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El viejo mundo se ve superado por los hechos.
A partir del año próximo la cooperación oficial suiza, que se retira progresivamente de América Latina, apunta a aumentar su presupuesto para proyectos ejecutados por empresas privadas. La sociedad civil protesta y denuncia y, al mismo tiempo, exige a los grandes bancos helvéticos la anulación de la deuda de los países “pobres”.
Segundo país en casos confirmados y tercero por mayor número de muertes, Brasil padece no solo la pandemia sino también una crisis política profunda.
Entre la presión por relanzar la economía, una cierta fatiga social por el confinamiento y el impacto del lastre sanitario que dejan los casi 2 millones de infectados -y muertes en seis dígitos-, Europa implementa desde mediados de mayo una osada apertura. El riesgo de una segunda ola pandémica no desaparece de los cálculos continentales y relativiza cualquier pronóstico exageradamente optimista.
Atravesado por una crisis política e institucional significativa, jaqueado por la pandemia que supera ampliamente la centena de miles de infectados, con la puerta amazónica de Manaos declarada en colapso sanitario y funerario, la lupa de la comunidad internacional lo observa críticamente. No solo por las centenas de decesos diarios en el mes de mayo -superando las 12 mil muertes por el COVID-19 [1]-, sino por las políticas oficiales de extrema desatención social.