimiento de los procesos locales, nacionales e internacionales; si cultivamos la vida como seres humanos, estudiantes, profesionales y trabajadores; si nos arrancamos la pereza; si recuperamos la memoria y combatimos por ella; si conquistamos el sentido del momento histórico, Romero vive con nosotros.

Valentina Portillo. ÚLTIMOuniVERSO. Movimiento Literario.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso de la autora mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.