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¿Fin de ciclo progresista o proceso por oleadas revolucionarias?

Fuentes: Rebelión

El continente está viviendo un momento de inflexión histórica. Ciertamente, después de diez años continuos de expansivas victorias políticas de las fuerzas revolucionarias y progresistas en Venezuela, Brasil, Argentina, Bolivia, Paraguay, Ecuador, Nicaragua y El Salvador, existe un estancamiento de esta irradiación e incluso un retroceso territorial. Es así que a la conspiración política conservadora […]

El continente está viviendo un momento de inflexión histórica. Ciertamente, después de diez años continuos de expansivas victorias políticas de las fuerzas revolucionarias y progresistas en Venezuela, Brasil, Argentina, Bolivia, Paraguay, Ecuador, Nicaragua y El Salvador, existe un estancamiento de esta irradiación e incluso un retroceso territorial. Es así que a la conspiración política conservadora en Honduras, Paraguay, Venezuela y Brasil, le ha seguido la derrota electoral en Argentina. En los últimos dos años, de un espíritu general de época caracterizado por la ofensiva hemos pasado a la defensiva política y electoral.

A través de vías electorales, en ocasiones acompañadas por acciones de movilización colectiva, sumadas a sistemáticas agresiones económicas y a una inocultable conspiración externa, las fuerzas conservadoras han asumido en el último año el control de varios gobiernos del continente. Numerosas conquistas sociales, logradas años atrás, han sido eliminadas y hay un esfuerzo ideológico-mediático por pontificar un supuesto «fin de ciclo» que estaría mostrando la inevitable derrota de los gobiernos progresistas en el continente.

Si hace 25 años se hablaba del «fin de la historia» [2] , como metarrelato conservador que predecía el fin de los grandes relatos heroicos anticolonialistas y anticapitalistas que habían caracterizado el siglo XX, hoy, el «fin de ciclo» constituye el aborto ideológico de esa teleolología histórica que pretende hacer creer que las sociedades se mueven impulsadas por leyes independientes y por encima de las propias sociedades, a modo de principios cuasireligiosos que pretenden explicar la dinámica del mundo. Se trata, ciertamente, de un intento por anular a la sociedad y al ser humano como fuentes explicativas de sí mismos y de su devenir.

Al colocar el «fin de ciclo» como algo ineluctable e irreversible se busca mutilar la praxis humana como motor del propio devenir humano y fuente explicativa de la historia, arrojando a la sociedad a la impotencia de una contemplación derrotista frente a unos acontecimientos que, supuestamente, se despliegan al margen de la propia acción humana. Esto implica no solo un retroceso, mediocre y tartamudo, a concepciones ideológicas prerrenacentistas sino un esfuerzo deliberado por extirpar cualquier atisbo de autodeterminación social como principio fundador del mundo social.

Sin embargo, el combate intelectual contra estas pseudoexplicaciones mistificadoras de la realidad no elude el análisis frío, el «análisis de plaza», como decía Lenin en terminología militar, sobre el despliegue de acciones sociales (económicas, políticas, culturales, militares y simbólicas) que han permitido, en cada caso concreto, que las clases sociales menesterosas y los gobiernos progresistas y revolucionarios perdieran terreno, política y temporalmente, o cedieran la iniciativa.

Claramente, las fuerzas de derecha y las potencias imperiales han hecho, hacen y continuarán haciendo todo lo posible, a través de todos los medios legales e ilegales, por detener cualquier proceso emancipativo de los pueblos. Esa es su razón social y la energía de su existencia. Pase lo que pase en el mundo, nunca, en lo absoluto, cambiarán de actitud antagónica hacia los gobiernos de izquierda y los procesos de emancipación social. No obstante, esas acciones concretas y cambiantes de contrainsurgencia perpetua podrán volverse eficaces, dar sentido a la historia o arrebatar el protagonismo popular solamente en función de lo que las propias clases populares plebeyas hagan o dejen de hacer; en función de lo que las estructuras políticas revolucionarias, sindicales y académicas hagan y piensen en un momento dado. Como lo explicaba un gran sociólogo francés [3] , si alguien arroja una piedra a un vaso y éste se rompe, la «causa» de ello no es la piedra sino que el vaso era rompible (es por eso que la piedra puede quebrarlo); es decir, es la cualidad del vaso la que le otorga la cualidad eficiente a la acción de la piedra.

En política y, en general, en todas las lucha de las clases sociales, las acciones del adversario no son las únicas que explican los resultados finales, a saber, alguna victoria, sino que son nuestras propias acciones o inacciones, las acciones de las clases y los sectores laboriosos, las que convierten las agresivas acciones del adversario en condición eficiente, produciendo un tipo de resultado favorable a unos y contrario a otros. A la comprensión de esta dinámica fluida de las multiformes y multiespaciales luchas sociales, que se asemejan a un gran ajedrez cuyas fichas son a su vez nuevos juegos de ajedrez que están en espacios distintos pero también interconectados, se le denomina análisis de las correlaciones de fuerzas .  

Gramscialización de las estrategias de contrainsurgencia imperial

En este sentido, lo que ahora deseo plantear son las principales características de los procesos progresistas y revolucionarios, y las debilidades e insuficiencias temporales que tienen y que deben ser superadas de la manera más rápida posible, para impedir que los sistemáticos ataques de los poderes fácticos planetarios y de las fuerzas conservadoras locales adquieran la calidad de condición eficiente capaz de provocar un mayor repliegue territorial o un retroceso estratégico de las fuerzas revolucionarias y progresistas de Latinoamérica.

Existen excelentes estudios sobre las nuevas acciones imperiales desplegadas en el continente en estos últimos años [4] , y está claro que asistimos a una agresión concéntrica que combina boicots económicos, ataques políticos internacionales, financiación de partidos políticos de derecha locales, carteles mediáticos de difamación y mentiras, con movilización social.

Es importante comprender esto. La actual contraofensiva imperial en América Latina tiene una forma diferente a la que vivimos en los años 60, 70 u 80 del siglo pasado. Antes se privilegiaba el uso desnudo de la fuerza, que articulaba tras de sí a políticos y empresarios que sostenían por detrás el tutelaje dictatorial-militar sobre la sociedad. Ahora la punta de lanza es mediática, económica, social y cultural y, solo después -llegado el caso-, de confrontación social, con posibilidades de recurrir a la fuerza armada. Hoy, las principales herramientas de ataque brutal se concentran en el debilitamiento económico de los países (caída de los precios de materias primas), en el boicot económico (cierre de fuentes de financiamiento, ocultamiento de mercancías, fuga de capitales) y también en un asedio ideológico-cultural contra los gobiernos y fuerzas sociales revolucionarias.

Carteles mediáticos mafiosos, capaces de «asesinar» a diario la imparcialidad y la verdad en el altar de la infamia, la mentira noticiosa, han sido articulados. Asimismo, hay una campaña multimillonaria de ablandamiento cultural de contrainsurgencia a través de la promoción de infinidad de foros, clubes, redes sociales, seminarios, becas y «encuentros ciudadanos», que irradian un discurso liberal, moralizante y de escarnio en contra de todo aquello que huela a popular (el «anti-populismo»), y que busca erosionar las bases de credibilidad y producción de sentido de los Estados progresistas y revolucionarios. Así como hace tres décadas las Fuerzas Armadas norteamericanas tuvieron que introducir, en su currículo, las lecturas de Sun Tzu (su famoso libro El arte de la guerra ) para enfrentar la oleada guerrillera mundial, hoy, el departamento de Estado introduce, como lectura obligatoria de sus estrategas de contrainsurgencia, los textos gramscianos, debido a la preponderancia de las batallas culturales en este nuevo escenario de disputa del poder continental. Todo esto para focalizar el ataque concéntrico hacia lo que podemos considerar como la década dorada o la década virtuosa de América Latina.

Por más de diez años, desde los inicios del nuevo siglo, el continente ha vivido, de manera plural y diversa, el período de mayor autonomía y de mayor construcción de soberanía que uno recuerda desde la fundación de nuestros Estados en el siglo XIX, en procesos unos más radicales que otros, algunos más urbanos y otros más rurales, con distintos lenguajes, pero de una manera muy convergente.  

La década virtuosa de la soberanía continental. Cuatro logros históricos

Cuatro son las conquistas históricas que definen la primera década del siglo XXI como una década virtuosa para el continente latinoamericano.

1. Ampliación de la democracia política

Desde la retirada de los militares como comando político armado de los intereses geopolíticos imperiales, la democracia representó para las clases subalternas la vigencia de garantías constitucionales, la libertad de opinión, la libre transitabilidad, la posibilidad de votar en elecciones, la vigencia de derechos humanos elementales y, en menor medida, la libertad de asociación sindical. Sin embargo, bajo ninguna circunstancia, la democracia posdictatorial significó la participación de las clases menesterosas en la toma de decisiones políticas y en el manejo del aparato de Estado. Fue, entonces, un tipo de democracia de derechos , mas no así de participación decisional en el Estado.

El siglo XXI se inicia en el continente con un poderoso ascenso político de las clases sociales y fuerzas populares de izquierda que, de manera directa, vía sindical, de movimientos sociales o partidarios, asumen el control del poder del Estado . Con esto, no solo se tiene la victoria electoral de las fuerzas populares y de izquierda, anteriormente excluidas de las estructuras de gobierno, sino que además se supera, de manera práctica, el debate iniciado en los momentos del repliegue popular mundial después de la caída del muro de Berlín y del debilitamiento del ideario socialista referido a la posibilidad de «cambiar el mundo sin tomar el poder» [5] , consigna que hacía eco del derrotismo popular generalizado y pedía abandonar las grandes batallas políticas por el poder en aras de una transformación «corpuscular», casi individual, de las condiciones de vida.

