Olga Rodríguez

Artículos

Shireen Abu Akleh entraba cada día en millones de hogares árabes a través de Al Jazeera, relatando los últimos acontecimientos en los territorios ocupados palestinos. Toda una generación creció siguiendo sus crónicas.

En el Bagdad previo a la invasión estadounidense de 2003 los periodistas trabajábamos sin respiro durante el día. Por las noches, tras recabar información y enviar nuestras crónicas, nos reuníamos en alguna habitación del hotel Al Rashid para compartir impresiones, hacer conjeturas sobre el futuro inmediato e intercambiar ideas y planes ante posibles riesgos venideros.

No es la primera vez que una o más potencias usan a terceros -un país, a un grupo de población determinado o a empresas de seguridad privadas- para confrontar, debilitar o tumbar a un adversario.

En este trazado de patios traseros y reparto de zonas de influencia la guerra de Ucrania es presentada como un mensaje para China; como ensayo, ejemplo y advertencia de lo que podría ocurrir en el Indo-Pacífico.

Solo si la Historia empieza hoy es creíble que el objetivo de las empresas de armas sea defender la democracia y que potencias que han sembrado horror en las últimas décadas sean las grandes abanderadas de los derechos humanos.

Cuanto más dura un conflicto bélico, más muertes, más división, más dolor. Ucrania tiene derecho a defenderse. Pero jalear la guerra sin mencionar los riesgos de la misma sería ocultar parte de la realidad. El peligro de que se perpetúe es enorme.

En 2014 la embajadora estadounidense para asuntos europeos Victoria Nuland, hablando en privado sobre la necesidad de cambiar el Gobierno de Ucrania, dijo “que le den a la Unión Europea” («fuck the EU»). El embajador de EEUU en Kiev contestó: “Exactamente”.

En 2001 miles de periodistas, analistas y políticos clamaron en favor de una intervención militar en Afganistán como respuesta a los ataques del 11S que Al Qaeda perpetró en Estados Unidos.

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