
Los más de cien años transcurridos desde la aparición de países de economía socialista han puesto en evidencia que para que ese modo de producción sea estable y duradero es necesario mantener un elevado ritmo de inversiones y de crecimiento de la producción que permita incrementar constantemente el nivel de vida de los ciudadanos, sostener los altos niveles de gastos sociales que le son inherentes y por otra parte, garantizar la distribución más equitativa posible de la riqueza.