Frente a esta mirada contemplativa de las estructuras de poder real del mundo y, en particular, del Estado como relación social desdoblada de la sociedad, precisamente por el abandono de la sociedad sobre sus propios asuntos políticos, los sectores populares, obreros, trabajadores, campesinos, indígenas, de mujeres y clases subalternas, han superado ese debate de una manera práctica: asumiendo las tareas de control del Estado se volvieron diputados, asambleístas y senadores; asumiendo la gestión pública se movilizaron, hicieron retroceder las políticas neoliberales, modificaron las políticas públicas y los presupuestos. Y así en diez años asistimos a lo que podría denominarse como una presencia de lo popular, de lo plebeyo, en sus diversas clases sociales, en la gestión del Estado y, con ello, a la resignificación de la democracia ejercida como poder plebeyo y como decisión popular de efecto estatal.

De manera paralela, en esta década asistimos a un fortalecimiento de la sociedad civil . Sindicatos obreros, sindicatos campesinos, comunidades indígenas, gremios, pobladores, vecinos, estudiantes y asociaciones juveniles comenzaron a fortalecerse, irradiarse, diversificarse y proliferar en distintos ámbitos, y, lo central, a politizarse, es decir, a involucrarse en la deliberación y gestión de los asuntos comunes, a asumirse como poder estatal. La noche neoliberal de apatía, de simulación democrática, se rompió para recrear una sociedad civil potente que asume un conjunto de tareas de orden político y económico que afectan el desempeño de la totalidad de los Estados latinoamericanos.  

2. Redistribución de la riqueza común y ampliación de la igualdad social

En segundo lugar, en lo social, en Brasil, Venezuela, Argentina, Bolivia, Ecuador, Paraguay, Uruguay, Nicaragua y El Salvador, asistimos a una extraordinaria redistribución de la riqueza social que comenzó a cerrar las puntas de las tijeras de la generación de la riqueza y la desigualdad, que en las últimas décadas se habían abierto de tal manera que la distancia entre una respecto a la otra se acercaba a los 180 grados.

Frente a las políticas neoliberales de ultra-concentración de la riqueza que habían convertido a nuestro continente en uno de los más injustos del mundo, desde los años 2000 y a la cabeza de gobiernos progresistas y revolucionarios, asistimos a un poderoso proceso de redistribución de la riqueza común, que mejora notablemente las condiciones de vida de la clase trabajadora sacando a millones de latinoamericanos de la extrema pobreza, y crea para las clases medias opciones objetivas de ascenso social.

Pero esta redistribución de la riqueza lleva también a una ampliación de las clases medias, no en el sentido sociológico-político del término sino de su capacidad de consumo. Se amplía la capacidad de consumo de los trabajadores, de los campesinos, de los indígenas, de los distintos sectores sociales subalternos.

Igualmente, en poco más de una década, la reducción de las desigualdades sociales alcanza records históricos que no habían podido obtenerse en los últimos cien años . La diferencia entre el 10 por ciento más rico y el 10 por ciento más pobre que, en la década de los 90, arrojaba cifras de más de 100, 150 o 200 veces, al finalizar la primera década del siglo XXI se reduce a 80, 60 o 40, de una manera que amplía la participación e igualdad de los sectores sociales.  

3. Formas posneoliberales de gestión de la economía y de administración de la riqueza

En tercer lugar, en la gestión de lo económico, con mayor o menor intensidad, cada uno de los gobiernos de estos Estados va a ensayar propuestas posneoliberales. No estamos hablando todavía de propuestas postcapitalistas, pues estas solo podrán prosperar a escala universal; nos estamos refiriendo a propuestas posneoliberales que permiten que el Estado retome un fuerte protagonismo en la producción de la riqueza y en el ordenamiento de la gestión económica, priorizando los intereses nacionales y a las clases populares.

Algunos países llevaron adelante procesos de nacionalización de empresas privadas o de creación de empresas públicas, otros optaron por una ampliación de la participación del Estado en la economía, en la administración del excedente social, en la elevación de los salarios de los obreros o en la transferencia de recursos a los sectores más desfavorecidos, en el impulso de formas de intercambio no basadas exclusivamente en el valor de cambio, etcétera. Pero está claro que todos ellos han ensayado formas posneoliberales de la gestión de la economía recuperando la importancia del mercado interno, del Estado como distribuidor de la riqueza, de la participación del Estado en áreas estratégicas de la economía.

En este sentido, la experiencia latinoamericana marcará un punto de inflexión en la trayectoria mundial del neoliberalismo. A partir de estas experiencias en el continente, el neoliberalismo ya no será nunca más el «único mundo posible». Hoy surgen otras posibilidades de gestión de la economía y de la administración de la riqueza, otros horizontes viables que muestran al neoliberalismo como un régimen anquilosado, desgastado, decadente, sin brillo y sin entusiasmo.

A pesar de las dificultades de la experiencia latinoamericana, los países del sur dejan una señal imborrable y definitiva: de manera práctica, le muestran a los pueblos del mundo que hay otros mundos posibles, que el neoliberalismo no es el fin de la historia -de hecho, su continuidad es la fosilización de la historia-, que se puede producir la riqueza de otra manera, que es viable distribuir la riqueza de otra manera, de tal forma que las clases populares sean sus más directas beneficiarias.  

4. Construcción de una Internacional latinoamericana progresista y soberana

En cuarto lugar, el despertar del siglo XXI latinoamericano también está caracterizado por la producción -por primera vez, desde la fundación de los Estados nacionales- de una política externa continental soberana y autodeterminativa.

Desde el siglo XIX, los grandes diseños de política externa en el continente están tutelados, primero por el imperio inglés, luego por el imperio norteamericano, de los que dependen los créditos, las tarifas arancelarias, las transferencias tecnológicas, las emisiones discursivas, la estabilidad gubernamental y, por tanto, la organización de la política continental. Toda la política exterior latinoamericana (absolutamente toda) se encuentra delineada en función de las estrategias geopolíticas conducidas por las potencias del norte: alineamiento durante la Guerra Fría, modelos económicos, apertura política, regímenes dictatoriales, votaciones en Naciones Unidas, entrega de recursos naturales.

Sin embargo, durante la primera década del siglo XXI esto se derrumba. Tras la victoria de los gobiernos populares se constituye lo que podríamos denominar, de manera informal, una Internacional progresista y revolucionaria a nivel continental. Y si bien no existe un Comité (como en la Internacional comunista), de alguna forma los presidentes Lula, Kirchner, Correa, Evo, Chávez y Ortega, asumen lo que podríamos llamar una especie de Comité central de una Internacional latinoamericana, que permitirá pasos gigantescos en la constitución de decisiones continentales soberanas y en la planificación del futuro de nuestras naciones.

En esta década, la OEA, que anteriormente decidía los destinos de nuestro continente bajo la batuta de Estados Unidos y que llega a legitimar la invasión de países latinoamericanos, pasa a convertirse en una institución irrelevante. Al fin surgirá una institucionalidad continental, Unasur y la CELAC, sin la presencia norteamericana, cosa que centrará el debate y la construcción del destino de los latinoamericanos en sus propias manos, cuando 100 o 50 años atrás esto era impensable. Desde la sostenibilidad de las políticas crediticias, hasta el financiamiento del salario del portero de cualquier institución continental, todo dependía de los Estados Unidos y por eso teníamos instituciones que servían de coartada a los intereses norteamericanos en América Latina.

Está claro que no puede existir soberanía política sin soberanía económica, que representa la base material de cualquier soberanía posible. Y justamente eso es lo que ha logrado el continente en esta década virtuosa: emancipación de las dependencias crediticias y apertura a otros mercados, como el asiático y el europeo, que diversificaron las fuentes de obtención de recursos; todo esto clave a fin de construir una estructura política latinoamericana propia para comenzar a debatir el futuro compartido.

Pero esto también permite algo que parecía imposible tiempo atrás: la solidaridad entre países hermanos para resolver internamente conflictividades políticas extremas que anteriormente habrían requerido por lo menos la intervención militar del país del norte. Ese es el caso, en 2002, del golpe de Estado en contra del comandante Chávez en Venezuela o, en 2008, del golpe civil en contra del presidente Evo.

En los meses de agosto y septiembre de 2008, ni el presidente Evo ni yo, su vicepresidente, podíamos aterrizar en los departamentos controlados políticamente por las fuerzas de la derecha fascista. El gobierno democrático había perdido el control de la gestión estatal que había sido asumido, de facto, por bandas paramilitares que promovían una especie de «poder dual» regional, desconociendo la autoridad nacional, democráticamente elegida, e instigando el estallido de una guerra civil.

Sin embargo, fue la presencia de la Unasur, de los presidentes Kirchner, Chávez, Correa, Lula, lo que ayudó a restablecer el orden democrático, a desconocer cualquier tipo de legitimidad a esas bandas de fascistas y a retomar la iniciativa política por parte del gobierno nacional.

Entonces, en conjunto, en esta década virtuosa el continente lleva adelante cambios políticos (la participación del pueblo en la construcción de un Estado de nuevo tipo), cambios sociales (la redistribución de la riqueza y reducción de las desigualdades), cambios económicos (la participación activa del Estado en la economía, la ampliación del mercado interno y la creación de nuevas clases medias) y, en lo internacional, la articulación política latinoamericana sin la presencia norteamericana. Todo esto no es poca cosa. Desde el siglo XIX, estos últimos diez años se constituyen como los más importantes de nuestro continente en cuanto a integración regional, a soberanía latinoamericanista e independencia.

Las fragilidades de la década. Cinco tareas inmediatas

No obstante -y es necesario asumir con objetividad y frialdad antártica el debate al respecto-, en los últimos meses este proceso de irradiación territorial de los gobiernos progresistas y revolucionarios, se ha estancado .

En algunos países importantes y decisivos del continente, hay un regreso de los sectores arcaicos de la derecha y, en otros, existe la amenaza de que la derecha reciclada retome el control. Aquí debemos preguntarnos ¿por qué?, ¿qué es lo que ha sucedido para que hayamos llegado a esta situación? Está claro que las fuerzas conservadoras y del partido de los privilegios privados intentarán, una y mil veces, retomar el poder estatal y utilizar todos los medios, legales e ilegales a su alcance, a fin de buscar retomar el uso de lo público para el disfrute privado de un puñado de oligarquías y empresas extranjeras.

Evidentemente, el Departamento de Estado norteamericano y los bloques conservadores locales siempre buscarán sabotear los procesos progresistas. Es una cuestión de control del excedente económico existente en la región, de sobrevivencia de las oligarquías dependientes y de obstrucción a la propagación mundial de lo que consideran un «mal ejemplo» para los otros pueblos del mundo. Por ello, está claro que la derecha continental siempre atacará, boicoteará, devaluará, desvirtuará y buscará hacer fracasar cualquier proyecto popular y revolucionario. Este es un hecho incontrastable de la realidad. Pero -y aquí volvemos a la imagen del vaso rompible o de las condiciones de eficacia de la acción del adversario- los revolucionarios, los intelectuales, las organizaciones sociales y los gobernantes debemos saber reconocer, con meridiana claridad, qué cosas hemos hecho deficientemente, qué acciones no hemos emprendido y qué datos de la realidad hemos soslayado que, en conjunto, han favorecido para que la conspiración conservadora haya comenzado a tener resultados favorables hasta el punto que no solo se detuviera la expansión de la oleada revolucionaria, sino que las fuerzas conservadoras retomen, nuevamente, el control del poder estatal en la mayor parte de los países de América Latina.

Esta tarea de comprensión de la realidad, en sus dimensiones multicausales, es también una acción revolucionaria porque únicamente entendiendo dónde están nuestras debilidades y cuáles son nuestros errores podremos superarlos inmediatamente y reducir el campo de eficacia de las acciones de las fuerzas conservadoras.

Acá señalaría cinco límites o contradicciones que se han hecho presentes y han aflorado en esta década virtuosa continental y que están siendo utilizadas por las fuerzas contrarrevolucionarias para retomar la iniciativa política inmediata. No las mencionaré por orden de importancia sino por orden lógico.  

1. Crecimiento y estabilidad económica: base material de la justicia y la fortaleza política.

Clausewitz decía que la guerra es la continuación de la política por otros medios [6] , y estaba en lo correcto porque, al final, las armas y las tropas en el fragor del campo de batalla solo cumplen designios políticos, defienden y logran o pierden intereses políticos. Lenin, el gran revolucionario ruso, argumentaba con mayor sabiduría que la política es economía concentrada [7] , es decir que detrás de toda decisión política, incluida la más extrema que es una guerra, lo que está en juego son proyectos, intereses y recursos económicos de tal o cual clase social, tal o cual país, tal o cual sector.

Esta incomprensión de la relación entre la política y la economía no solo constituye un error de las corrientes liberales que han creado un microcosmos conceptual para estudiar las prácticas políticas, que pareciera sostenerse únicamente sobre las argucias de la voluntad o el engaño; constituye también el error de cierto «post marxismo» [8] que le atribuye a los significados y a los relatos construidos una cualidad mágica, capaz de inventar el mundo y a los sujetos históricos con capacidad de transformar la política. Evidentemente, el discurso, la voluntad, el marketing y la narrativa tienen un carácter performativo, es decir, son creadoras de realidad social. Pero las palabras, ideas y narraciones adquieren ese carácter «creador» si y solo si existen condiciones materiales de disponibilidad social, de eficacia simbólica, de eficacia asociativa y condiciones sociales de acción colectiva. Todas estas condiciones de posibilidad se sostienen y emergen a partir de la manera en que las personas acceden o están impedidas de acceder a determinados bienes materiales socialmente disponibles o necesarios, comenzando por los económicos.

Los sujetos de la política no se arman a voluntad e ingenio, como si la gente representara las líneas de un plano elaborado por un creativo arquitecto de sujetos, porque si así fuera tendríamos tantos sujetos históricos con capacidad de movilización política en cada país como ingeniosos creadores de discursos en una sociedad. La performatividad [9] del discurso político no actúa en cualquier momento ni sobre cualquier agrupación o exigencia. El discurso político, la narrativa mediática o cívica solo son capaces de producir realidad colectiva allí donde existe una disposición social hacia nuevas narrativas (por el agotamiento de las antiguas), en caso de una ausencia social (material o simbólica) capaz de generar un estado de agregación, o en caso de un peligro que acecha a la vida o a una posesión común y frente a la cual la asociatividad movilizada se presenta como una defensa imprescindible.

En cualquier caso, la disposición de los bienes sociales (dinero, propiedades, educación, servicios básicos, medios de trabajo, lenguaje, etcétera), la forma de acceso y distancia a ellos, es lo que estructura bloques o franjas sociales objetivas que dan lugar a experiencias colectivas, a memorias sedimentadas, a sensibilidades y disposiciones capaces de ser gatilladas de una manera u otra, con una intensidad u otra, con unos aliados u otros, dependiendo del tipo de discurso emitido.

El discurso político tiene capacidad performativa solo cuando existe en proceso una cualidad formativa de la sociedad, cuando hay una potencialidad formativa de la sociedad. Y eso no siempre sucede; es más, constituye una excepcionalidad histórica que depende de los cauces fluidos de la disponibilidad o de la carencia de medios materiales. En cierta medida, el discurso político lo que hace es resaltar, trazar un espacio de subjetivación política a partir de las «líneas de nivel» de la geografía social, sobre la topología social resultante de las estructuras de propiedad, gestión y distribución de los recursos económicos de una sociedad.

Cuando se está en el Estado, cuando el bloque popular ha adquirido el poder de Estado, la importancia de la fuerza material de la economía es aun más decisiva y visible, porque el Estado, en tiempos revolucionarios, está llamado a desempeñar un papel propietario, productivo y organizador de la producción nacional. Si bien el Estado es, como dijimos en otra ocasión, una relación social en la que la mitad de sus acciones son idea (esquemas morales y lógicos de organización de la vida diaria [10] ) y la otra mitad, materia (instituciones, recursos, coerción); el lugar más idealista del mundo donde la «idea» (una iniciativa gubernamental) deviene inmediatamente en «materia» (decretos, leyes, procedimientos administrativos, recursos, ejecución, etcétera); todo ese papel performativo de la idea, de las decisiones gubernamentales, tiene eficacia, es creíble, reproducible y organizador si, a la vez, ayuda a generar las condiciones de bienestar social, de distribución sostenible de la riqueza y de crecimiento económico. Si un proceso revolucionario no logra esto, es altamente probable que se presente un incremento del malestar social, una pérdida de apoyo al gobierno progresista y revolucionario, y que las propuestas políticas conservadoras en el interior de las propias clases sociales plebeyas se fortalezcan.

Entonces, una primera debilidad que algunos de los gobiernos progresistas y revolucionarios están afrontando es precisamente el de la gestión económica. Es como si se le hubiera dado poca importancia al tema de la gestión económica, cuando en realidad no existe posibilidad de continuidad revolucionaria si no se resuelve, en primer lugar, la gestión y la mejora de condiciones económicas del pueblo trabajador. ¡Claro!, cuando el bloque nacional-popular es el opositor político no gestiona la economía del país, lo que hace es estudiar los problemas que tiene la nación, elaborar una propuesta económica basada en los intereses de los sectores populares, irradiar y buscar movilizar en torno a esa propuesta a la sociedad, sin gestionarla aún. Su convocatoria hacia el pueblo está en función de una propuesta, de iniciativas y proyectos, pero aún no en función de la gestión.

En esos momentos, cuando se está en la resistencia enfrentando la gestión neoliberal, lo más importante es la política, el discurso, la organización, las ideas, la movilización, acompañadas de propuestas de gestión económica creíbles, capaces de resolver los problemas de la sociedad laboriosa. En esos momentos, la política está en el puesto de mando y el discurso adquiere la capacidad de articular a un sujeto social movilizable.

Pero una vez que uno se encuentra en gestión de gobierno, cuando uno se vuelve Estado, la economía se convierte en decisiva y asume el mando. No obstante, los gobiernos progresistas y líderes revolucionarios no siempre asumen esa importancia decisiva de la economía estando en el Estado. Acostumbrados a la acción política y educados en la acción revolucionaria que, por definición, es esencialmente política, la confianza en el discurso, en su eficacia y su labor performativa, puede conducirnos, equivocadamente, a seguir actuando exclusivamente de esa manera cuando ya se está en la gestión estatal.

Evidentemente, los procesos revolucionarios tienen en la acción colectiva, el discurso y la narrativa movilizadora, el principal motor de producción de convocatoria, apoyo y credibilidad. Pero eso dura mientras la gente está movilizada, en estado de catarsis colectiva [11] o de universalidad de las nuevas clases dirigentes. Mas, a diferencia de lo que creen los trotskistas, la realidad nos muestra que la sociedad no se moviliza de manera permanente. Sí es capaz de los mayores heroísmos que registra la historia, de los más grandes sacrificios de tiempo, recursos e incluso de vida para luchar por lo que cree necesario para su familia, sus compañeros y el país pero, después de un tiempo, se necesita volver a la vida cotidiana: llevar a los niños al colegio, ahorrar para pagar las deudas bancarias, participar con los vecinos en una actividad cultural, etcétera.

De ahí que las revoluciones se presentan no como líneas ascendentes infinitas sino como oleadas (Marx) con flujos y reflujos, con momentos excepcionales de universalismo en la acción colectiva, y largos períodos de reflujo, de corporativismo, de cotidianidad desmovilizada. En esos momentos, el ideal, el discurso, la narrativa y la propuesta ya no son suficientes para mantener la adhesión social al proyecto enunciativo. Lo que ahora cuenta es la economía, la mejora de las condiciones de la vida cotidiana del pueblo. Por eso, si el gobierno progresista y revolucionario no logra crear una base material sostenible para esta mejora, la pérdida de apoyo social y la emergencia de propuestas contrarrevolucionarias que hagan creer en un avance a través del retorno de un gobierno de derecha, son inevitables.

La base material de cualquier proceso revolucionario es la economía. Cuidar la economía, ampliar los procesos de redistribución, aumentar el crecimiento, fueron también las preocupaciones de Lenin allá entre 1919 y 1922, cuando después del llamado «comunismo de guerra» tuvo que afrontar la realidad de un país destrozado. Resistió la invasión de siete países, derrotó a la derecha, pero tuvo siete millones de personas que murieron de hambre.

¿Qué hace un revolucionario? ¿Qué hizo Lenin? Priorizar la economía. Todos sus textos después del «comunismo de guerra» son resultado del esfuerzo teórico y práctico por restablecer la confianza de los sectores populares, obreros y campesinos, en su gobierno, a partir de la gestión económica, del desarrollo de la producción, de la distribución de la riqueza, del despliegue de iniciativas autónomas de campesinos, obreros y pequeños empresarios -incluso de empresarios- para garantizar una base económica que le diera estabilidad y bienestar a la población [12] .

Ante la imposibilidad de construir el comunismo desde un solo país y comprendiendo que el mercado mundial y la moneda que regulan las relaciones internacionales de intercambio, de tecnología y productos, no desaparecen por decreto, que la moneda y el mercado no desaparecen estatizando los medios de producción, que la economía social y comunitaria solamente podrá surgir, de forma gradual, por iniciativa y experiencia autónoma de la propia sociedad, cada revolución emergente y cada país, al tiempo de mantener el poder revolucionario, debe crear las condiciones materiales para la expansión de las iniciativas comunitarias de la propia sociedad y apuntalar las condiciones de una revolución mundial para resistir, en este largo período de lucha entre capitalismo decadente, pero dominante, y socialismo fragmentado, débil, pero ascendente. Eso requiere mejorar las condiciones de vida de la población y crear las condiciones básicas de su bienestar aunque, eso sí, manteniendo el poder político en manos de los trabajadores. En el fondo ese es el significado histórico de la NEP [13] . Se pueden hacer concesiones y dialogar con quien sea que permita apoyar el crecimiento económico, pero siempre garantizando el poder político en manos de los trabajadores, los revolucionarios y el bloque de poder popular.

En este largo período, la economía es decisiva . Los procesos progresistas y revolucionarios se juegan el destino en la economía. Sin los satisfactores básicos para la población el discurso no cuenta. El discurso es eficaz, crea expectativas y esperanzas colectivas a partir de una base material de satisfacción mínima de condiciones necesarias. Sin esas condiciones, cualquier discurso, por muy seductor o esperanzador que sea, se diluye ante el deterioro de la base económica de las familias trabajadoras.

Toda esta experiencia histórica y nuestra propia experiencia en esta década, nos enseñan que el proyecto posneoliberal, como alternativa real al neoliberalismo, tiene que ser sostenible en el tiempo, producir mejoras sustanciales en la vida de las personas, crear una plataforma de estabilidad y confiabilidad sobre la cual la sociedad puede animarse a nuevas audacias históricas, a nuevas experiencias, comunitarias y socialistas, de apropiación de bienes que vayan apuntalando con mayor profundidad lo común y lo comunitario. Ningún avance hacia el socialismo será posible sin una mayor democracia, pero tampoco sin las condiciones mínimas de bienestar, de mejoras económicas de la sociedad, que mantengan la confianza en su gobierno y la preparen para nuevos y más grandes «asaltos al cielo».

Aquí es necesario hacer un desdoblamiento. Si bien estamos afirmando que debemos hacer todos los esfuerzos para garantizar el crecimiento económico, éste será revolucionario si, y solo, tiene por objetivo la mejora de las condiciones de existencia de todos los sectores populares, es decir, si genera mayor justicia e igualdad. Para un gobierno progresista y revolucionario, el crecimiento y la estabilidad económica no son un fin en sí mismo, sino solo un medio para mejorar las condiciones de vida de la sociedad, en particular y siempre, de las clases menesterosas. Por ello, el tomar medidas que, en nuestra búsqueda por el «crecimiento económico», afecten al bloque popular beneficiando al bloque conservador, va en contrasentido al fortalecimiento de los procesos progresistas del continente.

Afectar los ingresos del pueblo para aumentar las ganancias de las élites empresariales no solo está en contra de los fundamentos de los procesos revolucionarios, que existen por y para favorecer al pueblo (a los trabajadores), sino que, además, peca de una ingenuidad política catastrófica. Las élites empresariales nunca sostendrán ni defenderán un proyecto popular. Efectivamente, pueden ser neutralizadas temporalmente, pueden adherirse, individualmente, a tal o cual decisión, pero su presencia subordinada dentro del proyecto revolucionario solo será posible en tanto el bloque popular tenga la fuerza política, electoral y de movilización. Porque apenas el bloque nacional-popular comience a mostrar síntomas de debilidad, lo más seguro es que esas clases sociales, inmediatamente, se pasen al bando contrario o definitivamente se pongan a conspirar en contra del gobierno revolucionario.

En la toma de decisiones, los gobiernos progresistas y revolucionarios deben orientar sus medidas, cualesquiera que sean estas, siempre en función de los beneficios colectivos y el potenciamiento de las condiciones de vida y de la asociatividad de las clases menesterosas; pues, al final, solo ellas serán las que defiendan en las calles el proceso revolucionario.

Ciertamente, un gobierno debe gobernar para todos, o mejor, la clase dirigente debe mostrar que sus intereses son los que mejor unifican y representan los intereses de todos. Esa es la clave de la dirección del Estado porque el Estado es el monopolio de lo universal. Ahí radica su fuerza y su poderío, en representar lo universal, sabiendo que ese universal es lo particular irradiado y articulante al resto de los sectores.

Pero gobernar para todos no significa entregar los recursos o tomar decisiones que, por satisfacer a todos, debiliten a la base social que le ha dado vida al gobierno, que le ha dado sustento y que será, al fin y al cabo, la única que saldrá a las calles cuando las cosas se pongan difíciles.

¿ Cómo moverse en esa dualidad? Gobernar para todos, teniendo en cuenta a todos, pero, en primer lugar y por siempre, como dice la iglesia católica de base, tomando una opción preferencial y prioritaria por los trabajadores, los pobladores, los campesinos y los humildes. Ningún tipo de política económica revolucionaria puede dejar de lado a lo popular pues cuando lo popular, la justicia y la redistribución, a corto y largo plazo, dejan de ser el norte orientador de la acciones gubernamentales y se busca priorizar solo el «crecimiento», el proceso se desnaturaliza y, con seguridad, aquellos que se beneficien exclusivamente del crecimiento sin justicia ni redistribución, tarde o temprano, buscarán un gobierno propio que haga lo mismo, solo que de manera mucho más confiable y rápida.

Hay quienes sostienen, desde el lado de una supuesta izquierda más «radical», que el problema es que los gobiernos progresistas no tomaron ni están tomando medidas más duras de socialización que acaben con el mercado mundial, la división internacional del trabajo e instauren inmediatamente medidas comunistas de propiedad y producción.

Ingenuos chapuceros e izquierdistas «deslactosados» que dilucidan los grandes problemas prácticos de una revolución removiendo una cucharilla de café, olvidando que no existe decreto que pueda sustituir el largo aprendizaje de masas y que ningún voluntarismo gubernamental reemplaza la fuerza de la realidad capitalista mundial.

Si fuera un tema de voluntad y de decreto, podría sacarse uno que diga que ya no hay mercado. Y, sin embargo, el mercado seguirá y la gente, aquí y allá, continuará intercambiando sus productos de acuerdo al esfuerzo social depositado en ellos.

Se pueden emitir todos los decretos necesarios para estatizar los medios de producción, pero eso no significa socialismo porque la sociedad no es la que asume la gestión directa de esos medios de producción. Se pueden emitir leyes que digan que ya no hay compañías extranjeras, no obstante, las herramientas para los celulares y las máquinas seguirán requiriendo de la técnica y el conocimiento planetario-universal que los envuelve a todos.

Un país no puede volverse autárquico. ¡Eso no es socialismo, sino el regreso a la edad de piedra! Ninguna revolución ha aguantado ni sobreviviría en la autarquía o en el aislamiento. La revolución es mundial y continental, o es una caricatura de revolución. Por tanto, la superación del mercado mundial será, de la misma forma, un hecho mundial. La construcción del comunismo como nuevo modo de producción que sustituya al capitalismo como modo de producción universal, no puede menos que ser también mundial, planetario. Lo que los gobiernos progresistas y revolucionarios pueden y deben hacer, es crear las mejores condiciones de democratización de la riqueza y ayudar al fortalecimiento de las organizaciones sociales, al aprendizaje práctico de las experiencias de socialización de la producción y de las formas de gestión colectiva, no estatal, de la riqueza. Pueden hacer todo ello, pero jamás sustituir a la sociedad laboriosa en la paulatina y ascendente creación de la nueva producción, de la nueva administración comunitaria de la riqueza. Esa es justamente la enseñanza que nos deja el fracaso de los denominados «socialismos realmente existentes».

Cualquier poder político o bloque social de poder no podrá ser duradero si no viene acompañado, lo más pronto posible, de un poder económico que objetive, en el ámbito de la gestión económica, lo logrado inicialmente en el ámbito del Estado. ¿Cómo? No existe recetario ni libreto a seguir. Cada país y cada revolución deben resolver este tema en la práctica. Pero el nuevo poder político revolucionario tiene que ir acompañado del poder económico estatal, general, y del poder económico del bloque social que representa. De otro modo, se presentará la siguiente dualidad: por un lado, el poder político en manos de los trabajadores; por otro, el poder económico en manos de los empresarios.

Unificados los espacios clasistas del poder social, con la política y economía en manos de la nueva estructura estatal, se garantiza la estabilidad del proceso revolucionario y las mejoras reales en las condiciones de vida del pueblo, que es la forma en la que el mismo pueblo insurrecto mide y valora los resultados efectivos de su revolución en la vida cotidiana. Luego, con el tiempo, se podrá pasar a una segunda etapa histórica en que ese poder político, concentrado en el Estado, y ese poder económico, igualmente acumulado por el Estado, vayan gradualmente desprendiéndose del poder concentrado mediante una reasunción, por parte de la propia sociedad, de los mismos. Se trata de la emergencia de inéditas formas de democratización/disolución del Estado y de disolución de poder económico en los sectores subalternos, que son capaces de crear modos de trabajo, de gestión y distribución comunitarios/universales de la riqueza. En esta capacidad autodeterminativa de la propia sociedad, y ya no del Estado, se encuentra la clave que decidirá, a futuro, la posibilidad del paso del posneoliberalismo al poscapitalismo .

2. Una revolución cultural permanente

La experiencia revolucionaria boliviana, con sus extraordinarias acciones colectivas y tendencias preinsurreccionales, se ha convertido en un laboratorio excepcional de la intensidad de la lucha de las clases y de sus enseñanzas, en términos de teoría política. Un elemento decisivo en la conquista del poder político, por parte del bloque social revolucionario, fue la victoria previa a los grandes combates sociales, a las grandes marchas y sublevaciones que definieron el destino victorioso de la revolución, en el ámbito de las ideas-fuerzas, en la lucha por el sentido común de la época.

Al ideario y horizonte neoliberal triunfante de fines del siglo XX, no solo se lo debilitó, criticó o denunció como falso, sino que se supo levantar, frente a él, otro horizonte colectivo creíble, palpable y realizable, capaz de contener las expectativas y las ansias individuales y colectivas de las clases populares. Es decir, se supo sumar la acción de demostración de la falacia del ideario neoliberal, con la lucha por la instauración de un nuevo horizonte posible de sociedad. La sumatoria de estas dos tenazas discursivas dio, por un lado, la escenificación del agotamiento y de la decadencia del ideario neoliberal, y el posicionamiento de un principio de esperanza colectiva con capacidad de movilización de expectativas, de sueños y acciones colectivas.

Esto permitió transformar, sobre la marcha, la acción de protesta colectiva en contra del mal gobierno en una acción de conquista de la nueva sociedad, de la esperanza. Porque al fin y al cabo, el pueblo no lucha únicamente debido a que tiene carencias -estas siempre son parte de la condición popular de vida-, sino, ante todo, cuando entiende que su lucha puede tener un resultado efectivo, cuando sabe que es posible obtener lo que se propugna y se siente portador de una fuerza moral de justicia detrás de todo lo que hace. Es decir, cuando tiene una esperanza, un horizonte probable.

Esto significa que antes de las victorias políticas y militares de todo proceso revolucionario, existe, primero, una victoria cultural, una victoria de significados y esquemas interpretativos- orientadores del futuro inmediato, una victoria moral sobre el adversario, que convierte la carencia social, la frustración colectiva y la necesidad diaria, en una voluntad general que apunta a un horizonte que se apodera de las pasiones del pueblo. Entonces, las victorias políticas y militares solo cumplen, en el tiempo, lo que de inicio ya constituye una victoria moral sobre el viejo régimen.

En los momentos más intensos de la lucha de clases la política, incluso bajo formas de lucha militar, se pondrá en el puesto de mando y ella dirimirá en definitiva la victoria o la derrota de la revolución. A esto es lo que hemos denominado el punto de bifurcación de la acción colectiva. Y de triunfar la revolución, en democracia, el adversario derrotado deberá ser incorporado, de manera dispersa y desorganizada, en el conjunto de las iniciativas, decisiones y acuerdos que asuma el nuevo bloque de poder dirigente. La formula entonces será derrotar al adversario culturalmente (Gramsci); derrotar al adversario política y militarmente (Lenin); e incorporar al adversario derrotado de manera dominada en el conjunto de iniciativas y acuerdos del nuevo poder. Porque de no hacerlo, y al dejar al adversario sin camino, tarde o temprano él buscará antagonizar contra el nuevo poder, tratando de crear a la larga un proyecto de poder alternativo.

Sin embargo, en todo ello la lucha por las ideas nunca cesa después de la toma del poder por el bloque social revolucionario; de hecho, es el escenario primordial de todas las luchas, incluidas las económicas que, como dijimos antes, son las decisivas. Esto, porque la sociedad asume sus problemas políticos, organizativos y también económicos, a través de significantes, de esquemas mentales explicativos del mundo. Así como en la física las partículas elementales son los «ladrillos» con los que se constituye toda la materia que vemos a nuestro alrededor, los significantes y representaciones simbólicas son los «ladrillos» sociales con los que se constituyen todos los campos de la actividad social de las personas: el de la actividad económica, la acción política, la vida cotidiana, la familiar, etc. Por ello, antes y durante los procesos revolucionarios, esta lucha por los significantes que explican y orientan en el mundo a las personas, representa una lucha permanente mediante la cual se define el destino de las revoluciones. Por eso un revolucionario es, en primer lugar y para siempre, un subversivo cultural que no puede bajar la guardia ni un solo instante en este escenario de lucha perpetuo y decisivo.

Ahí es donde se están presentando un segundo grupo de problemas para los procesos progresistas y revolucionarios del continente. Así como a veces tendemos a soslayar el fundamento económico de la continuidad de toda revolución, también tendemos a bajar los brazos en la batalla cultural una vez que hemos conquistado el poder político, cuando en realidad se trata del momento en que esta se va a intensificar más y, a la larga, de perdernos ahí, podremos perder en los otros escenarios, dando pie a una contrarrevolución victoriosa.

En gestión de gobierno a veces priorizamos la acción política contra las fuerzas opositoras, la mera gestión administrativa o incluso la búsqueda de éxitos económicos para los procesos. Pero si todo ello lo hacemos sin una batalla cultural, politización social o impulso de una significación lógica y moral del mundo que se está construyendo, la buena gestión política, administrativa e incluso económica se traducirá en un debilitamiento del gobierno, un alejamiento de los sectores populares y un crecimiento de la resignificación conservadora en las explicaciones del mundo, en la percepción popular.

Precisamente ese es uno de los problemas más importantes por los que están atravesando los gobiernos progresistas y revolucionarios: redistribución de la riqueza sin politización social. ¿Qué significa eso? Que la mayor parte de las medidas que se están implementando favorecen a las clases subalternas, pero el sentido común que se construye en torno a esta redistribución de la riqueza no necesariamente lleva la impronta de hechos políticos, de conquistas políticas revolucionarias, de derechos producto de la lucha.

En el caso de Bolivia, en menos de diez años, el 20 por ciento de los bolivianos ha pasado a la clase media, en términos de consumo. Hay un crecimiento de los sectores medios de la sociedad, una ampliación de la capacidad de consumo de los trabajadores, un desarrollo de derechos que materializan la democratización política en democratización económica. Cosas similares están sucediendo en otros países del continente. Pero si esta ampliación de la capacidad de consumo, de la capacidad de justicia social, no viene acompañada con la politización social revolucionaria, con la consolidación de una narrativa cultural, con la victoria de un orden lógico y moral del mundo, producidos por el propio proceso revolucionario, no se está ganando el sentido común dominante. Lo que se habrá logrado es crear una nueva clase media con capacidad de consumo, con capacidad de satisfacción, pero portadora del viejo sentido común conservador.

El gran reto, que todo proceso revolucionario duradero tiene, es acompañar la redistribución de la riqueza, la ampliación de la capacidad de consumo, la ampliación de la satisfacción material de los trabajadores, con un nuevo sentido común y con una nueva manera cotidiana de representar, orientar y actuar en el mundo, que renueve los valores de la lucha colectiva, la solidaridad y lo común como patrimonio moral. Y ese sentido común no son más que los preceptos íntimos, morales y lógicos con los que la gente organiza su vida, la manera en que se asume subjetivamente lo bueno y lo malo, lo deseable y lo indeseable, lo positivo y lo negativo de la vida y de las acciones humanas No se trata de un tema de discursos susceptible de ser inculcado con grandes dosis de seminarios o lecturas. Es un tema de orden simbólico de la individualidad, que resulta de una larga sedimentación de acciones y narrativas prácticas que se inscriben en el cuerpo y en la memoria profunda de las personas y que, con el tiempo, se vuelven innatas, obvias, «naturales».

En este sentido, lo cultural, lo ideológico, la arquitectura de los símbolos con los que las personas se orientan en el mundo cotidiano se vuelven decisivos para la solidez y la continuidad de un proceso revolucionario . No existe revolución verdadera ni consolidación de un proceso revolucionario, si no se tiene una profunda revolución cultural, ética y lógica con la que las personas organicen su ubicación el mundo.

Hay un tiempo de insurgencia colectiva, de «democracia espasmódica», de catarsis colectiva como diría Gramsci [14] , o de «acontecimiento» como diría Badiou [15] , en el que las personas asociadas, comunitarizadas, construyen con sus manos el mundo, inventan y redefinen el curso de la sociedad. Se trata del momento de la comunidad en acción y de la universalidad de las clases plebeyas; sin embargo, luego cada cual regresa a la casa, al trabajo, a la actividad cotidiana, a la escuela, a la universidad y, de no darse una perpetua revolución cultural/simbólica, vuelve a reproducir los viejos esquemas morales y lógicos de cómo organizar el mundo.

Ahí es donde los procesos progresistas y revolucionarios están débiles y, hasta cierto punto, atrasados. En este terreno, el mundo cultural, el sentido común y el orden lógico y moral conservador de la derecha, labrado y sedimentado a lo largo de décadas y siglos, no solo tiene la ventaja por su larga historia inscrita en los cuerpos de cada persona, sino que ahora también está tomando la iniciativa, a través de los medios de comunicación, de las universidades, fundaciones, editoriales, redes sociales, publicaciones, en fin, a través del conjunto de formas de constitución de sentido común contemporáneas.

¿Cómo retomar la iniciativa en este campo de lucha decisivo? Jerarquizando la lucha ideológico/simbólica como la más importante de las luchas políticas del proceso revolucionario que ya es Estado y gobierno.

Muchas veces, compañeros que son dirigentes sindicales, estudiantiles o profesores universitarios, se esfuerzan, en una especie de justa carrera de ascenso social, por llegar a ser parlamentarios o miembros de la administración pública en ministerios, gobiernos locales, etc. Se trata de un hecho de justicia que precisamente visibiliza la democratización del Estado y el cambio de la composición social estatal. Luego de haber sido marginados del poder político, el que las clases plebeyas se sientan ahora con el justo derecho a participar directamente en la administración del Estado, habla del espesor de la acción revolucionaria de la sociedad. Y está bien que se dé. Pero, en ocasiones, es más importante ser un dirigente de barrio, de la universidad, ser un dirigente de base, un comentarista de radio, tener un programa de televisión, escribir, hacer teatro o ser organizador social, que ser autoridad o funcionario público, porque en ese trabajo cotidiano con la base social, en los barrios, las fábricas, las radios y programas de televisión, en las representaciones culturales, es donde uno gesta la construcción del nuevo sentido común. Y cuando vemos oleadas enteras de compañeros de sectores sociales populares que abandonan la organización, el barrio, el campo mediático o académico para incursionar en la administración estatal, también vemos que dejan detrás de sí un gran vacío cultural, un vacío de construcción simbólica que puede ser inmediatamente llenado por la mediocridad y el sedimento del viejo sentido común conservador que comienza a revitalizarse creando las condiciones ideológicas y culturales para la restauración conservadora.

Entonces, es posible que tengamos un buen ministro o parlamentario, pero a costa de la ausencia de un gran sindicalista obrero revolucionario, de un buen catedrático universitario, de la ausencia de un comentarista televisivo visto por cientos de personas. Es decir, puede haber un buen gestor pero a costa de un retroceso cultural. Y este es un tema muy sensible en cuanto a la distribución de las tareas en un proceso revolucionario. La voluntad de poder de un bloque popular que construye Estado no puede depositar toda su energía, todos sus recursos y todos sus mejores cuadros políticos en la gestión de gobierno. Eso sería olvidar que se llegó a donde se llegó porque se construyó poder (cultural, político) desde la sociedad, y que la manera de garantizar el control del propio poder del Estado es garantizando la construcción de poder desde la sociedad, en la propia sociedad: en los medios de comunicación, en los sindicatos obreros y campesinos, en los barrios, en la cultura. Cuando uno está en gestión de gobierno es tan importante un buen ministro o parlamentario, como un buen dirigente revolucionario sindical, barrial, estudiantil, porque ahí radica, en definitiva, la vitalidad del proceso revolucionario.  

3. Reforma moral e incorruptibilidad

La tercera debilidad que están presentando los gobiernos progresistas y revolucionarios es una débil reforma moral. Claramente, la corrupción es un cáncer que corroe la sociedad, no ahora, sino desde hace 20, 50 o 100 años.

El neoliberalismo es un ejemplo de corrupción institucionalizada, pues monopolizó los recursos públicos acumulados por dos generaciones convirtiéndolos en recursos privados. La privatización fue el ejemplo más escandaloso, inmoral, indecente y obsceno de corrupción generalizada. Contra ello se rebeló la sociedad, siendo la primera labor de los gobiernos progresistas y revolucionarios, con mayor intensidad en unos casos frente a otros, la recuperación de los recursos privatizados para ampliar el patrimonio de los recursos comunes de la sociedad vía nacionalización. Pero aquello no bastó ni fue suficiente.

Así como se dio el ejemplo de restituir la res pública , los recursos o bienes públicos como recursos de todos, es también importante, en lo personal, en lo individual, que cada compañero que se encuentre en la función pública (presidente, vicepresidente, ministro, director, parlamentario, gerente) nunca abandone la humildad, sencillez, austeridad, transparencia e incorruptibilidad en su comportamiento diario, en su forma de ser. Una revolución es una voluntad general dirigida a construir una nueva sociedad que supere todos los males que atormentan a la actual, entre ellos la corrupción. Por eso, cada dirigente, cada autoridad representativa tiene que incorporar en su vida, en su cuerpo, no solo la realidad de la nueva sociedad que se está construyendo sino que, además, debe mostrar en su vida cotidiana la diferencia sustancial con los personajes del viejo régimen que en el pasado se enriquecieron a costa del erario público. Hoy, más que nunca, es necesario trabajar en la capacidad de demostrar con el cuerpo, el comportamiento y en la vida cotidiana, lo que propugnamos. No se puede separar el pensamiento de la acción, lo que somos de lo que decimos.

Frente al moralismo hipócrita de los medios de comunicación de la derecha, debemos luchar, una y otra vez, por una moral revolucionaria de dignificación de la gestión de lo público a través de un sacrificio transparente por lo común, de la entrega del ser y el desprendimiento de uno para servir a los demás.  

4. Continuidad de los liderazgos históricos

Un cuarto elemento que complejiza los procesos es la continuidad de los liderazgos en los regímenes revolucionarios hechos en democracia.

Cuando triunfa una revolución armada, la cosa es más fácil porque dicha revolución logra someter, mediante la coerción, a los sectores conservadores. Sin embargo, en las revoluciones democráticas, el nuevo poder revolucionario tiene que convivir con el adversario, que ha sido derrotado electoralmente, culturalmente y políticamente, pero aún sigue en el campo de lucha. Es parte de la democracia, y las constituciones imponen límites de cinco, diez, quince años para la elección de una autoridad.

¿Cómo dar continuidad al proceso revolucionario y al liderazgo cuando se tienen esos límites? Es un tema del que no se ocuparon otras revoluciones porque pudo resolverse al principio. En cambio, los nuevos procesos progresistas y revolucionarios tienen que afrontarlo de acuerdo a los límites constitucionales de mandato.

¿Cómo resolver el tema de la continuidad del liderazgo? No faltan las críticas que sostienen que los «populistas» y socialistas son caudillistas. Mas, ¿qué revolución verdadera no personifica el espíritu de la época en personas? Si todo dependiera de instituciones, es decir, de normas y procedimientos rutinarios, ya no sería una revolución. Las instituciones no hacen las revoluciones, las revoluciones las hacen las personas, las subjetividades, las clases sociales, los individuos, precisamente en contra de la asfixia de determinadas instituciones y colectividades privilegiadas.

No existe, en el mundo, una verdadera revolución sin líderes y sin caudillos, porque una revolución es justamente el desborde creativo y heroico de la subjetividad de las personas que desborda instituciones, suprime rutinas, anula destinos preestablecidos e inventa un mundo nuevo allí donde el mundo parecía estar acabado. Entonces, una revolución, que es un hecho colectivo, es producto de subjetividades de carne y hueso, de personas que se sobreponen a las normas y a las rutinas, y que hallan, en el encuentro personal, en el valor del sujeto de carne y hueso con nombre y apellido, en la comunidad libre de las acciones conjuntas, el espacio de su creatividad histórica.

En cambio, cuando las instituciones son las que regulan la vida de un país, nos encontramos frente al mando de la rutina, de la norma, de la repetición y ya no de la revolución. Y cuando esto se apodera de la participación en los temas comunes, estamos ante democracias fósiles, tan características de los países con instituciones liberales y en decadencia. Cuando la subjetividad de las personas y la fuerza de las personalidades es la que define el destino de un país, estamos frente a verdaderos procesos de revolución. Y, por lo general, ese poderoso hecho colectivo de la historia, que reconfigura el destino de los pueblos, se personifica en individuos, se simboliza en personas cuyo carácter y discurso emblematiza la gran obra colectiva.

El líder histórico no sustituye la acción colectiva como suprema creedora de vida social, pero es su emblema identificante y cohesionador. En este caso, la cuestión es ¿cómo dar continuidad al proceso teniendo en cuenta que existen límites constitucionales para el ejercicio en el gobierno de un líder, de una persona? Se trata del gran debate contemporáneo de los procesos progresistas en tiempos de democracia representativa, que no será fácil de resolver.

Alguien podría argumentar que no se deberían tener líderes tan fuertes cuya sustitución, en la gestión gubernamental y en las candidaturas electorales, provoque retrocesos políticos. Es posible. Pero eso no depende ni del líder ni de los académicos. En caso de darse, será un dato objetivo de la realidad colectiva que no es posible prever por adelantado, porque depende de cómo las clases subalternas internalicen su experiencia de lucha y representen los logros de su acción revolucionaria. Tal vez la importancia esté en promover y trabajar liderazgos colectivos que permitan mayores posibilidades de elección, en el ámbito democrático, para la continuidad de los procesos. Pero incluso a veces ni eso es suficiente. Es una de las preocupaciones que deberá ser resuelta en el debate político. ¿Cómo se brinda continuidad subjetiva a los liderazgos revolucionarios a fin de que los procesos no se trunquen ni se limiten y puedan tener continuidad en perspectiva histórica?  

5. Estado continental plurinacional

Por último, una quinta debilidad que es necesario mencionar de manera autocrítica pero propositiva, es la débil integración económica continental. En los últimos diez años, el continente ha avanzado de manera extraordinaria en la articulación política. L os bolivianos somos los primeros en agradecer la solidaridad de Argentina, Brasil, Ecuador, Venezuela, Cuba, cuando tuvimos que enfrentar problemas políticos para nuestra continuidad democrática; ha sido esta solidaridad continental la que ha ayudado a contener golpes de Estado y a preservar la continuidad democrática en nuestros Estados.

Sin embargo, en relación con la integración económica, no se ha podido avanzar de manera sustancial. Se han tenido grandes iniciativas como la del Sucre, la creación de empresas grannacionales y la articulación de empresas nacionales para asumir conjuntamente la presencia en otros mercados, pero se ha avanzado muy poco en esas iniciativas y, al final, están quedando en nada. La construcción de la integración económica se torna mucho más difícil pues cada gobierno enmarca su visión en su propio espacio geográfico, su economía, su mercado y aquí se trata de ver los otros mercados, espacios geográficos y economías. Ahí surgen las limitaciones de la propia mentalidad de las sociedades.

Existen propuestas, pero cuando se tienen que ver las compras, la balanza de pagos, las inversiones y la tecnología, las cosas se ralentizan y cada funcionario se apega a su norma, al interés y la rentabilidad nacional inmediata. Ese es el problema. Cada funcionario debe salir del esquema nacional y pensar en clave continental. Además, el mundo está cambiando, es un mundo en el que cada nación, por sí misma -a excepción de dos o tres naciones-continente- es irrelevante y no tiene la fuerza para cambiar el destino del curso actual de la interdependencia mundial. De hecho, en un contexto de globalización, cada nación por sí misma es diariamente triturada por esa globalización dirigida por bloques regionales o Estados continentales y mega corporaciones empresariales. En este siglo XXI, América Latina solo podrá convertirse en dueña de su destino si logra constituirse en una especie de Estado continental plurinacional, que respete las estructuras nacionales pero que, a la vez, a partir de ese respeto de las estructurales locales y culturales de cada país, tenga un segundo piso de instituciones continentales en lo financiero, legal, cultural, político y comercial, capaz de influir y redireccionar el curso de la mundialización económica.

América Latina tiene más de 450 millones de personas, cosa que en términos de demografía y de mercado es ya, en sí mismo, un hecho relevante y decisorio en el contexto mundial. A ello hay que sumar que el continente tiene una de las mayores reservas de minerales estratégicos, de agua dulce y biodiversidad (que son los mayores tesoros de este siglo), de litio, gas y petróleo; y además es una de las zonas de mayor producción agrícola del mundo. Es una región con una amplia población joven, con incremento de su formación profesional, que está incursionando en la fabricación de tecnología y generación de conocimiento. Es un continente que si actúa, no como la suma de países separados, sino como una unidad política y económica, podrá curvar el espacio/tiempo del mundo e influir y redireccionar a favor propio el curso de la economía mundializada.

Posneoliberalismo: horizonte insuperable de esta época

Son tiempos difíciles, interesantes y exigentes para los revolucionarios. Las fuerzas reaccionarias de la derecha quieren retomar la iniciativa política y, en algunos lugares, lo han logrado aprovechando nuestras debilidades. ¿Qué va a pasar? ¿En qué momento nos encontramos? ¿Qué se viene a futuro?

No debemos asustarnos ni ser pesimistas ante el futuro, ante las batallas que se vienen. Cuando Marx analizaba los procesos revolucionarios, en 1848 [16] , siempre hablaba de la revolución como un proceso por oleadas, nunca como un proceso ascendente o continuo, permanentemente en ofensiva. La realidad de entonces y la actual muestran que las clases subalternas organizan sus iniciativas históricas por temporalidades, por oleadas: ascendentes un tiempo, con repliegues temporales después, para luego asumir, nuevamente, grandes iniciativas históricas. Así, una y otra vez, hasta que el curso de la historia y las necesidades colectivas encuentran el cauce de satisfacción para ese descontento y creatividad social.

Es así que a la primera oleada de desborde social, como la que vivimos los diez años anteriores, le está sucediendo un repliegue temporal. Pero más temprano que tarde habrá de sucederle una segunda oleada, que avanzará más allá de lo que lo hizo la primera, y a esta le sucederá una tercera, que la superará.

Me atrevo a pensar que estamos ante el fin de la primera oleada y que estamos viviendo un repliegue cuya duración se extenderá por meses o años. No lo sabemos con precisión. Sin embargo, está claro que como se trata de un proceso, que aún no ha agotado su potencial ni resuelto las causas más profundas que lo llevaron a manifestarse, tendremos una segunda oleada que intentará ser el escenario de resolución de las demandas y necesidades históricas que permitieron el estallido de la primera y que todavía no han sido ni serán satisfechas en el escenario de este repliegue restaurador.

Por tanto, lo que tenemos que hacer es prepararnos para las batallas en este escenario de repliegue temporal de la oleada revolucionaria, debatir abiertamente qué cosas se hicieron mal en la primera oleada, en qué se falló, dónde se cometieron errores y qué faltó hacer a fin de enmendar inmediatamente estas debilidades y comprometerse, de manera práctica y también inmediata, para que cuando se dé la segunda oleada, los procesos revolucionarios continentales puedan llegar mucho más lejos y mucho más arriba de lo que lo hicieron en la primera oleada.

La crítica y la autocrítica deben ser revolucionarias, es decir, no buscar culpables y lavarse las manos de las responsabilidades que cada uno y todos tenemos con la producción del destino que construimos. Este es el proceder típico de la izquierda deslactosada que observó impotente y ajena, desde palco, el despliegue de los procesos revolucionarios y que, ahora, desde el mismo palco -financiado, claro está, por gratificantes remuneraciones externas- divaga impotentemente acerca de lo que otros debieran haber hecho. ¡Eso no sirve para nada! La autocrítica es práctica, sirve para la acción inmediata, porque el momento de repliegue requiere acciones prácticas de resistencia, de reorganización y de búsqueda de nuevas iniciativas por parte de los sectores populares.

Esta segunda oleada continental podrá ir más lejos porque tendrá unos soportes, unos puntos de partida que no se pueden ceder; tendrá a una Cuba, una Bolivia, una Venezuela y un Ecuador firmes, que permitirán avanzar hacia el resto del continente y más allá de su extensión territorial.

Nos tocan tiempos difíciles, pero para un revolucionario los tiempos difíciles son su aire y su alimento; de eso vivimos y nos alimentamos, de los tiempos difíciles. ¿Acaso no venimos de abajo? ¿Acaso no somos los perseguidos, los torturados y los marginados de los tiempos neoliberales?

La década de oro del continente no ha sido un regalo. Han sido las luchas desde abajo, desde los sindicatos, desde las universidades, desde los barrios y desde las comunidades indígenas y campesinas las que han hecho posible este ciclo revolucionario. Esta primera oleada no ha caído del cielo. En nuestros cuerpos están las huellas y heridas de las luchas de los años 70, 80, 90 y de los 2000. Y si hoy, provisionalmente y temporalmente, tenemos que volver a replegarnos a esas luchas, que así sea. Para eso está un revolucionario, para asumir las experiencias, retomar lo que antes se hizo y mejorar lo que se construirá a futuro.

Luchar, vencer, caerse, perder, levantarse; volver a luchar, vencer, caerse y volver a levantarse. Ese es nuestro destino, hasta que terminen nuestras vidas.

Algo que cuenta en nuestro favor es que el tiempo histórico está de nuestro lado. Ellos, las fuerzas reaccionarias -lo decía el profesor Emir Sader-, no tienen alternativa, no son portadoras de un proyecto de superación opuesto al que los procesos progresistas y revolucionarios enarbolaron e hicieron. La derecha simplemente se anida en los errores, los rencores y las envidias del pasado. Son los restauradores del decadente y fallido neoliberalismo. Ya sabemos lo que hicieron con el continente cuando gobernaron (en Argentina, Bolivia, Brasil, Ecuador): destruyeron nuestros países convirtiéndolos en miserables, dependientes y asfixiados de vergüenza colectiva.

Esa derecha reciclada, ese neoliberalismo tardío no representa el futuro. Son como zombis o muertos vivientes que, temporalmente, se mueven y caminan dando manotazos ante la historia.

El posneoliberalismo es el futuro y es la esperanza. Lo que los gobiernos progresistas y revolucionarios han hecho, en diez años, por ampliar derechos sociales y construir la soberanía de los países es más de lo que se ha hecho en los cien años anteriores. La derecha restauradora tiene eso en contra: es el pasado, es el retroceso. En cambio, el tiempo histórico está a favor de la revolución.

Pero ahí hay que ser muy cuidadosos y aprender de lo que se vivió en los 80 y 90, cuando todo complotaba contra las fuerzas revolucionarias: acumular y saber acumular fuerzas; entender que cuando uno se lanza a una batalla y la pierde su fuerza se va hacia el enemigo potenciándolo y debilitándonos; darse cuenta que cuando hay que dar una batalla se la tiene que calcular bien; saber obtener legitimidad y explicar a la gente; saber conquistar nuevamente la esperanza, el apoyo, la sensibilidad y el espíritu emotivo de las personas en cada nueva pelea que iniciamos; entender que hay que entrar, nuevamente, en las batallas minúsculas y gigantescas de las ideas, en los grandes medios de comunicación, en los periódicos, en los pequeños panfletos, en la universidad, en los colegios, en lo sindicatos; que hay que volver a reconstruir el nuevo sentido común de la esperanza, del posneoliberalismo. Ideas, organización y movilización.

No sabemos cuánto durará esta batalla, pero hay que prepararse por si dura uno, dos, tres, cuatro o más años. Cuando nos tocó soportar, desde la trinchera, los tiempos neoliberales, soportamos más de veinte años; y aquellos que vienen desde la dictadura, soportaron cuarenta años. Sin embargo, en esos tiempos, la derecha se presentaba como portadora del cambio, mientras que hoy es el pasado que apesta a naftalina. Hoy, la izquierda es la abanderada del cambio.

Es un buen tiempo, cuando hay lucha siempre es un buen tiempo, ya sea en gestión de gobierno o en oposición. El continente está en movimiento y más temprano que tarde dejarán de ser simplemente ocho o diez países, seremos quince, veinte o treinta los que celebraremos esta gran Internacional continental de los pueblos revolucionarios, progresistas, de la democracia, la justicia y la igualdad.

El autor es Vice-presidente del Estado plurinacional de Bolivia


[1] . Documento elaborado en base a la ponencia presentada por el autor en el evento «Restauración conservadora y nuevas resistencias en Latinoamérica», organizado por la Fundación Germán Abdala y desarrollado en la Universidad de Buenos Aires el 27 de mayo de 2016.

 

[2] . Con referencia al libro de Francis Fukuyama El fin de la historia, cuya tesis central argumenta que la historia «en su sentido hegeliano y marxista de evolución progresiva de las instituciones políticas y económicas humanas (…) es direccional, progresiva y culmina en el moderno Estado liberal». Para Fukuyama, al contrario de los marxistas, como él mismo sostiene, «este proceso de evolución histórica no culmina en el socialismo, sino en la democracia y en la economía de mercado». Francis Fukuyama, El fin de la historia y el último hombre , Barcelona, Planeta, 1992.

 

[3] . Pierre Bourdieu, Cosas Dichas , Barcelona, Gedisa, 1996.

 

[4] . Se pueden revisar los artículos recientes de Atilio Borón («Asalto al poder en Brasil» o «Venezuela, la tentación de una dictadura parlamentaria», además de su libro América Latina en la geopolítica del imperialismo, ya en su segunda edición); de Ana Esther Ceceña («El proceso de ocupación de América Latina en el siglo XXI»), y de Stella Calloni («Ofensiva imperial», «La injerencia extranjera es un fraude», «Los golpes blandos»).

 

[5] . John Holloway, Cambiar el mundo sin tomar el poder. El significado de la revolución hoy , Buenos Aires, coedición Ediciones Herramienta y Universidad Autónoma de Puebla, 2002.

 

[6] . «Vemos, pues, que la guerra no constituye simplemente un acto político, sino un verdadero instrumento político, una continuación de la actividad política, una realización de ésta por otros medios». Karl Clausewitz, De la Guerra , capítulo 1 del libro primero Sobre la naturaleza de la guerra , México DF, Ed. Diógenes, 1972.  

 

[7] . «La política es la expresión concentrada de la economía… La política no puede menos de tener supremacía sobre la economía. Pensar de otro modo significa olvidar el abecé del marxismo». Lenin, V. I., «Insistiendo sobre los sindicatos, el momento actual y los errores de Trotski y Bujarin», en Obras Completas, Tomo 34, México DF,   Ediciones Salvador Allende.

 

[8] . Véase Laclau, E. y Ch. Mouffe, Hegemonía y estrategia socialista. Ha cia una radicalización de la democracia, Madrid, Siglo XXI, 1987.

 

[9] . Véase Austin, John, Cómo hacer cosas con palabras. Palabras y acciones, Buenos Aires, Paidós, 2008.

 

[10] . «Pues si, en cualquier coyuntura, los hombres no se entendieran sobre estas ideas esenciales, si no tuvieran una concepción homogénea del tiempo, del espacio, de la causalidad, de la cantidad, etc., todo acuerdo entre las inteli­gencias se haría imposible y, con ello toda vida común. Además, la sociedad no puede abandonar al arbitrio de los particulares las categorías sin abandonarse a sí misma. Para poder vivir, no sólo tiene necesidad de un conformismo moral suficiente; hay un mínimo de conformismo lógico del que tampoco puede prescindir. Por esta razón ejerce el peso de toda su autoridad sobre sus miembros para prevenir las disidencias». Emile Durkheim, Las formas ele­mentales de la vida religiosa , Madrid, Akal Editor, 1982, p. 15.

 

[11] . «Se puede emplear el término ‘catarsis’ para indicar el paso del momento meramente económico (o egoísta-pasional) al momento ético-político, o sea la elaboración superior de la estructura en superestructura en la conciencia de los hombres. Esto significa también el paso de lo ‘objetivo a lo subjetivo’ y de la ‘necesidad a la libertad’. La estructura, de fuerza exterior que aplasta al hombre, lo asimila a sí, lo hace pasivo, se transforma en medio de libertad, en instrumento para crear una nueva forma ético-política, en origen de nuevas iniciativas. La fijación del momento ‘catártico’ se convierte así, me parece, en el punto de partida de toda la filosofía de la praxis». Antonio Gramsci, Cuadernos de la cárcel, Tomo 4, México DF, Ediciones Era, 1986, p. 142.

 

[12] . Véase E. H. Carr, La revolución rusa: de Lenin a Stalin, 1917-1929 , Madrid, Alianza Editorial, 2014.

 

[13] . «… es necesario saber que la tarea de la NEP [nueva política económica], la tarea principal y decisiva, la que subordina a sí todo lo demás, consiste en establecer una conexión entre la nueva economía, que hemos comenzado a construir (muy mal, muy torpemente, pero que, no obstante, hemos comenzado a construir sobre la base de una economía socialista enteramente nueva, de una producción nueva, de un nueva distribución), y la economía campesina, de la que viven millones y millones de campesinos (…) el desarrollo del capitalismo controlado y regulado por el Estado proletario (es decir, del capitalismo ‘de Estado’ en este sentido de la palabra) es ventajoso y necesario (claro que sólo hasta cierto punto) en un país de pequeños campesinos, extraordinariamente arruinado y atrasado, porque puede acelerar un desarrollo inmediato de la agricultura por los campesinos. Con mayor razón puede decirse lo mismo de las concesiones: sin desnacionalizar, el Estado obrero da en arriendo determinadas minas, bosques, explotaciones petrolíferas, etcétera, a capitalistas extranjeros, para obtener de ellos instrumental y máquinas suplementarias que nos permitan apresurar la restauración de la gran industria soviética». V.I. Lenin, «Intervención de Lenin en el XI Congreso del PC(b) de Rusia celebrado en Moscú, del 27 de marzo al 2 de abril de 1922», y «III Congreso de la Internacional Comunista», en México DF, Obras Completas, Akal Editor/Ediciones de Cultura Popular, Tomo 36, s/año.  

 

[14] . Ver nota a pie 10.

 

[15] . Véase Badiou, A., El ser y el acontecimiento , Ediciones Manantial, Buenos Aires, 1999.

 

[16] . Véase Carlos Marx y Federico Engels, «Las revoluciones de 1848». Selección de artículos de la Nueva Gaceta Renana , Obras fundamentales , Tomo 5, México DF, Fondo de Cultura Económica, 1989.

 

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